Las virtudes de la desmesura

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María Fernanda Ampuero

Pelea de gallos

Madrid, Páginas de Espuma, 2018, 120 pp.

Entre las maneras posibles con que uno fantasea poder defenderse de la violencia, siempre me ha intrigado la de provocar asco al posible agresor. En el muy impresionante cuento “Subasta”, de María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976), una trama de ese estilo se desarrolla de manera muy notable, entre el machismo perturbador de las peleas de gallos y las atrocidades nuestras de cada día. Así en los cuentos de Pelea de gallos el asco y las secreciones se ponen en juego como parte de un aliento narrativo que privilegia la vehemencia y la desmesura como estrategias para retratar la de por sí desmesurada realidad latinoamericana. Aquello sucede, por ejemplo, en “Nam”, donde una adolescente descubre su sexualidad en la casa de una compañera estadounidense cuyo padre peleó en la guerra de Vietnam, o “Luto”, donde dos hermanas, Marta y María, celebran la muerte de un hermano sanguinario que, al igual que el padre, ha destruido hasta extremos inhumanos a una de ellas, poniendo a la disposición de los hombres del pueblo su cuerpo cada vez más destrozado. Los cuerpos como masas sanguinolentas producto de la enfermedad, el odio y el abuso, forman monstruos que confrontan al lector y en muchos casos a los propios perpetradores.

La eficacia de esta monstruosidad radica en el ámbito donde se desarrollan estas historias: la mayoría de ellas sucede adentro de casas de clase media en las que la violencia irrumpe y destruye todo, como si sus protagonistas vivieran siempre en el filo de la nota roja, lo cual permite suponer la formación de la autora en el periodismo, ámbito en el que ha recibido gran reconocimiento. Representar la nota roja de maneras brutales, aunque no burdas, es una de las virtudes de Pelea de gallos; en efecto, la prosa de María Fernanda Ampuero imanta al lector, a la vez que envuelve las escenas terribles de cierta aura intimista y paradójicamente evocadora. En varios de estos cuentos, la familia aparece como la generadora de esas desgracias y la juventud se representa como el viacrucis amargo y obligado del que los personajes no podrán salir incólumes. Las historias son llevadas sin falta hasta la sangre, como si el impulso de la violencia no se pudiera detener, ya fuera como verdugos o como víctimas que reaccionan, en una especie de incontinencia absoluta. Las parejas de hermanas o de hermanos que aparecen constantemente en estos relatos (tanto en algunos de los ya mencionados como en “Crías” y “Monstruos”) funcionan como expresión de aquel ambiente claustrofóbico y siempre dañino, una enfermedad irremediable de la que hay que defenderse o que en un punto dado puede llevar a cierta extraña ternura, como la vecina que retorna con el hermano raro y enfermizo de las perfectas Vanesa y Violeta, y que se identifica con él en su fascinación por los hámsteres que se comen a sus hijos. O el incesto desesperadamente protector en “Persianas”, donde la madre atrae al hijo a su sexo diciéndole “de aquí saliste”. La vehemencia de estas historias toca, como de algún modo se podría esperar, lo religioso. Tanto “Cristo” como “Pasión” se asoman a aquel ámbito en el que se refleja todo este sufrimiento en el sacrificio; en el primero, de una Magdalena verdaderamente milagrosa, y en el segundo, del hijo santificado de la ignorancia.

Quizá el afán hasta cierto punto redentor de Pelea de gallos –redentor en el sentido en que busca consuelo en el mismo fondo del horror, en el tirarse de cabeza contra los monstruos– provoca que otros relatos donde la narración apela a la evocación pura o a la burla no resulten, por contraste, tan eficaces como los mencionados; sería el caso, por ejemplo, de “Griselda”, la historia de la vecina que preparaba los pasteles de cumpleaños de los niños del vecindario, o “Coro”, que cuenta una reunión de amigas de la clase alta en la lujosa casa de una de ellas. En este último, la necesidad de probar una tesis pareciera dominar al cuento, aun cuando lo inspire la misma vehemencia que al resto. Lo mismo se podría reprochar a “Monstruos”, la historia de dos hermanitas encandiladas con los cuentos de terror, a quienes la nana advierte que los vivos son más peligrosos que los muertos o “Ali”, en el que la voz narrativa es la de las sirvientas de una casa acomodada. Los medios tonos, más apegados a la crónica, no parecieran convenir a esta narradora, cuyas mayores virtudes provienen justamente de la desmesura y de una prosa que no siempre la salva de ciertos efectismos.

Me llamó la atención que el título del libro, Pelea de gallos, no corresponde a ninguno de los relatos, como suele suceder. Al nombrarlo así María Fernanda Ampuero pareciera emprender su primer libro de cuentos como una apuesta en la que ciertamente sobresale, si bien no deja de narrar la violencia insoslayable, al igual que muchos de sus contemporáneos. ~

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(ciudad de México, 1960) es narradora y ensayista. La novela Fuego 20 (Era, 2017) es su libro más reciente.


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