El Intercity Wawel, que une Cracovia con Hamburgo, tarda diez horas en llegar hasta Berlín. No era el enlace soñado, pero desde la remota Tarnów, donde había descansado unos días, no había una posibilidad mejor. El tren era nuevo y cómodo; los pasajeros eran extremadamente silenciosos y educados, con lo que la cosa resultaba llevadera. Sólo el calor se iba haciendo notar; en Forst, la primera parada en Alemania, aproveché la pausa larga para respirar aire fresco en la puerta. Bromeaba con uno de los policías de fronteras cuando se sumó un pasajero elegante y ya mayor que me había llamado la atención con sus frecuentes paseos por el pasillo. Me preguntó, en muy buen alemán, si estudiaba en Cracovia; le expliqué que volvía de dar unas conferencias en Lublin. Declaró su amor por España, que demostró conocer bastante bien; me preguntó si había estado en Majdanek (el campo de concentración cercano a Lublin). Se interesó aún más cuando le contesté que sí. Como también hablamos de Cracovia, preguntó si había visitado Auschwitz; le dije que esperaba hacerlo en mi siguiente estancia. Entonces sonrió para decir, con ese raro orgullo de la confidencia: “Yo estuve allí”. Tuve la súbita emoción de los momentos largamente imaginados. “Cuatro años de mi vida”, prosiguió, “en Auschwitz y en Buchenwald. Tenía diecisiete años cuando me enviaron allí”. Viajaba ahora, de hecho, a un seminario sobre el tema; me explicó que continuamente imparte charlas y realiza visitas guiadas para los jóvenes polacos y alemanes que visitan sus antiguos lugares de cautiverio.
Hay tópicos que quienes han vivido ciertas experiencias pueden restaurar en su autenticidad originaria. “¿Sabe lo que le envidio?”, me espetó mi inesperado amigo, “que usted es joven y yo tengo ochenta años”. Sin asomo de adulación le hice notar que se mantiene casi asombrosamente joven y que por mi parte envidiaba su sabiduría y su experiencia. “Bah”, descartó con la mano, más jovial que desdeñosamente, “todo se lo debo a Dios y a la ayuda de los camaradas. La amistad, la solidaridad, el apoyo de los camaradas, querido mío: eso es lo que nos sostiene”. Este hombre extraordinario, rebosante de afecto y ganas de vivir, me diría después: “Usted, con su trabajo, ayuda a establecer vínculos entre las gentes. Eso es lo que merece la pena. Llámeme la próxima vez que venga a Cracovia; quizá pueda enseñarle algo. Mi nombre es Sobolewicz. Llámeme, y hablaremos más largamente”. Se disculpó para ir al baño y acudió a buscar a su mujer. En el pasillo me dio su tarjeta; insistió repetidamente en que le llamara, con énfasis que descartaba la banalidad de la cortesía. Se bajaron en Cottbus, frágiles y enérgicos, de algún modo admirables. Yo repasaba nuestra breve charla y su tarjeta en la que se leía “Tadeusz Sobolewicz. Aktor”.
Pensé desde el primer momento en escribirle, pero una vez en Tübingen se me ocurrió buscar en Internet detalles nuevos sobre su persona. Los hallazgos desbordaron mis previsiones: Tadeusz Sobolewicz es uno de los mayores activistas vivos de la memoria del Holocausto. No sólo imparte, como me dijera, seminarios y charlas, sino que es autor de un libro publicado en Alemania por Fischer. Lo encargué de inmediato en Amazon y no tardó en llegarme. He leído bastante literatura sobre el tema, pero nunca desde un atisbo de amistad real con el protagonista. El título resume todo: De vuelta del infierno. De la arbitrariedad de la supervivencia en el campo de concentración. La inverosímil concatenación de azares que permitió a este joven polaco sobrevivir a cuatro años de explotación inhumana en su periplo por seis campos puede ser calificada de milagrosa. Lo que Tadeusz Sobolewicz no deja de recalcar, en todo caso, es el factor humano, la repetida ayuda de camaradas de infortunio que, bajo condiciones infernales, arriesgaron su vida en el intento casi irracional de prolongar un tanto la de otros.
Implicado como correo en las acciones de un grupo de resistencia dirigido por su padre (oficial del ejército polaco), el joven Tadeusz es detenido en septiembre de 1941. Salvajemente interrogado y tras ser retenido un par de meses con otros veinte presos en una celda de quince metros cuadrados, se le envía a Auschwitz. Además de a la esclavitud, el hambre y las palizas, sobrevive allí al tifus y a una segura ejecución por una falta mínima: unos compañeros recogen su cuerpo apaleado y cambian su ropa por la de un cadáver. Destinado por sus conocimientos de alemán al registro de los deportados judíos que van ingresando a millares, recibe de uno de éstos a escondidas un reloj con el que compra, siempre a riesgo de su vida, un destino en la cocina. El trabajo allí es durísimo, pero menos expuesto; y sobre todo, el robo solidario le permite una alimentación algo mejor. En marzo de 1943, junto con otros presos polacos, es enviado a Buchenwald. Aunque los crematorios no dejan de funcionar aquí, las condiciones son menos brutales: la mayoría de los presos son políticos y los kapos no son criminales resentidos como en Auschwitz. Tadeusz vuelve a conseguir buenos contactos en el hospital y en la cocina, pero en octubre es destinado como esclavo a Leipzig, donde trabaja en la fabricación del fuselaje de los Messerschmitts. Poco después prolonga este trabajo en Mülsen, en una fábrica subterránea. Un incendio provocado por los prisioneros rusos en un intento desesperado de fuga acaba con la vida de la mayoría; el joven Tadeusz sufre gravísimas quemaduras y los culatazos adicionales de los ss. Trasladado con los demás quemados al campo de Flossenbürg, sobrevive y cura gracias a la tenacidad inaudita del enfermero Tadeusz Kosmider, que llega a someterle a baños con permanganato de potasio en la misma bañera del médico jefe de las ss, aprovechando sus continuas borracheras (este individuo, Schmitz, era un sádico que se jactaba de haber elevado la cifra mensual de enfermos muertos a dos mil y que operaba por capricho, tan bebido que con frecuencia no podía concluir y delegaba en los presos que le asistían la tarea de coser a la víctima como podían). Poco antes del final de la guerra, Tadeusz todavía es enviado a un grupo empleado en labores de desescombro en Regensburg, asolado por los bombardeos aliados. (En una escena entre dantesca y surreal, narra cómo él y un compañero fueron obligados a punta de pistola por el comandante en jefe Plagge a desplazarse en pleno bombardeo, cargados con las calderas de la cocina, hasta la estación central; entre vagones que saltaban por los aires, y con los centinelas en los refugios, Plagge pudo así robar varias decenas de litros de coñac.) Cuando la situación en el frente es ya desesperada, comienza una de las famosas “marchas de la muerte”: centenares de presos exhaustos son arrastrados por sus verdugos en su huida y rematados por el camino. Al límite de sus fuerzas, Tadeusz y otros prisioneros logran escabullirse y reciben refugio y ayuda de unos campesinos bávaros hasta que son liberados por las tropas americanas.
Naturalmente, este pálido resumen no puede dar cuenta del horror vivido. Los innumerables compañeros muertos (o su propio padre, gaseado en Auschwitz) han debido permanecer en el recuerdo de Tadeusz Sobolewicz tanto como las quemaduras en su cuerpo. Y sin embargo, en el estilo deliberadamente sencillo de su crónica, brilla siempre una abrumadora fe en la vida. Sobolewicz sabe (lo dice ya en el título) que haber sobrevivido no es un mérito. Extraer de su experiencia la lección que quiere transmitirnos sí lo es. En nuestro tren camino a Cottbus, no tardó cinco minutos en decírmelo: “La amistad, la solidaridad, la ayuda de los camaradas, eso es lo que nos sostiene”. Para él fue ésa la condición insuficiente, pero imprescindible. Cada vez que recibió un pedazo de pan de alguien, subraya, el apoyo moral multiplicaba el aporte calórico. Las graves palabras con que cierra el relato de su salvación en Auschwitz pueden servir también para esta breve evocación de su figura. “Merecía la pena soportar todo aquello para descubrir en carne propia que había en el campo gente cuyos corazones a pesar de todos los peligros latían por otros. Gracias a este dramático incidente cambió mi disposición interna. Había aprendido que las personas que hacen el bien permiten a otras descubrir de nuevo el sentido de la vida.”
Tadeusz Sobolewicz estudió Filosofía y Teatro y llegó a ser un actor reconocido en Polonia. Vive en Cracovia. Pocas personas me han impresionado tanto al conocerlas. –
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