¿Quieres ver a John Malkovich?

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Siempre he sostenido que ser estrella de cine –una rutilante estrella de cine– es estar en un lecho de rosas que cuesta caro: la nada despreciable cantidad de dólares que se acumula en la(s) cuenta(s) bancaria(s) trata de compensar la pérdida casi total de la privacidad. Una estrella de cine, pésele a quien le pese –empezando por la propia estrella–, es considerada propiedad pública: fans y paparazzi, revistas sentimentales y tabloides populistas, creen estar en el derecho de reclamar un trozo de la atención y aun de la vida del actor o la actriz que los conmovió/hechizó/inquietó/maravilló en aquella película, ¿te acuerdas?, la del ladrón de joyas. “Pero si nunca he interpretado a un ladrón de joyas”, contesta John Malkovich al taxista que lo reconoce y confunde a la vez en ¿Quieres ser John Malkovich? (1999), el filme de Spike Jonze donde debuta como guionista cinematográfico esa rara avis proclive a los intríngulis cerebrales llamada Charlie Kaufman. “Estoy seguro que era usted –replica el taxista–. ¿Me puede dar su autógrafo? Es para… Qué demonios, ¡es para mí! ¡Soy su mayor fan!” ¿Qué hacer frente a este argumento tan absurdamente irrebatible? Una sola cosa: extraer o pedir una pluma y trazar un garabato en un pedazo de papel; de lo contrario, el mayor fan podría enfadarse y exigir –quizá con justa razón– que se le devuelva el precio del boleto que pagó por ver aquella película del ladrón de joyas. Primera lección: si te molesta que la gente invada tu intimidad en la calle, no seas una estrella de cine; y si ya lo eres, piensa que el espectador que no recuerda bien tu trabajo ha contribuido a la compra de tu penthouse neoyorquino.

John Malkovich, se sabe, ha venido al DF como director de la versión en español de The Good Canary, la obra de Zach Helm que ya había dirigido en París y que se estrenó el 26 de noviembre en el Teatro de los Insurgentes, donde tendrá una temporada de diez semanas. Me enteré de su presencia entre nosotros a través de la prensa y la televisión, claro está, pero también gracias a una amiga que hace unos días me dijo haberse topado casualmente con el actor y cineasta en un par de ocasiones en los alrededores del Parque México. La segunda vez que lo vio, mi amiga regresaba de comer con las compañeras de oficina con quienes había compartido el primer encuentro cercano del tercer tipo y elucubrado sobre la rutina mexicana de Malkovich: en qué hotel se hospedaría, qué restaurantes y/o bares frecuentaría, etcétera. Al reconocerlo nuevamente, una de las compañeras de mi amiga se animó a gritar: “¡Hey, mister Malkovich!”, a lo que el aludido respondió con un gesto de pánico escénico que le desfiguró el rostro. Poco después de esta anécdota empecé a recibir informes de varias fuentes: los avistamientos proliferaban, sobre todo en el área de la colonia Condesa, convirtiendo a Malkovich en una suerte de ovni urbano o émulo del monstruo del lago Ness, aunque me temo que para el caso tendría que decir el lago de Chapultepec. Todos los avistamientos coincidían en la conducta furtiva, casi clandestina, del objeto caminante identificado, y por ende me hicieron evocar mi propio encuentro cercano ocurrido hace ya algunos años. Me hallaba en una calle del Distrito de la Misión en San Francisco, charlando con uno de mis mejores amigos y los alumnos de creative writing que me habían invitado a impartir un taller, cuando distinguí una silueta que se aproximaba a nosotros y que me pareció muy familiar pese a la gorra de beisbol y la ropa anodina que llevaba. “¿Ya vieron quién viene ahí? –dije–. John Malkovich.” Mi amigo y los estudiantes voltearon de inmediato; el actor lo notó, pero como estaba a unos cuantos metros no alcanzó a desviarse y tuvo que cruzar el corredor que habíamos formado, agachando la cabeza y apurando el paso. Uno de los alumnos gritó algo –quizá “¡Hey, mister Malkovich!”– que logró que el aludido acelerara aún más para perderse en medio de los peatones que comenzaban a mirarlo. Segunda lección: si anhelas que algún disfraz te ayude a pasar inadvertido entre las multitudes, no seas una estrella de cine.

Comprendo que debe ser una monserga no poder salir de compras o simplemente a caminar sin que un desconocido nos observe con fijeza, grite nuestro nombre e incluso se nos acerque para iniciar una conversación que se ha repetido en infinidad de ocasiones. Pero entiendo también que en una época como la nuestra, regida por el frenesí mediático y el culto excesivo a la personalidad, la privacidad se ha vuelto parte del consumo público, máxime cuando se trata del star system. La fama es un arma de doble filo, y la verdad son pocos –la excepción confirma la regla– los que aprenden a manejarla con la destreza e ironía necesarias para no sucumbir a la neurosis del paparazzo. Si un escritor es reconocido en la calle no tanto por sus novelas como por haberse plantado en el Auditorio Nacional para alimentar los fuegos fatuos por sus ochenta años, ¿qué destino espera al actor que puso de moda a los “feos guapos” al encarnar al Vizconde de Valmont en Relaciones peligrosas? Tercera y última lección: si no quieres arriesgarte a que un incauto dé con un portal que le permita entrar en tu cerebro y transformarse en ti durante los quince minutos previstos por Warhol, no seas John Malkovich.

– Mauricio Montiel Figueiras

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