El Otro digital
En algรบn lugar remoto o quizรกs abrumadoramente cercano, se agrega toda clase de informaciรณn sobre nosotros: nuestras compras, formas de pago, hobbies, empleo, suscripciones, preferencias sexuales, visitas a sitios reales y virtuales, enfermedades, temores, agenda de conocidos, interacciones en lรญnea con amigos y extraรฑos, opiniones polรญticas (en 140 caracteres o menos), dieta y todas las fechas relevantes en nuestras vidas. Si de algo podemos estar seguros es que varios servicios de recolecciรณn de datos engullen y clasifican gigabytes de informaciรณn cada segundo para rastrear y reconstruir mapas de consumo, costumbres y emociones de todos y cada uno de los cibernautas. Estos sistemas fabrican, a la manera del doctor Frankenstein, monstruos con fragmentos de nuestra cotidianidad, de nuestra historia y hasta de nuestras confesiones mรกs รญntimas. Estos espectros de informaciรณn conforman a ese Otro que usan los gurรบs de mercadotecnia para optimizar la economรญa.
El lugar donde se ensambla el Otro tiene el nombre etรฉreo de la nube o the cloud, y mรกs que un recinto celestial suele ser una granja de datos: galerones repletos de servidores y equipo de aire acondicionado, donde se almacenan estas enormes cantidades de informaciรณn. Si pudiรฉramos visitar esa nube y confrontar a este doppelgรคnger de lo que somos, fuimos o seremos quizรกs sentirรญamos lo que Borges describe en su relato “El otro”: “รramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podรญamos engaรฑarnos, lo cual hace difรญcil el dialogo.” Podrรญamos sorprendernos, rebelarnos o conformarnos con ese espectro de datos creado para afinar anuncios y campaรฑas publicitarias enfocadas en blancos especรญficos, pero no hay forma de erradicarlo ni cuestionarlo ya que su existencia en la vertiginosa economรญa digitalizada es hasta cierto punto mรกs real que nosotros mismos. Las revelaciones del espionaje masivo por agencias como la NSA y la GCHQ de que somos objeto todos los que usamos internet, telรฉfonos y prรกcticamente cualquier medio de comunicaciรณn resultan impactantes y representan una injustificable violaciรณn de nuestra privacidad. Sin embargo, la informaciรณn que alimentamos nosotros mismos a la nube por negligencia, por diversiรณn, por error o por ingenuidad puede ser mรกs comprometedora que aquella que es obtenida mediante actos clandestinos de espionaje. Como dice Evgeny Morozov: “El KGB solรญa torturar gente para obtener este tipo de informaciรณn, hoy todo estรก disponible en lรญnea.”
En 1998 Erik Davis escribiรณ: “El momento en que tienes la nociรณn de que realmente somos informaciรณn en vez de cuerpos o almas, entonces tienes la posibilidad de tecgnosis.” Ese Otro fabricado con algoritmos estadรญsticos adquiere cualidades casi sobrenaturales en la imaginaciรณn de una รฉpoca de renovado gnosticismo y rechazo del materialismo. Este ser proteico podrรญa ser transformado en una entidad consciente en el momento de iluminaciรณn ciberdivina que los creyentes, como Ray Kurzweil, denominan la singularidad: el instante en que la informaciรณn alcanzarรก el punto crรญtico para adquirir consciencia y los Pinochos digitales se liberarรกn de sus hilos para reclamar el planeta por ser la especie dominante.
La turba sabia
La singularidad no es el รบnico mito de la era digital. El entusiasmo por las posibilidades que ofrece el ciberespacio ha llevado a algunos a creer literalmente en la idea de la mente de colmena o de enjambre que pregonaba entre otros Kevin Kelly (director ejecutivo y cofundador de la revista Wired), en su libro Out of control, de 1994. De acuerdo con esa visiรณn, cada individuo frente a su monitor se transformaba en un elemento-neurona de una mente planetaria que, como habrรญa dicho Ludwig von Bertalanffy en su Teorรญa General de los Sistemas, es mรกs que la suma de sus partes. Esto hacรญa imaginar que el enjambre tenรญa propiedades emergentes, como una especie de sabidurรญa y clarividencia de las multitudes. Por simple estadรญstica la visiรณn de la masa tenรญa que ser mรกs acertada que la del individuo. Esta paradรณjica visiรณn pseudosocialista en un contexto hipercapitalista (como es el consumo de alta tecnologรญa) hacรญa a un lado la certeza histรณrica de que las turbas rara vez tienen razรณn y apostaba por una masa iluminada que podรญa tener mejor juicio que el individuo. Visiones como esta han creado una ilusiรณn de igualdad que ha propiciado la devaluaciรณn de la creatividad, un fenรณmeno que se ha enquistado en la cultura de internet. Esto es, que se asume que el artista, el mรบsico y el pensador no tienen por quรฉ ser recompensados por su trabajo, sino que deben ofrecer su creaciรณn de manera gratuita, como hace el resto del mundo, y en cambio deben concentrar su interรฉs en encontrar maneras de ganar dinero a travรฉs de anunciantes o al vender productos promocionales como camisetas, tazas, termos o llaveritos.
Somos (literalmente) lo que consumimos
En el mundo de las redes sociales estamos ante un dilema sin precedentes, en donde el cliente es a la vez el producto. El usuario o cibernauta crea contenido simplemente al describir sus emociones, al contar sus experiencias y al exponer su universo imaginario. Las redes sociales ofrecen รกgoras y espacios para que la gente comparta ideas, discuta prejuicios y produzca sin esperar nada a cambio mรกs que el eventual reconocimiento en forma de likes y comentarios amables. Estos servicios se encargan de convertir en mercancรญa y de hacer circular esas impresiones y voces al explotar su diversidad, que va de lo formal a lo improvisado, del exabrupto infantil y estรฉril a la reflexiรณn profunda y acadรฉmica. Este proceso tiene ademรกs la funciรณn de aniquilar el concepto de autorรญa.
Las grandes corporaciones que dominan el universo digital, como Google, Facebook y Yahoo, aseguran que estamos avanzando hacia una era de total transparencia, fantรกstico bienestar y comodidad, donde los servicios y los bienes seguirรกn abaratรกndose, al seguir el ejemplo de la cibereconomรญa, hasta alcanzar el proverbial precio cero. Sin embargo, para llegar a ese paraรญso digital de apertura y generosidad estas empresas (que se han enriquecido hasta lo inverosรญmil) parten de la nociรณn de que la informaciรณn es poder, por lo que necesitan recolectar cualquier dato imaginable de todo el mundo. La ilusiรณn es conquistar nuestra identidad al clasificar y desmontar nuestras fortalezas, gustos y debilidades. Si el mundo se reduce a un megamercado digital, el cibernauta renuncia a ser ciudadano y tan solo puede ser productor y consumidor de contenido. Gmail escanea el contenido de nuestros correos para enfocar a sus anunciantes (esos misteriosos anuncios de Viagra no estรกn ahรญ por casualidad), Yahoo hace lo mismo y, si bien Apple no ofrece (aรบn) anuncios a la medida del cliente, en cambio rastreaba todos los movimientos de los usuarios de sus dispositivos mรณviles con el Unique Device Identifier (UDID) que permitรญa a los anunciantes saber cรณmo, para quรฉ y en dรณnde se usaba el dispositivo; la informaciรณn se almacenaba en un archivo secreto y escondido que automรกticamente se copiaba en iTunes, al alcance de la empresa. Tras numerosas quejas Apple se vio obligado a eliminar el UDID, sin embargo lo reemplazรณ por el Identifier for Advertisers (IFA), el cual puede ser apagado (si uno sabe que existe).
Cerebros electrรณnicos y procesadores hรบmedos
Desde tiempos anteriores a internet el ordenador podรญa considerarse una “mรกquina metafรญsica”, como escribiรณ Sherry Turkle: un dispositivo que moldea la manera en que definimos lo inerte y lo consciente, y al que nos referimos como si estuviera vivo, como si tuviera estados de รกnimo y deseos. A la vez es comรบn que hablemos de nosotros mismos como si fuรฉramos entidades programables, mรกquinas de carne y, siguiendo con esa lรณgica, que pensemos en internet como si fuera una entidad semiconsciente. Aunque este proceso de asimilaciรณn a un ecosistema cรญborg no es tan nuevo, seguimos confrontando una variedad de interrogantes que no han sido resueltas. Debido a las mitologรญas que rodean al ordenador no hemos despejado la confusiรณn respecto de cรณmo comportarnos en diversas interacciones humanomaquinales. En la era del Wi-Fi el terreno de ambigรผedad se ha extendido a todos los aspectos de lo cotidiano y en particular se han vuelto muy complejas las posibilidades de la intimidad (¿es aรบn posible el sexo sin texto y el coito sin webcam?). En 1995 Turkle apuntรณ que las tecnologรญas de comunicaciรณn creaban una ilusiรณn de control y seguridad; hoy los nuevos cรณdigos sociales y la realidad tecnosocial que se construyen dรญa a dรญa han hecho de toda interacciรณn entre dos un mรฉnage ร trois que incluye a nuestros dispositivos en el papel de interlocutores, jueces y voyeurs.
Should I send a pic of my penis?
En los aรฑos setenta, los padres se preocupaban por el efecto de la televisiรณn en los niรฑos, en la dรฉcada de los noventa corrรญa el pรกnico de los efectos de los videojuegos y en el siglo XXI las inquietudes radican en el miedo a una cultura moldeada por Twitter y a que los memes frenรฉticos de Tumblr sustituyan a la lectura. Ya no nos preocupa que los menores vean revistas pornogrรกficas, sino el hecho de que hagan sus propias producciones pornogrรกficas y las distribuyan en el mundo con tan solo subirlas a la red. En cierta forma nuestra relaciรณn con los medios digitales recuerda el desconcierto que trajo el telรฉfono domรฉstico cuando reciรฉn comenzรณ a popularizarse. ¿En quรฉ ocasiones usarlo? ¿Cรณmo dirigirse a una persona invisible sin saber su posiciรณn social o edad?
Las redes sociales son la arena de encuentro, discusiรณn, gozo y fraternidad entre amigos y friends en donde se redefine hoy el concepto de individuo. Pero este parque de recreo digital es tambiรฉn un espacio hostil, infestado de criminales y trolls tรณxicos capaces de saquearnos o de escribir las aberraciones mรกs increรญbles. Este es un territorio en donde la precauciรณn, la mesura y el autocontrol son frivolidades irrelevantes. La principal complicaciรณn que imponen estos espacios de coexistencia es que no hay precedentes en cuanto a las normas de etiqueta que los rigen. Las reglas se escriben y reescriben dรญa con dรญa, por tanto no hay un veredicto respecto de cuestiones como el tiempo que una persona puede pasar mirando la pantalla de su telรฉfono celular en una cena romรกntica, cuรกndo y dรณnde es apropiado el sexting, o bien, quรฉ malas noticias se pueden dar por mensaje de texto: ¿Rompimientos amorosos, despidos del trabajo, muertes de mascotas, la confirmaciรณn de que un aviรณn se ha perdido en el ocรฉano y nadie a bordo ha sobrevivido? Y por supuesto que nadie tiene la respuesta al dilema clรกsico de nuestra era: ¿Debo mandarle una foto de mi pene a la chica que me gusta? A estas cuestiones debemos aรฑadir una mรกs inspirada en el epรญgrafe de Borges: ¿Al recordarnos, seguiremos encontrรกndonos con nosotros mismos? ~
(ciudad de Mรฉxico, 1963) es escritor. Su libro mรกs reciente es Tecnocultura. El espacio รญntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).