Se dice que Mark Twain fue el primer escritor que usó la máquina de escribir para redactar una novela, Huckleberry Finn, hace ya más de un siglo. También se dice que en Colombia fue Gabriel García Márquez, con su capacidad de acomodarse a los nuevos tiempos, el primer escritor que le presentó a una editorial, hace unos veinte años, el manuscrito de una novela suya en un disquette de computador. Leyenda o realidad, Gabo y Twain figuran como pioneros de la máquina de escribir y del procesador de palabras, que ambos usan o usaron con sus dos dedos de chuzógrafos.
Pero el mismo García Márquez, ahora, y no por mérito propio, sino probablemente por codicia de su agente o de sus editores, acaba de establecer el triste récord de ser el primer escritor colombiano que pretende ponerle un peaje pecuniario al préstamo de un libro suyo en las bibliotecas públicas. En adelante, dice en un colofón al copyright de su Memoria de mis putas tristes, las bibliotecas no podrán prestar este libro a sus usuarios sin reconocer una cifra por derechos de autor. La nota, literalmente, dice así: “queda prohibida la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos”.
Hace unos días, cuando Jorge Orlando Melo, el director de la Biblioteca Luis Ángel Arango, la más importante de Colombia, lanzó públicamente la pregunta de si su biblioteca debía atenerse o no a ese colofón, o si podía seguir prestando libremente el libro de García Márquez sin violar la ley, se armó un gran alboroto en el país.
Según el director de la Oficina Derechos de Autor de Colombia, Fernando Zapata, un funcionario del Estado, “la legislación colombiana no permite el uso de los libros en las bibliotecas y el préstamo público no autorizado viola los derechos de autor. Sólo los autores pueden autorizar o prohibir el uso, gratuito o pagado, de sus libros, salvo en los casos en los que la ley señale una excepción expresa a este derecho del autor. Esta excepción no existe en las leyes colombianas a favor del préstamo de los libros en las bibliotecas y por lo tanto no hay ninguna norma que permita a las bibliotecas prestar los libros sin autorización del autor o del titular del derecho”.
Si se cumpliera lo que dice este funcionario, escribió Melo, sería “imposible la existencia real de las bibliotecas. Antes de comprar libros que no estén en dominio público, deberíamos averiguar con cada autor o editor si quiere o no que su libro se lea, lo que constituye una gestión tan costosa que probablemente sólo se conseguirían los libros de aquellas editoriales que declaren públicamente que autorizan la lectura de todos sus libros. Esto sería aplicable sólo a los libros publicados por editores activos, pues aclarar quién puede dar la autorización para autores muertos hace cuarenta o sesenta años sería de una dificultad inmensa, una verdadera prueba diabólica.”
Como la absoluta novedad, y el escándalo, se habían originado en la nota a la edición de las Putas tristes, los periodistas corrieron a informarse con Carmen Balcells y con Gabriel García Márquez. La primera dijo que esa anotación se ponía para otros países, pero que no se aplicaba a Colombia; García Márquez dijo que él no se encargaba de revisar el copyright, y que en todo caso él estaba del lado de los lectores.
Parece ser, en todo caso, que este gran enredo tropical tiene que ver con una norma de la Unión Europea, la Directiva 92/100/CE, por la cual se pretende que los usuarios de bibliotecas públicas (en especial para quienes piden en préstamo cds de música o películas en dvd) paguen por cada vez que quieran sacar estos productos. Aunque el interés inicial era proteger a compositores, cantantes y productores de películas, poco a poco se está imponiendo la tesis de que también los lectores de libros deberían pagar por cada vez que piden una obra en préstamo. O si no los lectores, que las bibliotecas paguen un precio distinto por los libros que compran, mayor al que pagan en las librerías los lectores particulares. Al parecer así ha empezado a hacerse en algunas bibliotecas alemanas, lo cual tiene al menos una consecuencia inmediata: las bibliotecas compran menos libros, y se privilegian, también allí, los best-sellers.
En Colombia, como suele suceder en estos territorios donde “la ley se acata pero no se cumple”, las bibliotecas, después de un titubeo brevísimo, siguen prestando las Putas tristes y todos los libros viejos o nuevos que los lectores quieran leer, sin restricción alguna. Pero en España y otros países de la Comunidad Europea parece que el asunto, hacia el futuro, no es tan claro. El mercado, se supone, debe entrar también en las bibliotecas públicas, y bajo el supuesto de que se hace para proteger la propiedad intelectual de los artistas, y su actividad no asalariada, editoriales y casas disqueras impulsan una normativa que obligue al pago por el préstamo público de los libros.
Si esto llega a pasar en las bibliotecas, llegará también el día, entonces, en que cada libro traerá instalado un chip que podrá identificar las letras que nuestros ojos recorran, y por cada línea o palabra recorrida, el chip transmitirá una pequeña suma que se irá acumulando en nuestra tarjeta de crédito, de modo que nos llegue una cuenta total de lectura a fin de mes. Incluso si le prestamos el libro a un hijo o a un amigo, si ese libro está a nombre nuestro, cada vez que alguien lo lea (así sea al escondido), nuestra cuenta por lectura subirá. Y si releemos algún párrafo, a pagar otra vez.
Creíamos que ese tiempo, tan típico de nuestra adolescencia y de los años de formación, en que leíamos gratis y por el puro placer de sentir o de aprender o de gozar, duraría para siempre. Qué va. Cuando hasta en las bibliotecas públicas se huele un negocio, debemos prepararnos para pagar cada vez que queramos leer. –
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