Es de noche. Vamos en un solo automรณvil. Hay mucha claridad en el interior, mayor a la que pudiera dar la lรกmpara del techo. Afuera hay menos luz: alumbran los faros de los coches e iluminan las lรญneas que dividen los carriles sobre el asfalto. Nada mรกs. El claroscuro tiene algo de lรญquido, semejante a una pecera encendida cuando es la รบnica fuente de iluminaciรณn en una habitaciรณn apagada.
Avanzamos sobre una carretera. No deberรญa serlo, pues estamos en la ciudad. Atravesamos largos tรบneles, escarbados en las entraรฑas de cerros y colinas, alumbrados, estos sรญ, por potentes lรกmparas que cuelgan del techo. Su luz es blanca, casi clรญnica. (Apenas ahora, semanas despuรฉs, descubro que los tรบneles son muy parecidos a los que sirven para entrar a la ciudad por el rumbo de la presa).
No serรก la primera vez que voy. Ya habรญa estado antes. Una vez. Ahรญ, donde nos dirigimos, aunque en ese momento no queda claro dรณnde es. O para quรฉ vamos. Pero la sensaciรณn es clara. Desagradable. Cercana al desprecio. Sobre todo por ese recorrido necesario para llegar. La sensaciรณn no es un recuerdo: no una muesca en la memoria, sino una cicatriz todavรญa fresca en mi neurosis que me oprime la boca del estรณmago. La irritaciรณn proviene de la cantidad abrumadora de coches deslizรกndose por las vรญas. Su velocidad es constante, pero dan la impresiรณn de no avanzar o de avanzar sin sentido, como si el trazo de las rutas hubiera estado a cargo de Escher. Esta referencia atrae otra: oficinistas de Kafka extraviados en peceras automotrices, multiplicados en un infinito contenido al recorrer calles trazadas con extremo cuidado para dirigirse pero no llegar nunca a sus destinos.
No hay luna. No hay un solo instrumento de navegaciรณn. Solo un lugar, indefinido, al cual llegar. Una ruta imprecisa que si hay suerte en algรบn momento se termina.
Hablamos poco.
En cuanto aparece en la distancia, su silueta se convierte en certeza. O mรกs bien era obvio desde el principio, pero hasta ahora lo sabemos. El edificio es altรญsimo. Ahรญ es donde vamos. Es descomunal. Parece contener una ciudad entera, en vertical. Tal vez por eso la carretera: es una ciudad dentro de otra. El estilo es difรญcil de apreciar y describir. Se debe en parte a la oscuridad nocturna, tan presente y pesada, que nos rodea a todos y al edificio. Pero aun asรญ se puede distinguir un aire de proyecto futurista mal logrado. Una mezcla de torre corporativa y multifamiliar de gobiernos pasados venida a menos. Su naturaleza es lรญtica, mรกs pesada que la penumbra en que se erige, pero a la vez palpitante. Como un reptil viejo cuya sangre frรญa circula muy lentamente.
Somos cinco dentro del coche. ¿Desde el principio del viaje? Acompaรฑo a dos matrimonios maduros. El anfitriรณn es otra persona mayor. Un viejo a la vez afable y cascarrabias que nos espera. Todavรญa no llegamos, pero esto queda claro desde ahora.
No encontramos lugar para estacionarnos. Es necesario buscar en otro sitio. Queda dentro del mismo edificio, pero de todas formas hay que tomar nuevamente la carretera.
Llegamos a un lobby espacioso y poco iluminado, de tonos sepia, que da la misma impresiรณn de concreto avejentado. Ahรญ nos apeamos. Hay una cadena limitando el espacio entre el estacionamiento y el lobby. No es opresiva, es mรกs bien una cadena delgada. Apenas podrรญa detener un perro grande. Varios niรฑos que viven en el edificio estรกn jugando en el patio. No reconocemos el juego, pero los distrae, ocupa sus energรญas. Si perdieran interรฉs en รฉl se tornarรญan amenazantes.
A pesar de la altura descomunal que tiene el edificio, el trayecto parece sencillo. No es demasiado tardado ni trabajoso, aunque no se perciben escaleras ni elevador. Uno simplemente sube.
La iluminaciรณn del departamento donde nos esperan es idรฉntica a la que habรญa en el coche. De pecera. O de un restaurante de comida barata abierto toda la noche. La decoraciรณn es convencional. Paredes cubiertas de chucherรญas envejecidas que solo significan algo para quien las colocรณ morosamente sobre esos muros. Hay mucho detalle en todo, se percibe en el orden abigarrado de esos objetos y los aรฑos que llevan ahรญ colgados. Brillan por la caricia diariade una batalla permanente. El polvo que se les deposita impertรฉrrito y el plumero o el trapo que intenta quitarlo. Una pelea tenaz e inรบtil contra el olvido, contra el aguijรณn del tiempo.
De vez en cuando algรบn clavo se vence y el objeto cae. Se rompe.
El anfitriรณn tiene encendida una vieja televisiรณn. No solo el aparato se muestra anticuado. Tambiรฉn la manera de verlo. Queda claro que no hay otras opciones. No hay un menรบ interminable de cosas que ver u oรญr. Es la televisiรณn y punto. Tal vez ni siquiera se puede cambiar el canal. El programa es cรณmico, o intenta serlo.
Una de las esposas mayores se lo comenta a su marido, que es muy aficionado al programa. Lo ve todos los dรญas, aunque no conocรญa el que se transmite. Lo mira sonriendo. (La esposa me recuerda a una colega del trabajo, aunque no es ella. Esta impresiรณn crece hasta perderse, sin afectar el resto del sueรฑo, como esta oraciรณn dentro del parรฉntesis).
En la televisiรณn aparece una mesa. En la mesa hay un cadรกver. La mesa estรก en el mismo departamento que nosotros. Nos damos vuelta. Ahรญ estรกn los dos. La mesa, con el cadรกver encima. En el centro del comedor. El cadรกver se parece tanto al anfitriรณn que es รฉl.
La cena tendrรก que esperar. O cancelarse para otra ocasiรณn. Me pesa tener que hacer nuevamente ese recorrido en el futuro.
Esta escena brilla a plenitud con su luz de pecera en el edificio que se mantiene sitiado por el material negro y yermo de la noche, hasta consumirse.
(Ciudad de Mรฉxico, 1973) es autor de cinco libros de narrativa. Su libro mรกs reciente es la novela Nada me falta (Textofilia, 2014).