Concierto de Springsteen en Barcelona, 24 de octubre de 2006. Despuรฉs de salvar mรกs de quinientos kilรณmetros y de pagar 65 euros por mi entrada (mรกs nueve de comisiรณn), no puedo evitar sentirme decepcionado cuando ubico mi localidad en la grada del Palau Sant Jordi a mรกs de cien metros del escenario. Inmediatamente pienso que, a pesar del esfuerzo realizado, esta noche no verรฉ al Springsteen de carne y hueso, cuya mรบsica me ha acompaรฑado durante tantos aรฑos. Tendrรฉ que contemplar sus gestos en una pantalla de vรญdeo y buscar la referencia de su presencia mirando el escenario, tan lejano que parece una cajita de mรบsica, un guiรฑol donde diecisiete intรฉrpretes del tamaรฑo de una uรฑa meรฑique se moverรกn igual que un grupo de marionetas. Por decirlo claro, tendrรฉ una experiencia virtual producida en el mismo lugar y al mismo tiempo que discurre el acontecimiento.
Y es que en รฉste como en los demรกs macroconciertos, la รบnica posibilidad de disfrutar de la fisicidad de la idolatrada estrella del rock conlleva comerse los codos del vecino en las primeras filas y permanecer dos horas y media apretado al resto de fans de Springsteen, esas criaturas diabรณlicas que cantan en voz alta todas y cada una de sus canciones con el fin de hacer inaudible la propia interpretaciรณn del Boss. Es una opciรณn poco recomendable, de ahรญ que la mayorรญa de los espectadores se resignen a combinar virtualidad y realidad. No supone esto un trauma porque el consumidor de conciertos, veterano y posmoderno, conoce el fenรณmeno. En las primeras canciones la experiencia, sรญ, le resulta un tanto extraรฑa, pero despuรฉs siempre consigue interpretar el cambio de escalas: lo real es esa cosa pequeรฑita con textura material, ese escenario del que se pueden apreciar las estructuras metรกlicas que lo sostienen. Lo virtual es la pelรญcula emitida por las pantallas de vรญdeo, que testimonia visualmente el discurrir del evento. Lo virtual tiene importancia a nivel operativo, porque informa sobre los movimientos de Springsteen en cada instante: cรณmo sonrรญe, cรณmo aprieta los ojos cuando exprime sus cuerdas vocales, cรณmo seรฑala con el dedo a las criaturas diabรณlicas de las primeras filas. Lo real cobra sentido รบnicamente en el plano simbรณlico; asegura haber participado del momento, en lo que tiene de dimensiรณn histรณrica: yo estuve allรญ, donde el Boss, en Barcelona.
En cuanto al sonido, tambiรฉn precisa una descodificaciรณn. En todo concierto de rock, las melodรญas existen y fluctรบan en el estrรฉpito del ambiente (de hecho, sobre ellas se sustenta la eficacia de la mรบsica popular). El รบnico problema es que hay que encontrarlas. En el caso de Springsteen, contra el tรณpico que le seรฑala como el mรกs hortera de los rockeros superventas, sus conciertos los atraviesa un zumbido elรฉctrico que, ademรกs de constatar que el rock constituye una disciplina alborotadora, integra dicho lenguaje musical en el mismo contexto postindustrial que una fรกbrica de coches o el motor de un ascensor. Esta plasta sonora resulta de la adiciรณn de varios instrumentos elรฉctricos a su resonancia en el hormigรณn de los pabellones en los que toca. Ahora bien, el tipo le imprime a su cante una emociรณn y un pico de intensidad como ningรบn otro artista es capaz hoy dรญa. A este factor hay que sumarle el hecho de que la mayorรญa del pรบblico conoce de memoria sus melodรญas (aunque fuera de EE UU pocos entienden sus versos), y que nuestros oรญdos cosmopolitas estรกn mรกs acondicionados para detectar un motor de coche gripado que un violรญn fuera de tono. Con lo que se tiene la segunda paradoja (la primera la genera la virtualidad del vรญdeo): en los conciertos de Bruce Springsteen no se produce mรบsica en el sentido estricto de la palabra, sino una cacofonรญa poรฉtica, un ruido mรกs o menos matizado.
Hasta aquรญ el anรกlisis arquitectรณnico del suceso. Pero es menester hacer otro balance, รฉse que en el rock โno hay otraโ atiende a emociones. Porque resulta altamente improbable que 18.000 personas que no dejan de bailar durante dos horas y media experimenten sentimientos virtuales. Bruce Springsteen se presentรณ en Barcelona con una cobertura instrumental como nunca habรญa tenido. De hecho, sacrificรณ parte de la electricidad en favor de instrumentos de viento. Su interpretaciรณn respondiรณ a lo que se espera de รฉl โun derroche de carisma y de energรญaโ, provocando una alegrรญa espiritual, una euforia รญntima totalmente perceptible por el sistema nervioso de los allรญ presentes. Una vez que los espectadores hubieron aceptado que las instrucciones de uso de todo macroconcierto suponen combinar la emociรณn de estar en el lugar con el disfrute virtual a travรฉs del vรญdeo y con el acompasamiento biorrรญtmico a ese ruido postindustrial llamado rock, pudo materializarse el disfrute. De algรบn modo, el pรบblico sabรญa de antemano que iba a participar de un acontecimiento biรณnico, primo hermano del cine o de internet, cuyo mรกximo exponente es ese muรฑequito de guiรฑol que, a cien metros de distancia, se deja el alma para hacernos sentir que la sofisticada modernidad tambiรฉn puede celebrarse en grupos de 18.000 personas. ~