El lituano Rimaldas Viksraitis es uno de los fotógrafos más interesantes del panorama actual porque vive al margen. No habla inglés, no utiliza internet, no tiene correo electrónico. Un día común y corriente de Viksraitis transcurre en su pequeña granja, ubicada en la periferia lituana donde ha vivido la mayor parte de su vida. Cuida de sus animales y de su huerto. Hace tareas agrícolas que también documenta en fotografías reunidas en las series Niños de la granja (2003) y Sueños de la granja (2004) Son escenas de campesinos sembrando y recolectando, alimentando gallinas, patos y gatos, con la crudeza propia de la carencia de pose: la anciana del bastón que descansa con el nieto, el hombre con muletas, las dos mujeres que arrastran juntas y con gran esfuerzo un carromato cargado de tubérculos, la anciana de rodillas sobre la tierra, agotada. A estas series las precede otra más antigua, Matanza, sobre la matanza manual del cerdo, realizada durante varios años a principios de los ochenta.
A pesar de esa marginalidad, Viksraitis ha sido, y sigue siendo, un fotógrafo de culto. Ha cautivado, entre otros, a Martin Parr, tótem de la fotografía a medio camino entre el periodismo y el arte. Miembro de la agencia Magnum y muy crítico con el actual mundo del arte, Parr se adentró en el archivo de Viksraitis, como quien abre la puerta de su granja, y realizó una selección inicial, que ahora se expone en Muecas del pueblo cansado,* inaugurada en la Fundación Antonio Saura de Cuenca, dentro del marco del festival PHotoEspaña 2011.
Dueño de una intuición que parece convertir en extravagante la cotidianidad del campo, en realidad forma parte del entorno, es uno más entre quienes protagonizan sus fotografías. La ventaja verdadera de esta condición es que sus “sujetos” también le reciben como uno más. Son sus amigos, sus vecinos. Le abren la puerta las mañanas de trabajo y las tardes de juerga. Es bienvenido. Viksraitis no parece desaprovechar estas ocasiones, aunque, por la cantidad de fotografías disponibles (no tiene demasiada producción, al menos publicada), seguramente participa más de las celebraciones como otro más que bebe y charla despreocupado que como notario de lo periódico y lo usual.
En Muecas del pueblo cansado predominan las escenas familiares. El título de la exposición corresponde a una serie hecha desde mediados de los noventa hasta 2004, de la que hay expuesta una treintena de obras, la mayoría vintage en formatos de 30 x 40 cm. aproximadamente. En esta serie se desarrolla un trabajo sobre la desnudez, física pero también metafórica. Un tratado de la humanidad a la intemperie. Los personajes aparecen en su entorno natural, el mismo mundo rural de sus otras series, aunque aquí predominan los espacios cerrados, la intimidad. Individuos rodeados de sus viejas estufas y cocinas de leña, sus utensilios de trabajo, sus mesas descascarilladas. Y de sus seres amados. Viksraitis conoce muy bien a todos los retratados, son parte de su comunidad. Conoce el nombre de cada uno, según dice su amigo Gintaras Česonis. Y muchas de estas personas, convertidas en personajes atemporales gracias al lente del autor, han muerto. Esa es la razón por la que esta serie ya ha terminado. Y también es lo que le diferencia de autores anteriores, como Diane Arbus, que persiguió a los marginados para nutrir su obra. Viksraitis no los busca, no se adentra en reclusorios para enfermos mentales tras sus “muecas”. Él solo tiene que despertar y levantarse de la cama.
Debido quizás a ese manejo pausado del tiempo que existe en los lugares donde la información no satura y los electrodomésticos no regalan ocio, Viksraitis ha desarrollado un pulso que no necesita artificios técnicos (ahora utiliza una Canon EOS 500 pero antes usaba una cámara rústica y barata, de la marca soviética Smena). Capta con precisión los momentos en que sus personajes aparecen desinhibidos y sonrientes. Estas instantáneas provocan, a primera vista, inquietud, como todo retrato de la Europa profunda, desconocida, ajena a lo que se juega en las ciudades, pero afectada por aquellas decisiones. Y en el campo lituano, virgen de subvenciones en el momento en que Viksraitis lo retrató, se vive sumergido en ese atraso tecnológico.
A gran parte de las fotografías las une un hilo conductor: el comportamiento lúdico. Cuando se come, los manteles sobre el césped rebosan comida; cuando se bebe, se vacían las botellas de vodka; cuando se baila, se toquetean los cuerpos. Cuando una mujer está desnuda, su pareja goza de su pecho. Un espectador que viva en la ciudad acostumbrado a ver las pasarelas de moda en el telediario puede sorprenderse con la enorme carga erótica que contienen esos cuerpos pálidos y fláccidos; las nalgas con celulitis, los senos colgantes, los cabellos despeinados.
Sobre este aspecto, Martin Parr, que le postuló para el Prix Découverte de Arlés para Nueva Fotografía, escribe: “Los modelos de Viksraitis también parecen disfrutar quitándose la ropa. Supongo que la cerveza casera y las temperaturas más bien cálidas ayudan, ¿o tal vez sea que todos ellos hacen el amor con frecuencia?” En la exposición hay un par de imágenes reveladoras de la belleza rural, como “Olor de una mujer” (1997), donde un macho cabrío se acerca al cuerpo de una mujer desnuda y sorprendida; o “Amor” (2001), en la que una pareja se ama sobre una cama tan herrumbrosa que se puede imaginar los chirridos. No obstante, se echan de menos desnudos como “Auto-striptease”, “Trucos de primavera” o “Golosa”, realizados a mediados de los noventa y publicados en secuencia en el libro Rimaldas Viksraitis. Fotografíjos 1976-2001 (Kauno Meno Fondas, 2002), el más personal del autor, según afirma él mismo, por haber participado en todo el proceso.
Aunque el autorretrato esté ausente –con alguna excepción– de su obra, hay algo de Viksraitis en cada una de sus imágenes. Nació en el pueblo Sunkariai (que ahora se llama Valakbudis) en 1954, comenzó a fotografiar en 1971 a sus amigos y familiares, estudió fotografía y se dedicó a hacer fotos en bodas por dinero, al tiempo que realizaba sus series fotográficas. En la exposición Muecas del pueblo cansado, comisariada entre Parr y Anya Stonelake también pueden verse varias fotografías de Sueños de la granja, fechadas entre 1979 y 2005, y alguna de Muecas del invierno (1998) y El final del camino (1989), lo que permite hacer un paneo, un breve recorrido, por su trayectoria artística.
En el libro Vienkiemio godos (“La vida en la granja”, 2004), Viksraitis escribe unas líneas que resumen el tema fundamental de su obra:
Si abrimos las puertas de las granjas es fácil encontrar a gente inválida, a la que hoy llamamos discapacitada. Nos sorprende verles cortando madera o ver a una anciana tímida llevando una carretilla repleta de la reciente cosecha, o también ver a niños tan curiosos y alegres como lagartijas, que llenan el pueblo con su alboroto y jaleo. Estos son los personajes de mis fotografías: llevan su cruz sin quejarse de su suerte. Esta es la vida en la granja.
En estas fotografías existe una narrativa visual que, como ya en su tiempo pasó con Robert Frank, con su serie The Americans, y W. Eugene Smith, con Country Doctor, construyen un imaginario que no tardará en pasar al cine y de ahí al inconsciente colectivo. Las granjas del viejo continente, previas a las leyes y subvenciones de la Unión Europea, serán tal como las retrató Viksraitis, en un ejercicio de metonimia, magnífico pero no fiel, en el que la parte lituana se interpreta como el todo rural.
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(Lima, 1970) es escritor y periodista. Su último libro es la novela Tiempo de encierro (Lengua de Trapo, 2013).