A fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados liberaron Roma, encontraron una reliquia en George Santayana (1863–1952), nacido en Madrid y educado en Harvard, un rarísimo caso de “huésped del mundo”, filósofo estadounidense y según su propio deseo, español hasta el fin de su vida. Life, en una crónica que atrajo a una pequeña legión de admiradores, fotografió a Santayana leyendo, en un parque romano, un libro del que, según el periodista, el filósofo iba arrancando cada página una vez que la leía. El detalle es falso pero refleja el toque de excéntrico un poquitín enloquecido que nimbó a la figura de Santayana, recordado por el gran público por una frase (“quien no conoce el pasado está condenado a repetirlo”) que ilustra mal o muy mal su pensamiento, dándole un tono de reconvención moral que le es extraña.
Entre quienes visitaron a Santayana, hospedado en el Convento de las Hermanas Azules, estuvieron Edmund Wilson, Robert Lowell y Gore Vidal, todos ellos atraídos por el cenobita que profesaba de anticonformista. Era el gran filósofo que había abandonado Harvard en 1912 para vagar libremente, según dijo, como un rinoceronte, por la llanura europea. Las estaciones de su vagabundeo (nada menos parecido a un peregrinaje) las conocen los lectores de El último puritano (1936), su autobiografía en forma de novela y de Personas y lugares, sus recuerdos que cabe calificar de maravillosos: Boston, Gottinga, Ávila. Su simpatía, acaso inofensiva, por Franco y Mussolini, predisponía a los curiosos. Antes de la guerra, Ezra Pound había votado por Santayana como uno de sus candidatos a reformador de la cultura, lo cual no era una buena recomendación. En esos días crepusculares en los que fue célebre, Santayana bromeaba con que él, como el Papa, recibía muchas visitas que no estaba obligado a devolver. No a todos sus visitantes les dejó Santayana una buena impresión. El radical Max Eastman lo ridiculizó y dejó entrever públicamente la homosexualidad del filósofo, al grado que éste dejó de recibir y de conceder entrevistas.
Pero la moda pasó y en 1997, H.T. Kirby–Smith, uno de sus biógrafos y de quien he tomado algunos de los detalles antedichos, se quejaba de que Santayana aparecía poco en el incipiente Internet, siempre por debajo, de los teóricos y de los retóricos franceses. A Santayana, antes, lo ignoraron los existencialistas, con los que algo tenía que ver y la filosofía analítica, malquistado como estuvo con Bertrand Russell, lo menospreció. En español, debe decirse, el aprecio por Santayana, desde José Ferrater Mora hasta Fernando Savater, ha sido constante y circulan, reeditados o en nuevas traducciones, casi todos sus libros. En México, además, tuvo Santayana a un lector de primera, el Emilio Uranga de las Astucias literarias. Por lo demás, quejarse de que Santayana es impopular es un sinsentido y hasta un agravio: no puede ser muy popular quien se destaca por su cordura.
La estima de Santayana no ha cesado de aumentar en la última década: el pensamiento neoconservador y el viejo liberalismo han salido en su búsqueda. Russell A. Kirk, característico entre los conservadores en los Estados Unidos, ha comparado a Santayana con Estilpón, un socrático que frente a Demetrio, saqueador de Megara, que le ofrecía una reparación, dijo que a él sólo se le podía quitar su elocuencia y su saber. El paralelo no es muy eficaz, porque a Santayana no le interesó retar a los poderosos del mundo pero muestra otro de los atractivos del inquilino de las Hermanas Azules, su indiferencia ante esa historia cuyo desconocimiento nos condenaría a la repetición. A Gore Vidal, quien le pidió, periodísticamente, su parte como testigo del sangriento siglo XX, Santayana le respondió, desdeñoso, que habiendo nacido al final de la guerra de Secesión y siendo ya muy viejo, sólo le habían tocado nueve años de guerra, que le parecía pocos para una larga vida.
Filósofo literario o novelista filósofo: así se le llama a Santayana, practicante de un pensamiento que en algunos de sus libros es cordial y hospitalario (Diálogos en el limbo, por ejemplo) aunque ese trato acabe por ser ilusorio para quienes carecemos de una formación filosófica. Santayana concede que el menos académico de sus lectores está del todo familiarizado, para empezar, con los presocráticos y con Platón. Su filosofía, lo que me consuela, está estrechamente ligada a la crítica literaria y, leer Tres poetas filósofos (1910) o Interpretaciones de poesía y religión (1903), no sólo entusiasma al lector de literatura, sino que aparece y no se va nunca el apetito por su filosofía: yo leo y releo Escepticismo y fe animal (1923) y entre menos entiendo más feliz soy.
De las visitas rendidas a Santayana y luego rememoradas por escrito, la de Wilson, publicada en The New Yorker en 1945, es la primordial. Éste último no oculta que su visita se debe a un equívoco, el envío de un ejemplar autografiado de Personas y lugares (cuya primera parte apareció en 1944) que el filósofo no recordaba haberle firmado ni enviado. Wilson encuentra a su anfitrión, a la vez, femenino y felino, y registra lo que el viejo estaba leyendo, no sólo Aristófanes, sino Jane Austen y una novelista victoriana olvidada, Charlotte Younge. Que esas fueran sus lecturas de vejez resulta lógico cuando se leen sus ensayos literarios, caracterizados por un espíritu cómico cuya pureza aristofánica lo capacita para entender a Dickens perfectamente. Frente a Wilson, no se cansa Santayana de alabar a Dickens como el verdadero vino, el más tonificante.
La modesta pieza de Santayana en el Convento de las Hermanas Azules sorprendió a Wilson, quien siempre cierra sus crónicas con un detalle notable y conmovedor y en esa ocasión, resalta la pequeña cama individual de Santayana desde la cual el filósofo piensa en la enormidad de la mente humana. A Santayana, dice Wilson en The Forties (1983), era difícil imaginarlo preocupado por la muerte.
(publicado previamente en el suplemento El ángel de Reforma)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile