Pupusas con queso: todo se amasa menos la ausencia

Es delicado esto de amasar. Al ojo poco entrenado le parecerรก que, digamos, Beatriz le hace pupusas a a su hijo sin importarle el momento en que el calor de la fricciรณn sobre la pelotita de masa lleva la mezcla a un punto de suavidad ideal.
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Si las noticias hablaran de una mujer que pudo abortar sin necesidad de cortes internacionales que dijeran “Sรญ, esta mujer debe abortar o se muere”, escribirรญa sobre las pupusas y el rastro que nos hermana bajo el mandato del maรญz. Dirรญa que los salvadoreรฑos son la cuarta poblaciรณn latina mรกs numerosa de Estados Unidos y que sus huellas discretas estรกn en varias de estas ciudades a las que vinieron sin papeles sobre un tren que mulle el futuro incierto de sus pasajeros. Hablarรญa de la harina de maรญz precodido cuyo punto de acidez distingue a la pupusa de la arepa; del agua y la sal y la hendidura en el medio para rellenarla y cerrar y cocinar sobre una sartรฉn con un poco de aceite a razรณn de tres o cuatro minutos por cada lado. 

 

Es delicado esto de amasar. Al ojo poco entrenado le parecerรก que, digamos, Beatriz le hace pupusas a su hijo de trece meses sin importarle el momento en que el calor de la fricciรณn sobre la pelotita de masa lleva la mezcla a un punto de suavidad ideal para aguantar la cocciรณn sin secarse. Unos golpes breves y acelerados para aplanar la tortilla hasta dejarla redonda-redonda, como la barriga que le obligaron a cargar. Porque a Beatriz nadie le obliga a hacerle pupusas a su niรฑo.

 

Hablarรญa, digo, de las pupusas con queso de El guanaco, que en la calle 177 de Washington Heights sirven a la mayoritaria poblaciรณn dominicana de esta parte de Nueva York y a las familias salvadoreรฑas que vienen desde tantas partes de la isla y a estadounidenses curiosos con ganas de disimular el acento: pu-piu-sa, dicen, acaso sin saber que esas tres mujeres atendiendo mesas y cocinando representan el lado bonito de la historia. Como los tres millones de salvadoreรฑos en el paรญs. Como los 500 que deciden emigrar cada dรญa. Como aquellos que solo conocen el escalofrรญo de Tamaulipas; de Tenosique. Solo el escalofrรญo.

 

Por eso las meseras sonrรญen. A ellas no les tocรณ lo que a otras mujeres, las manos hinchadas y deformes por los batazos, la prostituciรณn forzosa en Guatemala, la fosa comรบn de 72 historias.  ¿Y cรณmo se hace una pupusa redonda-redonda con las manos asรญ? Una de las meseras habla un rato, habla bajito para que ella misma no escuche su tristeza al recordar lo de una prima desaparecida. Una prima que parece todas las mujeres de las que he leรญdo en El Faro, uno de esos proyectos que reivindican la nobleza del periodismo a la hora de echar luz sobre el poder y los malos. Cuando leo lo que ahรญ escriben colegas como ร“scar Martรญnez creo por un momento que los ausentes estarรกn menos solos mientras alguien los invoque y me pregunto quรฉ pasarรก con aquellos que no pudieron ver a su madre haciendo pupusas. 

 

Hablarรญa, en fin, del queso, del chile y del olor a loroco si no fuera porque la cocina a veces nos traiciona. Detrรกs de un plato que necesita calidez y suavidad se esconde un drama de mujeres maltratadas que no llegaron a tiempo para voltear la pupusa. Tenรญan cuatro minutos.

 

 

 

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El Paรญs, El Malpensante y El Nacional.


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