Uno: ¿Qué es lo que hace escritor a un escritor? ¿El talento, el genio irracional del creador, una disposición natural hacia la narración de historias o el oficio, las lecturas realizadas a lo largo de la vida, y el propio aprendizaje novela tras novela? Dos: ¿Cuál es la función de la literatura? ¿Deleitar en un sentido amplio del término, entretener, como se dice ahora, o formar, mostrar otro modo de ver las cosas, contar lo que no se ha contado nunca, enseñar también en un sentido muy amplio, a los lectores? Y tres: ¿Qué es más importante en una obra literaria? ¿La construcción, el lenguaje, las transiciones narrativas, las audacias formales o más bien el asunto que trata, el modo de hacerlo?
Todos los lectores, y por supuesto todos los escritores, de todas las épocas toman partido siempre, implícita o explícitamente, por una opción u otra, o por ambas, en cada una de estas tres preguntas. Sus respuestas constituyen la columna vertebral de cualquier poética, el tronco del que nace la hojarasca que suele adornar los pronunciamientos sobre literatura.
En mi caso, presento una alarmante falta de criterio. Si hablo con un lector formal-hedonista, por llamarlo de algún modo, con alguien más partidario de la literatura deleitosa que de otra más trascendente, me convierto en un desaforado defensor de los libros entretenidos, en un partidario de los escritores que se esfuerzan a la hora de escribir para que los lectores no se esfuercen a la hora de leer, en un admirador de las tramas bien urdidas, en un defensor de la intriga, de los episodios que dan miedo y de los diálogos que dan risa. Si por el contrario converso con un lector didáctico-contenidista, por llamarlo así, con un lector que, más allá del divertimento, busca en los libros una ideología, una manera de ver el mundo, un nueva mirada sobre los viejos asuntos o una vieja mirada sobre asuntos nuevos, entonces abomino de la literatura intrascendente, critico la banalidad contemporánea, renuncio al entretenimiento como medida de todas las cosas, y echo en falta un compromiso social de nuevo cuño, reelaborado a la medida de los tiempos que corren.
Como particular, trato de hacer pasar mis defectos por virtudes y de convertir mis muchas limitaciones en características de mi personalidad. Como escritor hago lo mismo: nunca voy donde no llego y digo que mi contención es un marcado rasgo de estilo. Por eso he reciclado esta incapacidad mía de tomar partido por las cosas en un ideal estético. En otras palabras: me gustaría firmar algún día una novela de Don DeLillo, construida por Thomas Mann con personajes de John Irving y rehecha por Stefan Zweig. Alarmante, ¿verdad?, esta ausencia de criterio. Me gusta todo. Sólo me molesta una cosa: repetirme yo o que se repitan los otros. Pero esto también es una cuestión peliaguda, porque tampoco tengo claro dóndetermina el estilo y empieza la imitación más ridícula, que es la imitación de uno mismo. –
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