Historias como la que apareció en la primera plana del New York Times el pasado 28 de mayo, hacen pensar y re-pensar dónde está el límite entre el multiculturalismo en tiempos de la aldea global y la aparición, desde el interior de una sociedad liberal, de las amenazas de grupos religiosos radicales que quieren acabar contigo, que pregonan la obliteración de tu mundo y todo cuanto hay en él. Desde la comodidad de su computadora (a la cual no tendría acceso si viviera en un paradisíaco vergel del mundo musulmán) y con todas las garantías que ofrece el estado de derecho en Bélgica, una cuarentona demente lidera un movimiento de liberación femenina cuyo objetivo es abrirle espacios a la mujer moderna en una actividad tradicional e injustamente reservada al género masculino, la jihad. Dice la loca en entrevista exclusiva con The New York Times: “Tengo un arma, y es la escritura. Es mi forma de hacer la jihad. Puedes hacer muchas cosas con las palabras. Escribir es lo mismo que poner una bomba.”
Qué femenina y liberada, la doña. Yo mejor me quedo con las palabras de mi extremista del racionalismo y la misoginia predilecto, Martin Amis: “El terrorismo es la continuación de la comunicación política por otros medios.” Y no sólo eso: es peor. La frase de Amis y la forma en que opera la tal Malika (así se hace llamar la valiente fulana), me remite al caso de las advertencias que circularon recientemente en Internet llamando a no asomar la nariz en las calles de Ciudad Juárez para no caer víctima del fuego indiscriminado de una sucursal del cártel local llamada “La Línea”. Al final, las muertes reportadas fueron las acostumbradas, pero al parecer Juárez se volvió una ciudad fantasma durante 72 horas en las que no se comerció ni se festejó nada, tres auténticos días de guardar, todos quietecitos y bien portados, la primera versión norteña del Ramadán de la que se haya tenido noticia en la historia de la humanidad.
Escribir se parece a poner una bomba, ¿no es así, Malika? Cualquier duda al respecto favor de dirigirse al novelista Élmer Mendoza, quien hace unos días explicó en El País su actual condición de habitante de Culiacán, otra ciudad sitiada: “No pudimos celebrar el día de las madres como nos gusta. Tampoco comprar regalos ni llevarlas a cenar.”
Al contrario de Swift, mi modesta proposición no promueve la ingesta de críos ni de niños musulmanes, pero en esencia invoca a llamar a las cosas por su nombre, es decir, en otras —y muy distintas— explosivas palabras: designar formalmente a los cárteles de la droga, sean éstos los del Golfo, de Tijuana o del Pacífico, como grupos terroristas, al igual que las FARC o al-Qaeda, y solicitar su inclusión en las listas correspondientes que cada tanto publicitan las Naciones Unidas, la Unión Europea y Estados Unidos. Es cierto que con tal cosa no se eliminará a un solo integrante del narco ni mucho menos a ninguna de sus poderosas organizaciones, pero estadísticamente es menos probable que en este rincón del planeta le caiga encima a uno la fatwa con todo su furor homicida, por ejemplo, a que un habitante de la ciudad de México sea víctima certera de los terroristas vinculados al narcotráfico en cualquiera de sus modalidades (asaltante, robacoches, secuestrador, extorsionador telefónico, policía, etcétera).
Llamar a las cosas por su nombre no sirve de mucho pero quizás ayude a los gobiernos más desamparados del momento.
Al de México, por ejemplo.
Colocar a los cárteles junto a otros grupos terroristas internacionales tal vez facilite la labor de convencimiento sobre los codiciosos congresistas de Washington que, viejos canijos, además de regatear, condicionan los dineros del Plan Mérida (que debiera llamarse “México”, pero bueno) y no se tragan más el cuento aquel de que su país, principal consumidor del mundo, es el causante de todos nuestros males. Ya ven que los mexicanos, tumbados en nuestro rincón como en “La Cucaracha”, por definición detestamos la cocaína, el crystal y las tachitas que rarísima vez se utilizan para animar nuestras pachangas, de suyo naturalmente jubilosas. Al menos mientras los terroristas no decidan cortarnos la fiesta, como ocurrió en Juárez.
– Bruno H. Piché
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.