Sobre el terrorismo

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Conspiraciones criminales, consumados o fallidos atentados contra soberanos y reyes, expediciones punitivas: todo eso es lo que estudiamos en las clases de historia, de Herodoto en adelante. Sin embargo, a menudo tenemos la impresión de que ese terrorismo, del que leemos a diario en los periódicos, es algo esencialmente distinto de los
actos cometidos por Bruto, Ravaillac (el asesino de Enrique IV) e, incluso, por Zhelabov (asesino del zar Alejandro II). Ahora bien, ¿cómo describir esa "distinción"?
     Con frecuencia escuchamos a los periodistas formular la siguiente sentencia: el mismo individuo que para unos resulta terrorista, para otros no es más que un simple combatiente por la libertad. Esto significa que el hecho de que algo, o alguien, haya merecido tal calificativo dependerá simple y sencillamente del punto de vista y de la ideología del espectador, el cual simpatiza con unos y se predispone contra otros. Por tanto, sería imposible ofrecer criterios técnicos para definir el terrorismo que resulten independientes de las ideologías y las simpatías.
     Sin embargo, yo no creo que esto sea así. Terrorismo es un término que posee una connotación abiertamente negativa, aun cuando sea posible, quizá, precisar contextos donde dicho vocablo se use legítimamente, al igual que otros donde se aplique en forma totalmente inapropiada. ¿Por qué no llamamos terroristas a los partisanos polacos o yugoslavos que lucharon contra el ocupante alemán en los años de la guerra, mientras que denominamos así a los soldados del IRA o a los golpistas corsos? La razón es muy sencilla y sugiere el criterio más importante, el que marca la diferencia entre el terrorismo y la lucha armada por una causa noble. Este criterio consiste en el estatus del poder al que se combate con las armas, es decir, su legitimidad o la carencia de ella. Es evidente, a todas luces, que el sanguinario poder hitleriano en Polonia o Yugoslavia era ilegítimo de acuerdo con todas las pautas posibles; por consiguiente, combatirlo por medios violentos estaba plenamente justificado. Tal es la razón de que no llamemos terroristas a los que pelearon contra él. Irlanda del Norte o la República Francesa son, no obstante, países en los que el poder tiene una legitimación democrática, y en los que, por lo tanto, los ciudadanos cuentan con instrumentos para cambiar ese poder sin ningún derramamiento de sangre, pacíficamente, y pueden también, dado que poseen libertades cívicas, clamar sin riesgo por todo cambio político que deseen. Por ende, los ataques contra tales Estados mediante instrumentos de terror, individual o masivo, no tienen justificación alguna.
     Sin embargo pueden tener una explicación histórica, y por lo regular la tienen, como en el caso del terror que los movimientos nacionalistas practican. Irlanda, en el fondo, vivía oprimida y maltratada por los ingleses, cuyas élites pisoteaban sus aspiraciones nacionalistas. Aunque, por otro lado, es cierto que nunca existió un Estado irlandés que abarcara toda la isla. Sólo bajo la Corona Británica la isla estaba "unificada". Oprimidos estaban también los vascos, quienes jamás han tenido su propio Estado; su terrorismo contra la democracia española resulta hoy día tan desesperado como desprovisto de cualquier justificación. Igualmente privados de toda justificación estaban los grupos terroristas de los años sesenta y setenta en Alemania, Italia o los Estados Unidos —por fortuna ya liquidados, al menos por el momento. Y aun cuando se pretendiera encontrarles una explicación psicológica (en Alemania se hablaba, incluso, de una "sociedad sin padres"), tales excesos vienen a ser muestra de un considerable estrago en el mundo de los valores tradicionales, al igual que de un deterioro de los vínculos entre las generaciones. No vale siquiera la pena mencionar que la ideología de aquellos movimientos fue grotesca y nada importante.
     El ya mencionado criterio, que distingue el empleo justificado de la violencia contra una autoridad respecto de uno injustificado, no resulta, por desgracia, nada fácil ni unívoco en su aplicación, tal como pudiera parecer a primera vista. Acaso podría decirse que una autoridad estatal es legítima toda vez que goza de la aceptación internacional. Pero en la ONU hay, y siempre ha habido, países en los que ciertos tiranos, déspotas o genocidas ejercen el gobierno. Aniquilar a los tiranos ha sido una conducta aprobada desde siempre por muchos de los más destacados escritores, filósofos y moralistas, incluidos los teólogos cristianos medievales, quienes se remitían a los ejemplos bíblicos, como es el caso de Juan de Salisbury; esto es algo que, en esencia, parece ir de acuerdo con la ley natural. No tenemos por tanto un solo criterio, único y exclusivo, de legitimidad del poder; asimismo, resulta difícil definir al tirano de forma tal que nunca despierte dudas.
     Tampoco el criterio acerca de la legitimación democrática resulta aquí suficiente. Las instituciones democráticas contemporáneas son un invento reciente, en tanto que no todos los regímenes que conocemos del pasado eran en verdad crueles tiranías; además, el pueblo sólo en raras ocasiones cuestionaba la legitimidad del poder. En todo caso, entre los regímenes no democráticos hay que distinguir unos mejores y otros peores. A su vez, allí donde existen, las instituciones democráticas en ocasiones se muestran tan débiles y carcomidas por la corrupción que, en realidad, poco es lo que queda del mero papel en el que la Constitución ha sido escrita.
     Como en todas las cuestiones del mundo, es necesario discriminar y jerarquizar los objetos de nuestras reflexiones y apreciaciones: desde los casos en que la violencia contra un Estado, con toda certeza, no se puede justificar, hasta aquellos en que la violencia se justifica. Sin embargo, al mismo tiempo podemos encontrar muchos ejemplos intermedios donde habremos de vacilar en las apreciaciones, y en los que las simpatías o las antipatías ideológicas ejercen un peso enorme.
     Por lo demás, del mero hecho de que la violencia contra un Estado tiránico carente de toda legitimidad suela estar justificada no se desprende que usar de ella resulte eficaz para provocar un cambio deseable. Por lo general, la violencia es ineficaz.
     Los terroristas rusos del siglo XIX, aun si se considera que tuvieron suficientes justificaciones para su lucha, con sus atentados espectaculares no lograron provocar cambios favorables en el zarismo, ni la soñada revolución. La revolución, cuando por fin estalló, se debió a causas totalmente distintas, y no tardaría en dar lugar a un gobierno que ejercería el terror estatal en una escala tal vez nunca antes conocida en la historia. Los terroristas del siglo XIX hablaban de una revolución, pero en verdad resulta un tanto difícil conferir un contenido claro a sus sueños y anticipaciones. Quiero recordar aquí un lienzo de Chagall, titulado Revolución. Ahí se ve a dos viejos judíos que, parados de cabeza, están leyendo la Torá; que cada quien interprete este cuadro como quiera.
     Más aún: los grupos terroristas inevitablemente van provocando fenómenos de patología social. Los terroristas de Voluntad Nacional eran por lo común, según sabemos, gente plena de valor y espíritu de sacrificio a favor de la causa del pueblo; en su mayoría, tal vez se asemejaban menos a los de Los endemoniados de Dostoyevski que a los del drama de Camus Los justos (aunque Dostoyevski conocía mejor las cosas que Camus). No obstante, uno de sus más famosos documentos ideológicos —"El catecismo del revolucionario", escrito de puño y letra por Serguéi Necháiev— es una muestra de la patología en la que incurren los partidarios de la violencia revolucionaria aun si ésta fuera justificada: es prácticamente un exhorto al revolucionario a que se despoje por completo de toda característica humana para convertirse, voluntariamente, en una impensante maquinita impulsada por una doctrina nebulosa.
     Hay una reflexión necesaria en estas apreciaciones: la que distingue dos tipos de actos terroristas. Los calificamos de una manera cuando van dirigidos contra determinados individuos que ejercen o representan el aparato del poder, en tanto que los consideramos de otro modo cuando la víctima es cualquier gente, cuando se tiene el simple propósito de sembrar pánico entre la población. Los atentados terroristas palestinos son, por regla general, precisamente de esta última naturaleza: allí de lo que se trata es de que haya el mayor número posible de víctimas accidentales (cosa que a menudo facilita el carácter suicida de tales atentados, estrechamente unido a la creencia, por parte del agresor, de que enseguida "se verá" transportado al edén, tan seductoramente descrito en las páginas del Corán). Los palestinos tienen motivos para su lucha, tienen razones para considerar los terrenos situados al oeste del Jordán como territorio ocupado por el Estado de Israel. Van destruyendo, sin embargo, el impulso de sus pretensiones, al tratar de realizarlas a través de los medios violentos que emplean. Además, cabe recordar que desde un principio el objetivo de su lucha (hoy prácticamente abandonado) no era crear un Estado palestino en esos terrenos, anteriormente pertenecientes a Jordania, sino, como ellos mismos decían, presionar a los israelíes hasta obligarlos a desplazarse hacia el mar, y así destruir el Estado de Israel.
     Tampoco hay que olvidar que,  cuando los colonos judíos de Palestina luchaban contra la dominación británica en los años cuarenta, también ellos recurrieron al terrorismo; mas no fue el terror en sí lo que creó el Estado de Israel, sino el respaldo internacional (originado más por la fresca memoria del exterminio de los judíos europeos que por el hecho de que sus ancestros hace siglos habitaran allí; en realidad, tener que pagar deudas contraídas dos milenios atrás no viene es recomendable, por regla general). Pero también los terroristas israelíes, según sabemos, en ocasiones siguen haciendo su aparición.
     El nudo de las pretensiones y las contrapretensiones, del odio y los resentimientos, se aprieta con tanta fuerza que, en verdad, hay pocas esperanzas de que en un plazo corto las cosas se arreglen conforme a los deseos de la gente de buena voluntad, existente en ambos lados.
     Finalmente, tenemos que discernir entre una violencia dirigida contra una autoridad invasora extranjera, impuesta por la fuerza, y una violencia dirigida contra la autoridad del Estado propio. La primera es la más justificada de todas las formas de violencia, pero, aun así, esto no significa que por lo regular responda a una aspiración de eficacia. La lucha armada contra la ocupación hitleriana era de lo más justificado pero, por ejemplo, matar aisladamente soldados invasores no tenía sentido: no lograba debilitar al enemigo y, por el contrario, provocaba sangrientas represalias masivas.
     La Insurrección de Varsovia,1 aunque fuera tan fácil censurarla y condenarla luego de su derrota, tenía sin embargo visos de éxito; no fue un reflejo de desesperación, sino una acción bien planeada que, por desgracia, fracasó debido, entre otras causas, a la negativa de ayuda por parte de la Unión Soviética. Cuando la lucha ya había comenzado, los líderes tuvieron que  persuadir a la población, afirmando falsamente que la insurrección formaba parte de un plan estratégico de los aliados y que como tal estaba destinada al éxito. Sin embargo, eso no fue más que un simple ardid para infundir ánimo a través de informes falsos, táctica normal, comúnmente utilizada en una guerra.
     La cuestión del terrorismo posee, por ende, diversas ambigüedades: las acciones terroristas pueden estar moralmente justificadas cuando se realizan contra una tiranía manifiestamente injustificada y cruenta; cuando van dirigidas contra objetivos claramente determinados, no azarosos. Pocos son, sin embargo, los actos terroristas coronados por el éxito, en el sentido de un anhelado cambio social. Los regicidas y los tiranicidas no han conseguido nada, fuera de inscribir sus nombres en las crónicas o, más bien, en los simples apéndices históricos. Los terroristas, por lo común, no conquistan el poder, y cuando llegan a conquistarlo no hacen más que implantar un mero gobierno terrorista.
     El terrorismo, sin embargo, a pesar de que las experiencias históricas no lo aconsejan, seguirá existiendo, ya que no hay razón para contar con que las injusticias y los grandes acopios de odio tengan que desaparecer. Ciertamente, es mejor negociar que disparar, pero a menudo los tiranos se resisten a la negociación, por lo que no queda más remedio que tomar las armas. No existen por tanto, en esta cuestión, indicaciones claras y universalmente válidas. –— Traducción de Aleksander Bugajski
Texto tomado de Gazeta Wyborcza

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fue un filósofo polaco. Entre sus obras más conocidas destacan los tres tomos de Las principales corrientes del marxismo.


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