Por una Corte Penal Internacional

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Dentro de pocos meses, tal vez en junio de 2004, el fiscal para la Corte Penal Internacional anunciará sus primeras sentencias. Es casi seguro que los objetivos serán líderes de grupos armados de la localidad de Ituri, situada en la parte oriental de la República Democrática del Congo, responsables de varias matanzas de civiles.
     Los cargos que les serán imputados serán crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y, tal vez, también el máximo crimen: genocidio, esto es, el asesinato en gran escala con la intención de exterminar —eliminándolo en parte o del todo— a un grupo racial, religioso o étnico.
     Llegar al punto en que un funcionario de un tribunal internacional permanente pueda emitir dichas sentencias ha representado un proceso largo y arduo. La idea de crear un organismo de este tipo surgió después de la Segunda Guerra Mundial. Algunas personas relacionadas con los tribunales de posguerra de Nuremberg y Tokio —fundados para juzgar a los criminales de guerra alemanes y japoneses—, entre ellas Francis Briddle, el juez estadounidense que estuvo en Nuremberg, llamaron a establecer un tribunal permanente con jurisdicción mundial. La hostilidad entre el Oeste y el Este durante la Guerra Fría hizo que esto fuera imposible. Sin embargo, la situación cambió tras la caída del Muro de Berlín. Aunque en ese momento muchos anticiparon una nueva era de buena voluntad internacional, sus esperanzas quedaron rápidamente destruidas por el estallido de conflictos diversos, sobre todo las guerras en la antigua Yugoslavia, que comenzaron en 1991 y alcanzaron proporciones genocidas cuando, en abril de 1992, se inició la guerra en Bosnia, y dos años más tarde con el genocidio en Ruanda. Mientras esas luchas levantaban una gran consternación mundial, la comunidad internacional se mostró poco dispuesta —y, en el caso de Ruanda, sin disposición alguna— a intervenir para poner fin a la matanza. Uno de los pocos aciertos de la reacción internacional ante los conflictos en Yugoslavia y Ruanda fue el establecimiento de dos tribunales penales ad hoc por parte del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para perseguir, juzgar y castigar a los principales responsables por los grandes crímenes cometidos allí. El tribunal para la antigua Yugoslavia se estableció en mayo de 1993; el tribunal para Ruanda, en noviembre de 1994.
     El trabajo de los dos tribunales ad hoc reavivó el interés largamente adormecido por una Corte Penal Internacional permanente. Como consecuencia, una resolución introducida por Trinidad y Tobago en la Asamblea General de las Naciones Unidas para establecer un organismo así —resolución que de otra forma habría desaparecido sin noticia alguna— se convirtió en el centro de mucha atención y esfuerzo. Esto condujo más adelante a una reunión en Roma, en junio y julio de 1998, a la que asistieron delegaciones de casi todos los países del mundo. Allí se adoptó un tratado para establecer la Corte Penal Internacional permanente. En Roma, ciento diez gobiernos votaron a favor de la adopción del tratado, siete se opusieron (Estados Unidos, China, Israel, Iraq, el Sudán, Libia y el Yemen) y el resto se abstuvo. El tratado entraría en vigor cuando fuera ratificado por sesenta gobiernos.
     En ese entonces, se predijo que la ratificación sería un proceso muy lento. Se requerirían al menos cinco años. La razón principal por la que tomaría tanto tiempo era que muchos gobiernos tendrían que reformar sus constituciones antes de ratificar. Algunas constituciones proporcionan inmunidad a ciertos funcionarios contra el enjuiciamiento: el tratado para la Corte Penal Internacional no permite tal inmunidad; cualquier funcionario responsable por crímenes sujetos a la jurisdicción de la Corte puede ser sentenciado. Otra disposición constitucional típica que entró en conflicto con el tratado fue la que impedía a un gobierno extraditar a sus ciudadanos para un juicio ante una corte extranjera. Aunque no queda claro que la Corte Penal Internacional sea una corte extranjera dentro del significado de tales disposiciones, muchos gobiernos decidieron que se requerían reformas constitucionales. Finalmente, el tratado para la Corte Penal Internacional establece penas hasta la cadena perpetua (pero no la pena de muerte). Esto contradecía las disposiciones constitucionales de algunos países que limitan las sentencias a un máximo de veinte o treinta años de prisión.
     Otro factor que se esperaba que retardara la ratificación del tratado era la oposición de Estados Unidos. Cuando se llevó a cabo la Conferencia de Roma en la que se adoptó el tratado, la administración Clinton estaba a cargo. Los representantes estadounidenses participaron en Roma, aunque al final Estados Unidos se alió con gobiernos como el de Saddam Hussein en Iraq y Muammar Gaddafi en Libia para votar contra el tratado. Los representantes estadounidenses representaron un papel constructivo en Roma, solucionando algunas definiciones de los crímenes sobre los cuales la Corte tendría jurisdicción. Tres semanas antes de dejar el cargo, en la víspera de año nuevo de 2000, el presidente Clinton firmó el tratado —permitiendo así que Estados Unidos siguiera participando en las conferencias en que se fijarían las reglas de procedimiento— al tiempo que afirmaba de nuevo que su gobierno no lo ratificaría. Por su magnitud, la hostilidad de la administración Bush es de otro orden. Cuando Clinton firmó, John Bolton —quien poco tiempo después asumiría el cargo de subsecretario para el Control de Armas y Seguridad Internacional de la administración Bush, y que se convertiría en el funcionario con la mayor responsabilidad para habérselas con el Tratado de Roma— escribió un artículo para The Washington Post atacando la firma del tratado. Bolton acusaba a Clinton de “una tentativa subrepticia para debilitar nuestro constitucionalismo y socavar la independencia y la flexibilidad que nuestras fuerzas militares necesitan para defender nuestros intereses en todo el mundo” (“Unsign That Treaty”, 4 de enero de 2001). Más adelante regresaremos al antagonismo de la administración Bush ante la Corte.
     Pero resultó que la ratificación procedió mucho más rápido de lo que se esperaba. Las sesenta ratificaciones necesarias se alcanzaron el 11 de abril de 2002, menos de cuatro años después de que el tratado se adoptara en Roma. De hecho, como varios países competían para ser el país número sesenta, diez ratificaciones tuvieron lugar ese día, incrementando el número a 66. Hasta la publicación de este texto, el número ha crecido a 92. Casi todas las ratificaciones han tenido lugar en Europa (incluyendo todas las naciones de la Unión Europea y casi todas las naciones candidatas a ser aceptadas en ella), en América Latina y en África. Las regiones que se han rezagado son Asia y el Medio Oriente, pero incluso allí se está logrando cierto avance. Al tiempo que escribo, se espera que el Yemen —uno de los siete países que votó contra el Tratado en Roma— sea el siguiente en ratificar.
     La jurisdicción de la Corte Penal Internacional se limita a los crímenes que probablemente salgan a relucir en el proceso de los líderes de los grupos armados del Congo oriental: crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio. Por definición, los crímenes contra la humanidad —un término cuyo uso se extendió por haber sido incluido en el estatuto para el tribunal de posguerra en Nuremberg, y por haber sido la base principal para la condena de los principales líderes nazis— implican crímenes cometidos en gran escala. El tratado especifica que las víctimas pueden ser “cualquier población civil”, y entre los crímenes que se incluyen en este rubro menciona el asesinato, la esclavitud, la deportación y el traslado forzoso de población, la violación y la prostitución impuesta. En forma similar, el genocidio —un término que también tiene su origen en la Segunda Guerra Mundial, ya que fue inventado en 1943 por un estudioso de leyes polacoestadounidense, Raphael Lemkin (quien buscaba una palabra para describir el esfuerzo nazi por exterminar a los judíos), el cual más adelante persuadió a las Naciones Unidas para adoptar la Convención sobre el Genocidio en 1948— involucra, por definición, asesinatos cometidos en gran escala. La última categoría, los crímenes de guerra —en esencia, los que se han perpetrado contra los civiles durante conflictos armados o contra las fuerzas enemigas fuera de combate, es decir crímenes que se han considerado serias violaciones a las leyes de la guerra (tales como la tortura, el bombardeo de objetivos civiles, la toma de rehenes, el asesinato de combatientes que se han rendido), y que se designan como “grandes violaciones” en el Protocolo y la Convención de Génova— se aplica habitualmente a los crímenes individuales. Aun así, el tratado para la Corte Penal Internacional proporciona a la Corte jurisdicción sólo cuando los crímenes de guerra son “cometidos como parte de un plan o política o como parte de una perpetración de gran escala de tales crímenes”.
     En Roma, algunos de los que favorecieron el establecimiento de la Corte Penal Internacional también deseaban darle jurisdicción sobre otro delito: la agresión. En realidad, la agresión se menciona en el tratado, pero la Corte no tendrá jurisdicción en esta área a menos que y hasta que los gobiernos que han ratificado el tratado puedan coincidir en una definición que todos apoyen. El proceso para asegurar un acuerdo de esta especie se torna muy difícil, de manera que es poco probable que la Corte algún día se reúna para un juicio por agresión. Yo mismo soy uno de los que cree que la Corte no debería tener jurisdicción sobre la agresión, ya que no puedo imaginar una definición apropiada para que una corte la ponga en vigor.
     Las recientes guerras de Estados Unidos en Afganistán e Iraq ilustran el asunto. En ambos casos, la administración Bush argumentaría que no se involucró en una agresión. Más bien, su preocupación era la defensa propia. Creo que el argumento es persuasivo en el caso de Afganistán: esto es, Al Qaeda sí lanzó un ataque masivo contra Estados Unidos desde el santuario proporcionado por los talibanes en Afganistán, y los talibanes se negaron a entregar a Estados Unidos a los líderes de Al Qaeda que organizaron los ataques del 11 de septiembre de 2001. En lo que se refiere a Iraq, en cambio, creo que el argumento no convence. Incluso si uno aceptara la doctrina de la administración Bush sobre la guerra preventiva, creo que nunca se demostró que fuese necesario atacar Iraq para prevenir futuros ataques militares contra Estados Unidos. Es obvio, sin embargo, que muchos podrían diferir de mi opinión en cada caso. Los dictámenes que se emiten sobre esos temas dependen de la evaluación que uno haga de las justificaciones para la guerra. Eso los vuelve, creo, inherentemente políticos, y no legales. Tales pareceres no deberían ser emitidos por un tribunal. Por otro lado, no existe justificación posible para crímenes como la tortura, la violación, el bombardeo de civiles o el exterminio de una raza, que entran en la definición de crímenes contra la humanidad, genocidio o crímenes de guerra. Un tribunal es el organismo apropiado para juzgar tales asuntos.
     Más aún, existen circunstancias en que la intervención militar en otro país puede justificarse incluso si el objetivo no es la defensa propia. Un ejemplo es la intervención que realizó la OTAN, en 1999, en lo que era entonces la República Federal de Yugoslavia para detener la “limpieza étnica” que perpetraba Slobodan Milosevic en Kosovo. Dado el alcance de los crímenes de Milosevic en Bosnia y las señales de que estaba haciendo lo mismo en Kosovo, creo que la OTAN debió intervenir. Sería desafortunado, creo, si el considerar posibles cargos por agresión hubiera obstaculizado la decisión de los líderes de la OTAN. Me parece que la intervención militar en los asuntos de un Estado soberano puede autorizarse si no hay otro medio para detener la perpetración de crímenes multitudinarios.
     Mientras que la administración Bush mantiene la política de la administración Clinton en lo que se refiere al apoyo de tribunales ad hoc de Naciones Unidas para la antigua Yugoslavia y para Ruanda, y mientras que apoya también a nuevos tribunales que sean patrocinados tanto por Naciones Unidas como por importantes gobiernos nacionales para lidiar con los grandes crímenes cometidos en Sierra Leona y Camboya, se opone ferozmente, como se ha mencionado ya, a la Corte Penal Internacional. La administración Bush se ha asegurado de que Estados Unidos adopte una legislación en la que autorice al presidente para proteger a los soldados estadounidenses contra la Corte por cualquier medio necesario (esto es conocido como “el acta de invasión de La Haya”, pues implica que Estados Unidos podría lanzar un ataque militar sobre la ciudad que alberga a la Corte, para rescatar de allí a ciudadanos suyos); también ha amenazado con cancelar todas las misiones de paz de Naciones Unidas en el mundo a menos que el Consejo de Seguridad garantice inmunidad al personal militar estadounidense que sirve como parte de los Cascos Azules, de manera que no sean sometidos a un proceso legal —aun cuando Estados Unidos suele no formar parte de las misiones de paz de Naciones Unidas; y ha condicionado muchos millones de dólares de ayuda militar a otros gobiernos basándose en la firma de acuerdos bilaterales con Estados Unidos que garanticen no enviar a sospechosos estadounidenses a La Haya para ser juzgados por la Corte. Aparte del tema de la posición que hayan tomado otros gobiernos sobre la guerra en Iraq, diplomáticos de muchos países han informado que la prioridad más alta del gobierno de Bush, en relación con sus propios gobiernos, ha sido su oposición a la Corte Penal Internacional.
     La razón más ostensible para esta hostilidad es la preocupación del gobierno de Estados Unidos sobre las tropas estadounidenses apostadas fuera del país. La Corte Penal Internacional sólo tiene jurisdicción sobre crímenes cometidos en el territorio de los Estados que han ratificado el Tratado de Roma o sobre los ciudadanos de dichos Estados. (La Corte también puede considerar los casos referidos por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, pero eso no preocupa a la administración Bush porque Estados Unidos tiene poder de veto.) La administración Bush señala que, incluso antes de la guerra de Iraq, casi dos mil soldados estadounidenses estaban apostados en otros países. Aunque Estados Unidos evade las misiones de paz de Naciones Unidas, los soldados estadounidenses se encuentran apostados en países como Japón, Corea del Sur y Arabia Saudita, que no han ratificado el tratado, y Alemania, que ya lo ratificó. Sus soldados también participan en misiones de paz de la OTAN en Bosnia y Kosovo (donde están sujetos a la jurisdicción del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, un asunto por el que la administración Bush ha decidido no hacer mayor escándalo). La administración Bush argumenta que un fiscal a quien no le agrade Estados Unidos podría decidir —incluso cuando Estados Unidos no ha ratificado— presentar cargos contra soldados estadounidenses vulnerables por motivos políticos, debido al gran número de países en que se encuentran apostadas sus tropas.
     Quienes apoyan la Corte Penal Internacional encuentran las preocupaciones del gobierno de Bush descabelladas. Señalan que el fiscal y los jueces de la Corte son elegidos por los gobiernos que han ratificado el Tratado de Roma, los cuales corresponden, en su mayoría, a los países democráticos del mundo. No se trata de enemigos de Estados Unidos, como los gobiernos de Libia, el Sudán, Corea del Norte o Cuba, que no han ratificado porque sus líderes temen ellos mismos ser sujetos a un proceso. Se trata de países de los que Estados Unidos tiene muy poco que temer. En segundo lugar, se señala que el tratado establece también lo que se llama “complementariedad”. Esto significa que la Corte Penal Internacional sólo tiene jurisdicción en un caso en el que un Estado se ha negado o no ha podido investigar o perseguir un crimen, o donde se han tomado medidas para proteger a la persona responsable de un delito grave. De manera que, en cualquier caso en el que un gobierno emprenda su propia investigación de buena voluntad, la Corte Penal está impedida para actuar. Además, antes de que proceda un caso, debe ser autorizado por dos paneles de jueces elegidos, como el fiscal, por los gobiernos democráticos que han ratificado el tratado. Por último está el hecho de que los crímenes sujetos a la jurisdicción de la Corte deben corresponder siempre a crímenes cometidos en gran escala, o siguiendo una política, lo cual deja claro que un delito grave aislado cometido por un soldado estadounidense apostado en el extranjero —una violación o un asesinato— no pueden ser la base para presentar cargos. Los crímenes que llegarán a la Corte son barbaridades como las ocurridas en Bosnia, Ruanda y Sierra Leona —crímenes atroces cometidos contra un gran número de víctimas. Ciertamente, hay soldados estadounidenses que han cometido crímenes en conflictos como los de Iraq y Afganistán, pero uno tendría que retroceder hasta un crimen como el de la matanza de My Lai, durante la guerra de Vietnam, para poder presentar cargos contra soldados estadounidenses por crímenes que caerían dentro de la jurisdicción de la Corte. La complementariedad exige que la Corte someta a la consideración de los tribunales estadounidenses los casos para que dichos crímenes se persigan, pero si el gobierno de Estados Unidos no asumiera su responsabilidad para actuar, entonces —y sólo entonces— la Corte Penal Internacional podría comenzar un proceso.
     Algunos críticos de la postura de la administración Bush creen que la verdadera razón de su antagonismo ante la Corte no es su preocupación por proteger a los soldados estadounidenses. Más bien piensan que se trata del miedo de que, dentro de muchos años, un futuro fiscal pudiera sentenciar a un funcionario de alto rango estadounidense por crímenes cometidos mucho tiempo atrás. Es decir, les preocupa que un estadounidense pudiera ser aprehendido al viajar al extranjero, de la manera en que Augusto Pinochet fue arrestado en Londres después de que fue acusado por Baltazar Garzón en España. Sobre estos fundamentos, la administración Bush también ha manifestado su intensa hostilidad a la arrolladora ley de Bélgica, que otorga a esa nación jurisdicción universal sobre ciertos crímenes cometidos en cualquier parte del mundo. Tal vez ya es el caso que alguien como Henry Kissinger piense dos veces sobre los países a los que viajará, por miedo a encontrarse en situaciones incómodas. Para evitar esos problemas durante muchos años, piensan los críticos, la administración Bush se esfuerza por sabotear la Corte. Argumentar que los soldados estadounidenses están desprotegidos es tan sólo una manera de dar más popularidad a su postura frente al electorado.
     La administración Bush tiene pocas razones para temer que el hombre elegido como primer fiscal de la Corte esté motivado por el antiamericanismo. Se trata de Luis Moreno Ocampo, un argentino que, tras la restauración de la democracia en su país en 1983, se desempeñó como fiscal en los juicios a los generales y almirantes acusados por las miles de “desapariciones” que supervisaron durante los siete años y medio del sangriento gobierno militar. Más adelante, Moreno Ocampo se ha dedicado particularmente a perseguir casos de corrupción, y también pasó un tiempo en Estados Unidos enseñando en las escuelas de leyes de las universidades de Harvard y Stanford. Se lo eligió como fiscal de la Corte por un único período de nueve años, y ha recibido denuncias sobre crímenes en muchos países, pero ha hecho saber que se está concentrando en los crímenes del Congo oriental para preparar el primer caso de la Corte. Puesto que sólo puede considerar crímenes cometidos después del 10 de julio del 2002 —ya que la Corte no tiene jurisdicción retroactiva— en países o por ciudadanos de países que han ratificado el Tratado de Roma, sólo hay otros pocos países que parecerían blancos apropiados. Los primeros de la lista son Colombia, donde un juicio se concentraría en los grupos paramilitares de las guerrillas, tanto de izquierda como de derecha; Afganistán, donde los crímenes de varios señores de la guerra podrían ser la base para posteriores sentencias; y Uganda, donde un peculiar grupo guerrillero, el Ejército de Resistencia del Señor, se ha involucrado en muchas atrocidades. Pero es en la República Democrática del Congo donde se cometen ahora el mayor número de crímenes, lo que ha convertido las matanzas de la vecindad de Ituri en el principal objetivo del señor Moreno Ocampo.
     Mucho dependerá de este primer caso. Si el proceso marcha bien, y si se considera un éxito por lo que toca a presentar cargos contra los acusados correctos, clasificar las pruebas en forma efectiva, proceder justamente y alcanzar juicios sensatos, la Corte misma triunfará. A la administración Bush le será cada vez más difícil prevalecer en su campaña contra la Corte si se la ve actuando en forma efectiva. Además, si el caso triunfa, se sumará a la lista ya construida por los tribunales ad hoc para la antigua Yugoslavia y Ruanda, y a la lista que apenas se inicia en el Tribunal de Sierra Leona. Ese registro está demostrando que los responsables por grandes crímenes tienen muchas probabilidades de ser castigados. Tal vez la perspectiva de un castigo reduzca el número de tales crímenes. Ésa es una meta por la que bien vale la pena contar con una Corte Penal Internacional. ~

Traducción de Marianela Santoveña

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