El ferry parecía aún más lento que el río. Sólo un crujido metálico sugería que nos movíamos. Flotábamos en aguas de color terroso. El viento soplaba desde la isla, y desperdicié seis cerillos para encender un cigarro. El humo cubrió mi rostro como la huella de una mano en las sábanas. No la vería nunca más. Así me lo dijo en la isla. Sacó las desgracias como si las hubiera doblado y las desplegara para que volviera a hacer con ellas lo que había provocado en su vida. Tenía que irme, aún había un ferry. Habló de horarios mientras yo veía la huella de su mano en la sábana, los pliegues que comenzaban a alisarse.
Exigí detalles, circunstancias que me iban a humillar pero me ayudarían a salir de ahí. Se había enamorado de un masajista de boxeadores. Lo dijo como si eso fuera normal en la isla. "Aquí no hay box", dije. Me vio como si yo no entendiera que la vida se descompone y es rara y exige que alguien se vaya. Luego explicó que el hombre atendía un negocio de videos. Tal vez mencionó lo del box para que me doliera menos ser sustituido por los dedos que habían acariciado cuerpos semipesados. Nosotros nos habíamos aburrido en la isla sin que los videos fueran necesarios. A saber cómo encontró al amante en cuyas manos Bambi parecería un pequeño sarcófago. Vi un papel con los horarios del ferry, escritos por una caligrafía extraña (el último del domingo estaba subrayado). También vi la cámara con la que ella mataba el tiempo en la playa. Le quedaba una foto. Cuando ella se agachó para limpiar una mancha de ceniza, metí la cámara en mi mochila.
Mientras el humo del cigarro me cubría la cara en el ferry, pensé que el masajista podía estar a bordo. Quizá él escribió los horarios y subrayó ese trayecto. Ella lo sabía y quiso que viajáramos juntos para mezclar su futuro y su desastre. Pero yo tenía la cámara; podía descubrir el rostro degradado de tanto acariciar campeones sin corona, dispararle ahí, fijarlo a traición, con infinita venganza.
Entonces vi a la pareja, rodeada de gente que ya no tenía ojos para nada (los domingos cansan, nadie se concentra en las horas finales). Parecían suspendidos en el tránsito inmóvil. Él la besó en la frente, con despreocupada ternura, y luego apartó la vista. Ella cerró los ojos, en un gesto de dicha absoluta, como si cayera dentro de sí misma. Ajena al crujir del ferry, al viento que le agitaba el pelo, todo lo que no fueran los dedos entrelazados del hombre. Seguramente, habían hecho el amor en la isla. Ahora volvían y él miraba lejos.
Los vi con una curiosidad hambrienta. Ella aún no advertía los hombros rígidos, el cuerpo que empezaba a ser indiferente, los ojos que salían de ahí y buscaban la distancia, las cosas que aguardaban en el embarcadero, un destino extenso y ajeno. Pensé que la escena era triste porque yo la miraba y le imponía mi desgracia; poco a poco entendí que la alegría amenazada de la mujer era más terrible que la soledad que comenzaba para mí; me protegía contemplar algo peor: lo que ella iba a sufrir y aún no sufría.
El ferry crujió, como si dudara entre ir y volver. Ella sonreía, para nadie, o para sí misma, que no podía verse. Me quedaba una foto. Dejé de pensar en el hombre que me había sustituido. La felicidad fugitiva de la mujer llegaba como un dolor que no tiene remedio porque todavía no sucede. Yo estaba del otro lado, en lo ya sucedido. Tomé la cámara y disparé. Ella no lo notó. Caía dentro de sí misma, en una pausa entre lo que pasó y lo que aguarda su turno.
Terminé de fumar ante las aguas que no se movían.~
Este texto, así como la imagen, forma parte del libro Fotografía, publicado bajo el sello de Fundación Televisa. El libro se pondrá en circulación próximamente y será presentado el 27 de noviembre en la Feria del Libro de Guadalajara.
es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).