Se decía del rey Alfonso VI de León y Castilla que se movía acompañado de un séquito de doscientos caballos, cincuenta y un carros y más de doscientas personas entre los que se incluían juglares, escribanos, soldados, mozos de cuadra, halconeros y trompeteros. No se privaba de nada en sus viajes precisamente porque se pasaba la vida en movimiento. Pero esa corte nómada, deslocalizada, que no sentía necesidad de apegarse a ningún terruño, no fue la excepción en una Europa medieval que no conocía fronteras nacionales; un continente atravesado por rutas comerciales y de peregrinación, con órdenes religiosas que expandían sus franquicias como modernas multinacionales y con unos estudiantes universitarios que empleaban el latín como lengua franca mientras se desplazaban entre Oxford, Salamanca o París con la naturalidad de quien camina de un recinto a otro en un mismo campus. Era una Europa cosmopolita… paradójicamente en una época en la que muchos de sus habitantes nacían y morían sin haber salido jamás de un radio de unas pocas leguas. O quizá no tiene nada de paradójico y está en nuestra naturaleza vivir en una tensión permanente entre lo local y lo universal, de manera que cuando más oscile el péndulo hacia uno de los lados, invariablemente se desplazará más lejos en sentido contrario. Desde luego ejemplos no faltan.
La aparición en el siglo XIX del telégrafo y el ferrocarril coincidió con el auge de los Estados nacionales; la rápida industrialización en ese mismo periodo del País Vasco trajo consigo una considerable oleada migratoria, de cuyo impacto en algunos lugareños dan la medida los escritos de Sabino Arana, atravesados por un odio xenófobo de niveles psicóticos que, visto hoy en día, resulta bastante cómico (aunque pensar luego en sus consecuencias nos hiele la sonrisa). En definitiva, cada vez que un cambio político, económico o tecnológico hace nuestro mundo más pequeño invariablemente provoca una necesidad de reafirmar fronteras y señalar las diferencias.
La globalización ha sido el cambio más perceptible que se ha experimentado en el mundo en las últimas décadas, conformada por cuatro grandes: el desarrollo de internet, los movimientos migratorios, la deslocalización empresarial y la integración en estructuras supranacionales. Todos ellos han traído consecuencias positivas y negativas, pero han sido tan rápidos que también están trayendo —o lo harán muy pronto— una reacción de intensidad equivalente en sentido opuesto.
En abril el Partido de la Libertad de Austria, FPÖ, ganó las elecciones presidenciales con un 35,4% de los votos y 14 puntos por encima del segundo, al que no sería descabellado que venciese en la segunda vuelta. Su programa podría resumirse en líneas fundamentales como de cierre de fronteras a la inmigración y de rechazo a la UE. Comparable por tanto a lo que sostiene el Partido por la Libertad en Holanda, PVV, que desde hace unos meses es el partido que según las encuestas ganaría las elecciones que se celebrarán el próximo año y que promete una Holanda equiparable a Suiza, “en el corazón de Europa, pero no en la Unión Europea”. Algo que va también en la línea de los Demócratas de Suecia (que también lideran las encuestas), el Partido Popular Danés (ganador en las elecciones europeas con un 27%), Alternativa por Alemania (que alcanzó un buen resultado en los comicios regionales de hace unas semanas), el Frente Nacional en Francia (del que se da por hecho que llegará al menos a la segunda vuelta en las elecciones de 2017) y, por cerrar una lista que podríamos continuar, el UKIP en el Reino Unido. Precisamente sobre el referéndum que se celebrará en este país para su posible salida de la UE el próximo 23 de junio, las encuestas prevén un voto a favor del “Brexit” insuficiente aunque por encima del 40%. Podemos decir sin temor a exagerar que la UE no está viviendo su mejor momento.
El movimiento generalizado es por tanto de repliegue hacia las fronteras del Estado nació, que algunos habían dado por superado, quizá apresuradamente. Resulta interesante fijarnos en este punto en el inesperado ascenso de Donald Trump en Estados Unidos, que se ha proclamado candidato del Partido Republicano para las elecciones presidenciales de noviembre. Sus tres principales promesas, que no deja de repetir en todos sus mítines, son una nítida reacción contra la globalización: construir un muro en la frontera con México, rechazar acuerdos y organizaciones que limiten la soberanía nacional y traer de vuelta los empleos deslocalizados en Asia por las compañías estadounidenses.
Hace unos días pronunció su primer discurso oficial en torno a sus planes para la política exterior (pueden verlo aquí o leerlo en su web) y en él vemos de nuevo las líneas maestras de un planteamiento opuesto a la dirección a la que hasta ahora íbamos encaminados. Perfila un mundo hobbesiano en el que hay que hacerse respetar mediante el rearme, en el que los aliados deben asumir que tendrán que defenderse por sí mismos. Su prioridad absoluta estará en recuperar algo que, a su juicio, ahora estaría supeditado a organismos internacionales y voluntades extranjeras: la defensa de los intereses nacionales. Concluye su disertación: “no debemos rendir este país, ni a su gente, a la engañosa melodía de la globalización”.
[Imagen]
(Barakaldo, 1978) es periodista. Socio y redactor de Jot Down.