Sesos a la romana: la felicidad está en la cabeza

Can Vilaró es un restaurante de barrio en uno de los pocos barrios que quedan en Barcelona y morirá el día en que TimeOut o Lonely Planet o Wallpaper o CNN se enteren de su existencia.
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Ahora que los días son más largos y el verano se anuncia en las piernas sudadas del gordo con bermudas Barcelona revela su verdadera vocación de terminal aeroportuaria. Sean familias latinoamericanas inaugurando Europa, grupos de colegiales asiáticos recién graduados o solteras suecas –aún no las he visto, pero ya llegarán– en busca de toros, la ciudad se deforma poco a poco bajo la mirada de Gaudí. Barcelona, ese parque temático de la luz. Barcelona, esa ciudad que convertiremos en hoguera para que en ella ardan todos los redactores de guías de viaje.

En el pasado ya he escrito sobre trabajos inmorales como matar a la mamá de Bambi, pero por encima todos está lo de escribir esas guías desde el anonimato. Es más, ¿conocen ustedes a alguno de esos infelices?

Pensé en ellos mientras comía un plato de sesos de cordero a la romana en Can Vilaró, restaurante pequeño y lleno de catalanes que sirve riñones desde las ocho de la mañana en una esquina del desvencijado mercado de Sant Antoni. No escuchas una palabra en castellano, mucho menos en inglés, el menú tiene un trozo de papel con algunos platos del día escritos a mano y se nota que aquí nadie se ha enterado de las últimas tendencias del diseño de interiores. Can Vilaró es un restaurante de barrio en uno de los pocos barrios que quedan en Barcelona y morirá el día en que TimeOut o Lonely Planet o Wallpaper o CNN se enteren de su existencia. Así también se va muriendo Barcelona.

Muere aquello que vende la posibilidad de ser felices sin causa ni consecuencia. Mueren las ciudades atadas a la experiencia indolora del viaje. Mueren los restaurantes que no exigen sino dinero de sus comensales. La parca es una guía de viajes.

Los grandes platos y los grandes lugares requieren ensayo, error, confianza, afecto. A Can Vilaró vine una mañana a comer butifarra negra y bacalao con un escritor catalán que me explicó que el dueño es el hijo del dueño anterior y que todo el negocio está en manos de la familia y que aquí sirven los platos que se servían durante la pobreza de la posguerra. Ha tiempo ya.

Hígado, callos, tripas. Cortes lujosos, casi ninguno, y si se trata de cocinar al animal de la mansedumbre, al favorito de los dioses, el protagonista no es el costillar sino el cerebro. Lo limpian, le quitan la sangre, lo llevan a agua hirviendo con un poco de sal, lo sacan y lo dejan enfriar, lo cogen, lo dejan enfriar otra vez, lo cortan en pedacitos: harina, huevo, sal y a freír. Unos minutos, pocos minutos. Un cerebro está bien cocinado si a pesar del calor prevalece su textura untable. Estos sesos son una mantequilla.

A mi lado dos viejitos parecen venir por primera vez.

¡Pero si esto es lo que hacía mi madre!

¡Ya no hay comida como esta en ningún lado!

Es conmovedor escucharlos recordar los años en que prohibieron su idioma, cuando las calles del Born llenas hoy de tienditas amalgamadas olían a mierda de vaca y leche agria. Ese es el tiempo que permanece en estos platos, este es el cerebro del cordero de dios. Si los redactores de guías de viaje tienen una segunda oportunidad en el más allá será porque la misericordia es eterna y los estafados por las guías de viaje nunca se enteraron del engaño.

Por mí, que todos se vayan a la hoguera. Menos las suecas, que nadie toque a las suecas.

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Periodista. Coordinador Editorial de la revista El Librero Colombia y colaborador de medios como El País, El Malpensante y El Nacional.


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