Qué ofende a los televidentes

Las quejas de algunos espectadores no solo muestran una sensibilidad asimétrica y cierta negación de la responsabilidad individual. A veces reflejan también problemas de incomprensión e interpretación.
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Durante algunos años estuve trabajando en un organismo público de regulación audiovisual, en concreto en el departamento destinado a recibir quejas y sugerencias de los ciudadanos en lo relativo a los contenidos que emiten televisiones y radios. Fue un trabajo interesante, ya lo creo, en el que aprendí mucho sobre medios de comunicación y sus límites, sobre legislación audiovisual, directivas publicitarias y códigos deontológicos, pero también sobre la naturaleza permeable de la queja y la facilidad –tan peligrosa– con la que cualquier opinión contraria puede terminar convirtiéndose en una ofensa.

No exagero si digo que un buen porcentaje de las quejas recibidas –desde luego, más de la mitad– era completamente insustancial y carecía de fundamento, señalando la emisión de contenidos calificados, por las personas que las enviaban, como insultantes, denigrantes, intolerables o completamente inapropiados –todos estos adjetivos salpicaban a menudo la redacción de los escritos– cuando, en muchos de los casos, se trataba de contenidos que habían sido interpretados erróneamente.

En Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta (Cuadernos Anagrama, 2019), Lucía Lijtmaer se rebela ante la acusación, a menudo injusta, de que quien critica o cuestiona alguna manifestación pública lo hace porque no ha comprendido el sentido verdadero de lo dicho, es decir, porque exagera o saca las cosas del tiesto, de modo que no ha de ser tomado en serio: “El ofendidito es objeto de mofa por blando, moralista o corto de miras, básicamente. Porque se ha feminizado. Pero sobre todo porque no ha entendido, o no ha querido entender, la broma.”

Lijtmaer, que centra su breve ensayo en el modo en que se desdeñan las protestas referidas al trato tradicionalmente dado a colectivos marginados (mujeres, homosexuales, gitanos, etc.), señala que el derecho a la queja está siendo demonizado y ridiculizado desde la derecha bajo el amplio paraguas de la libertad de expresión y que, por eso, aquellos que lo ejercen son etiquetados de “ofendiditos” o “puritanos”: “El ofendidito –el quejica, en definitiva– queda reducido a la imagen de una niña pequeña que llora. Y no hay nada peor que una niña pequeña que llora.”

Las reflexiones de Lijtmaer resultan interesantes y pertinentes, lo que no impide, al menos hasta donde mi experiencia llega, que sí existan –y en abundancia– “ofendiditos” y “puritanos” que expresan sus quejas con determinación –es más, que elevan su derecho a la queja por encima de cualquier otra consideración– partiendo de una profunda incomprensión de aquello de lo que se quejan. Eso sí: la ideología que sostiene su errónea interpretación –la ideología que los ciega– puede ser tanto de izquierdas como de derechas, o incluso puede ser inexistente.

Cuando hablo de incomprensión y errores interpretativos me refiero a graves problemas de contextualización: algo tan simple, por ejemplo, como diferenciar lo que se dice de quién lo dice y dónde lo dice. Me da la sensación de que muchas personas –desde luego, muchas de las que enviaban quejas y que se identificaban como profesores, representantes políticos, miembros de asociaciones o de sindicatos– no conocían las particularidades de los géneros televisivos.

Una asociación de psicólogos, por ejemplo, se quejó porque en una serie se difundía, a su juicio, una imagen estereotipada y negativa del gremio. Otra de personal sanitario, porque en una representación teatral humorística aparecía la típica enfermera sexy y seductora. No seré yo quien defienda la calidad de la serie ni del teatrillo en cuestión, pero es evidente que ficción y humor tienen códigos diferentes y que lo que no es permisible en un programa informativo sí puede tener cabida en un espacio de entretenimiento, nos guste o no, nos parezca zafio o no.

Pero este artículo no va de los límites del humor o de la permeabilidad de la ficción, asuntos de los que tanto se habla en los últimos tiempos, sino de algo mucho más grave: de la incomprensión total de lo que se ve, del puro analfabetismo audiovisual.

Analfabetismo audiovisual

Según el último informe PISA, la capacidad de diferenciar entre datos y opiniones se está reduciendo cada vez más: solo el 8,7% de los estudiantes de la ocde “dominan tareas de lectura complejas como distinguir entre hecho y opinión cuando leen temas con los que no están familiarizados”.

A mí me sorprende que la capacidad de distinguir entre hecho y opinión se considere una destreza propia de la lectura “compleja”, y no de la lectura sin más, desde el momento en que no puede haber una lectura válida –esto es, correcta– que mezcle ambas nociones. Si hablamos de lectura audiovisual, el desastre es absoluto.

Aquí, por ejemplo, habría que enmarcar la queja de una madre y maestra que denunciaba la serie de animación Los superminihéroes, emitida por aquel entonces en Clan TV, porque, según explicaba, normalizaba y fomentaba el acoso escolar. Es más, a juicio de la denunciante, la serie ponía en juego “la integridad física y psíquica de los y las menores, así como su vida”.

En realidad, estos dibujos animados, destinados a mayores de siete años, narraban situaciones de abuso con fines didácticos. De hecho, la serie surgió de la experiencia vivida por su creadora, Helen Bruller, con el fin de enseñar a los niños a tolerar las diferencias y respetarse unos a otros, es decir, todo lo contrario a lo que había entendido la reclamante.

Otro ejemplo reciente sería el del espectador que se quejó de un anuncio de Vodafone porque en él aparecía una niña –“caso de publicidad ilegal, abusiva, que incita a un consumo precoz”–, cuando la actriz representaba el papel de hada, y no de usuaria. Hay casos todavía más preocupantes, como el de aquel señor que denunciaba que en el anuncio del juego infantil “Don Listillo” se promovía la pornografía entre los menores, ya que a la pregunta de “¿algo que esté muy caliente?” el juego contestaba “porno” –en realidad, lo que decía era “horno”–.

Pero lo más llamativo de estos casos no es que las personas que se quejan se limiten a expresar su descontento o su molestia, sino que piden –es más, exigen– la “retirada inmediata” de los anuncios o programas que denuncian, aferrándose a una interpretación simplificada y aberrante de la Ley Audiovisual, que, en efecto, prohibe la difusión de contenidos que vulneran derechos de menores, mujeres, colectivos necesitados de mayor protección, etc.

Que una institución tenga que ponerse a hacer un informe y dar respuesta a estas personas no es indicativo, precisamente, de la demonización de la queja de la que habla Lijtmaer, sino más bien al contrario: de la promoción, al menos institucional, de este derecho, un derecho que en los últimos tiempos, debido al auge de las redes sociales, está más en boga que nunca: todos podemos quejarnos de cualquier cosa y, de hecho, nos quejamos más que nunca.

Pero ¿vale para algo? ¿Qué hacer cuando la mayoría de las quejas señalan aspectos anecdóticos o cuestionan detalles, sin detenerse a hacer lecturas críticas más amplias y argumentadas? Pensemos en el caso, por ejemplo, de una persona que remitió una queja sobre el programa La Báscula que emitía hasta hace poco Canal Sur tv, una especie de concurso en el que los participantes –personas con problemas de obesidad– afrontaban el reto de perder peso semana a semana ante las cámaras.

¡Habría tanto que decir sobre este programa! Bajo la premisa de que la participación era voluntaria y de que el objetivo final consistía en difundir un estilo de vida saludable, se sometía a los participantes a una serie de obligaciones como pesarlos en directo en un plató con luces y sonidos o seguir sus rutinas diarias fiscalizando el ejercicio que hacían o lo que comían, es decir, se convertía en un espectáculo morboso el problema de salud de estas personas. Sin embargo, la queja recibida se limitaba a denunciar el uso por parte del presentador del término hashtag, un anglicismo, al parecer, inaceptable.

Otro caso ilustrativo es el de la señora que se indignó con el tratamiento informativo dado a una noticia sobre torturas en el régimen de Pinochet. En la noticia, las declaraciones de una de las víctimas –“me desnudaron, me manosearon, me metieron los dedos por la vagina y el ano”– a la televidente le parecieron excesivas.

“No hace falta tanto detalle –decía–, en un horario en el que la mayoría de las familias está en casa con sus hijos almorzando y viendo la televisión.” Daba la impresión de que a esta persona le molestaba más el uso de las palabras “vagina” y “ano”, supuestamente inadecuadas para sus hijos, que el asunto de fondo tan terrible que abordaba la noticia.

¡Apaguen la tele!

El Consejo Audiovisual de Francia recibió el año pasado más de mil quejas referidas a la campaña publicitaria de compresas “¡Viva la vulva!”, en la que se representaban ingeniosas y coloridas vulvas fabricadas con conchas, técnicas de repostería o papiroflexia, algo que, para muchos espectadores, era completamente irrespetuoso e incluso hería su sensibilidad. Las quejas, obviamente, fueron desestimadas, pero ojo: fueron más de mil. En efecto, el puritanismo actúa como telón de fondo de gran parte de las quejas de televidentes, y no, no es exclusivo de discursos de izquierda.

En Canal Sur se montó un escándalo recientemente porque el popular presentador Juan y Medio cortó el vestido de la copresentadora de su programa en una especie de broma que, según alegó la cadena, estaba guionizada y contaba con el consentimiento de la afectada. Más allá de la gracia o no de la broma en concreto, en muchas de las quejas que se recibieron al respecto la cuestión central era si, al cortar el vestido “se veía algo o no”, es decir, si se llegaban a ver “las bragas”.

Centrar la manifestación del sexismo televisivo –que lo hay, y mucho– en un detalle tan nimio supone perder la perspectiva general, como cuando otra persona se quejaba de que en el programa Sálvame de Telecinco se habla de sexo –algo supuestamente dañino para los menores–, como si el resto de temas en los que se centra este programa no pudiera ser, de otro modo, mucho más perjudicial.

La fijación por los detalles recuerda al absurdo pitido que impide la audición de palabras malsonantes en ciertas franjas horarias: ¿no es, después de todo, ese pitido un subrayado? ¿Qué importancia tiene, además, una palabra en un contexto de gritos, desprecios y groserías? ¿De verdad lo que indigna a la gente es que se vean un par de tetas a las cinco de la tarde, pero no que se diseccionen los problemas íntimos de tal o cual pareja de famosos?

Este tipo de quejas, muy frecuentes, acerca de contenidos cuestionables emitidos en horario de protección de menores –esto es, desde las 7 a las 22 horas– revela la contradicción que supone mostrar preocupación por las emisiones sexuales, violentas, discriminatorias etc., pero, al mismo tiempo, delegar toda la responsabilidad al respecto en la inspección audiovisual y la sanción, como si no existiera, en última instancia, la sencilla opción de apagar la tele.

Si alguien no quiere que sus hijos accedan a contenidos de especial dureza, que no ponga el informativo a la hora de comer; si le parece horrible que se hable de un consolador, que no se siente a ver Sálvame. Por cierto, jamás vi una queja de nadie diciendo que cualquiera de estos anuncios de productos de limpieza en los que solo aparecen mujeres usándolos –sí, todavía existen– fuese perjudicial para la formación de sus hijos.

De hecho, con la ley en la mano, este tipo de spots no representa ningún tipo de problema puesto que no se difunde en ellos “una imagen degradante de la mujer”, como sí sería el caso, por ejemplo, de la aparición de una modelo insinuante sentada en el capó de un coche para promocionarlo.

Podría pensarse que los ejemplos que nombro son anecdóticos, pero por desgracia, repito, marcan una pauta que incluso parece en ascenso. Así, en los últimos tiempos, televidentes aparentemente informados hacen uso de interpretaciones personalísimas de las leyes para justificar sus denuncias.

Aquí se enmarca, por ejemplo, la queja de alguien que consideraba que la emisión de La Voz Kids en días lectivos y horario nocturno constituía un claro incumplimiento de la Ley Orgánica de Educación que establece la escolarización obligatoria hasta los dieciséis años: como sus hijos querían quedarse tarde para ver el programa, pero tenían que madrugar para ir al colegio, esta persona, aludiendo al rango de la ley, calificaba esta situación de “grave delito”.

También se han recibido muchas quejas de ciudadanos que consideran ser objeto de delitos de odio, por ejemplo, porque en determinados programas deportivos se ridiculiza o critica a la afición de la que forman parte: así, según ellos, que un tertuliano diga que la afición bética está llena de “arrastrados” se equipararía a decir que “hay que acabar con los maricones”.

Pero ¿acaso no hay motivos reales por los que quejarse? A menudo sentí que el cauce que se ofrecía para la disensión o el diálogo estaba siendo desaprovechado, porque lo cierto es que hay mucho de lo que quejarse, en especial en lo referido al ámbito de la deontología televisiva.

Sin embargo, solo un pequeñísimo porcentaje de las quejas recibidas hacía mención a asuntos de calado: vulneración de la intimidad de personas en el tratamiento de noticias dramáticas –incluso de menores–, difusión de estereotipos discriminatorios en ciertos colectivos –aunque, inexplicablemente, la CNMC no vea motivo de preocupación en la emisión de programas como Gipsy Kings o Mi gran boda gitana–, espectacularización morbosa de los sucesos, ocultación de informaciones relevantes por parte de ciertas televisiones, falta de pluralidad y representaciones sesgadas de realidades sociales, sexismo soterrado en numerosos programas de entretenimiento…

Mientras tanto, seguimos con el problema del dedo y la luna. ¿Se le ven o no las bragas a una presentadora? ¿Es el término reality show un anglicismo intolerable? ¿Se vulneran los derechos de los veganos en Masterchef? ¿Se promueve el porno en un anuncio de juguetes? A veces, leer opiniones tan disparatadas puede resultar divertido, pero cuando se acumula tanto sinsentido, quizá la cosa deja ya de tener gracia. ~

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Es escritora. Entre sus libros recientes están Cicatriz (2015), Mala letra (2016) y Un incendio invisible (2011, 2017), todos ellos bajo el sello de Anagrama.


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