La analogía se me vino a la cabeza por primera vez en 1996, cuando vi la pieza que Jenny Holzer había producido para el ayuntamiento de Turín. Sobre el colosal lienzo de muro que contiene el curso del río Po, aparecía un gigantesco letrero luminoso que decía: "No lo soporto", y también: "Estoy perdiendo el tiempo". Aquellas frases descendían en línea directa de los montajes conceptuales de Baldessari, de Kossuth, de Barry, sobrios, desnudos, esenciales, tan típicos de los años setenta, cuando Vietnam definía el horizonte artístico. En comparación con aquellas rigurosas piezas en letraset, las monumentales frases de Holzer me sugerían las fastuosas construcciones imperiales de la Roma terminal.
Así como la Roma republicana había edificado monumentos severos y rigurosos, así también y con la misma energía los romanos de la decadencia habían adornado su imperio con un arte grotesco y ornamental. El rótulo de Holzer, pagado para un fasto municipal y turístico, tenía el aire trivial y espectacular de la decadencia romana. Pensé que los viejos republicanos, los ascetas de los años sesenta, sentirían una profunda repugnancia por aquel despilfarro. Más tarde he tenido esa misma sensación al comparar los sacrificios físicos de accionistas como Nitsch o Brus, también en los años sesenta, con las efectistas intervenciones quirúrgicas a todo color de Orlan (my body is my software). El paso de una liturgia primitiva y cruel al entretenimiento televisivo de la humillación pública.
¿Un arte imperial, entonces, el nuestro? ¿Un arte decadente? La palabra, sin embargo, es antipática. Calculo yo que su ascendiente más moderno es Vasari, cuando, para explicar su sentimiento de inferioridad ante Miguel Ángel, inventa esa etapa de trivialización formal que nosotros llamamos "manierismo". En esos tránsitos, las formas esenciales pierden su justificación intelectual y su fundamento creativo, y entonces la esterilidad se viste de gala. Si los antiguos helenos habían inventado la suprema línea del kylix, nosotros, decadentes, fabricamos kylix de oro y ónice para disimular nuestra impotencia.
Las formas de los fundadores se repiten, pero sin vida, sólo con el añadido corporal de los materiales preciosos.
La idea es atractiva y tiene múltiples aplicaciones. El conjunto de alvéolos resplandecientes de Frank Gehry, objetos imperiales y populistas construidos con metales preciosos, por ejemplo. O el cine de Almodóvar, que rescribe el melodrama clásico, pero allí en donde antes agonizaba una mujer atormentada, ahora figura un tranquilizador drag-queen. Sin embargo, es una idea peligrosa porque vicia el análisis haciéndolo partir de un prejuicio: todo lo decadente es despreciable.
Como casi siempre, W. Benjamin tiene algo que decir al respecto y lo dice con toda claridad en su célebre trabajo inconcluso sobre las galerías comerciales (Passagenwerk), hacia 1935: "No hay tal cosa como periodos de decadencia". Y se exhorta a sí mismo: "Trata de ver el siglo XIX con la misma mirada afirmativa con la que estudiabas el siglo XVII, cuando escribías tu trabajo sobre el drama". Benjamin sabía que la palabra "decadencia" está cargada de peligroso moralismo, superiormente expresado en la exposición de Hitler sobre "Arte degenerado" (Entartete Kunst) donde logró reunir, muy a pesar suyo, lo mejor del arte de su tiempo. Conocía, además, la obra de Riegl sobre el ornamento en la época de la decadencia romana, y admiraba la capacidad del teórico para extraer riqueza de una mina aparentemente miserable.
Así que, si bien la imaginación artística actual produce una tediosa sensación de manierismo, también es cierto que nos abre la posibilidad de estudiarla en busca de una peculiar condición manierista, la de nuestra sociedad imperial. Porque otro arte al que interrogar sobre el delirio contemporáneo, sencillamente, no existe.
No es fácil, sin embargo, superar la repugnancia y conceder a los artistas del imperio un trato que sólo se merecen los ascéticos, los vigorosos guerreros republicanos, inventores de formas y significados que aún perduran. –