Siempre hay una primera vez

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Nunca me había pasado. Llevo dos años y medio viviendo en Madrid y antes de eso varias, muchas veces, estuve en Europa y nunca tuve necesidad de mostrar a un inspector el boleto del transporte público.
     El año que estuve yendo a Berlín me asombraba de que no hubiera necesidad de pasar el billete por ningún control. Sólo había que tenerlo, con que uno supiera en su fuero interno que había pagado era suficiente y la legalidad estaba garantizada con asumir tu responsabilidad sin coacción ninguna, pero ay de ti si no lo tenías y pretendías defraudar al sistema de transporte; si un inspector te lo pedía y carecías de él, además de la alta multa a que de forma inconcusa te hacías acreedor, te inscribían en la lista de extranjeros indeseables, o al menos eso me dijeron mis hijos, quizás preocupados por mi educación cívica y moral.
     El año pasado —qué curioso, hace justo un año, y también hacía frío pero yo no llevaba el mismo abrigo—, en Bruselas, tomé un autobús y pagué el importe al chofer, sin percatarme de que la mecánica de pago consistía en que el conductor recibía el importe del pasaje y le daba a uno un billetito que había que introducir en una alcancía electrónica; yo me guardé el papelín en la bolsa, satisfecha mi conciencia con haber pagado el importe; luego me enteré de que tenía yo un boleto libre para hacer otro viaje porque no había cumplido con el ritual de la decencia, que por desconocimiento infligí. Cuando me enteré de lo que había hecho traté de imaginarme la situación: “Mire usted, yo llegué ayer a Bruselas, es el primer transporte público que uso (todo esto, claro, en francés, tartamudeante y pedregoso ante un inspector por lo menos, sino es que ya ante la policía en pleno), sí pagué, aquí está la prueba, sólo que no sabía que había que pasar el boletito por la machinne…, tenga, se lo doy, no se puede pensar que por una cantidad tan irrisoria un señor de mi edad…, puede usted ver mi pasaporte, está en regla, no estudié ninguna carrera pero soy un hombre honrado, en mi embajada se lo pueden decir…”
     —Chin, no traigo pase —me dijo María Cortina, cuando se abrían las puertas del vehículo rojo como labios pintados en el Paseo de la Castellana.
     —No importa, yo te lo disparo —le contesté, y luego de saludar al chofer introduje dos veces el boleto en el contador electrónico—.
     Se rió María con esa risa suya tan fresca y contagiosa, divertida por el rescate de una forma de ofrecimiento que hacía años, dijo, que no oía: “Yo te lo disparo”. Porque disparar, para los mexicanos, no sólo es activar el percutor de un arma e inducirla a expeler su munición contra algo, o contra alguien, sino activar la voluntad y salir primero al paso de un gasto de otro poniendo por delante la generosidad. “Yo disparo las copas”, “Dispárame un refresco”, “Ora, cuates, ¿quién dispara las viejas?”
     Pues muy sonrientes íbamos hablando de eso y de lo transparentes que se nos hacen algunos gestos y acontecimientos de la política española luego de ver y vivir la mexicana, que es tan condimentada y picante, en contra de lo reseca y áspera que nos parece a veces la española, y lo transparente que es el cielo y el aire de esta ciudad en donde tan a gusto se vive, a pesar de que no está libre de sus buenas capas de contaminación por el dispendio bárbaro de coches particulares, cuando un señor de abrigo —todos íbamos de abrigo, era enero— muy sonriente, como contagiado con nuestra relajada plática o como queriendo entrar sin lastimar a lo que notó claramente ser un cuerpo de dos muy desapercibido y, por lo tanto, en riesgo,
     —¿Me permiten sus billetes? —dijo, tratando de no alterar el tono de nuestra conversación, como si estuviéramos ya de antes hablando con él y fuera su momento de intervenir. Tal debiera ser siempre el tono en que se aborda al prójimo y no la resonante potencia con que en estas calles suelen dirigirse los unos a los otros. Fue tan poco irruptora y tan natural y eficaz su intervención que con toda tranquilidad saqué del bolsillo el taloncito y se lo mostré: tenía el doble sellado del importe del trayecto que hacíamos. Casualmente era un talón de diez viajes y esos eran los primeros dos que usaba, así que se veían las pequeñas marcas de la máquina en el dorso rosado del billete con una limpieza virginal que el inspector revisó sin dejar traslucir la más pequeña indiscreción, sin que en su mirada o en el movimiento de los hombros o en algún quiebre del cuello se fuera a pensar que había entrevisto algo más allá de lo que le correspondía, en estricto sentido de la palabra, ver. Sin perder la sonrisa, el señorcito dio las gracias y siguió pidiendo comprobantes a los demás pasajeros, que no eran tantos porque a las once de la mañana no suelen ir muy concurridos los transportes públicos, tanto que nosotros íbamos cómodamente sentados.
     —Qué raro —dije—, nunca me lo habían pedido.
     —Siempre hay una primera vez —me contestó ya desde la perspectiva de otros asientos, sin alterar el tono, sin salirse de esa especie de plano íntimo que había conseguido establecer con nosotros y con un dejo de complicidad sonriente.
     Lo comprometedor que hubiera sido no haber cumplido con el ritual: en ese momento toda la armonía de nuestra plática de amigos, más el bienestar de la mañana fresca y transparente, más la observación de que los humanos nos comportamos de diferentes maneras en diferentes lugares pero esencialmente somos iguales, hasta en la política, más los planes de vida de que íbamos hablando, más la belleza de los jardines que bordean el Paseo, más la solidez esforzada de mi moral cívica, más la intervención delicada y casi diría quirúrgica del inspector, habrían estallado en vísceras agrias y hojadelatas chirriantes. De la que nos salvamos. ~

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