Un laberinto llamado Adam Zagajewski

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Hablaré de un laberinto que empieza en un poema. De todos los edificios religiosos de Francia que conozco el recuerdo escoge la Abadía de Boquen, no muy lejos de la aldea bretona de Plénée Jugon. Viven allí unas monjas hacedoras de dulces, y tal parece que de tanto trajinar con el azúcar de acá para aquí y de allí para allá se les haya quedado pegado al rostro, a los labios, pues sonríen de esa manera misteriosa que se le atribuye a la Gioconda, de esa forma hermosa que no despierta en uno el deseo, sino un estado como previo a un sueño profundo y placentero. He recordado aquella abadía, aquel bosque, leyendo el último libro del poeta polaco Adam Zagajewski traducido al inglés, Without End. New and Selected Poems (Farrar, ny, 2002). Comienza un poema titulado "Las iglesias de Francia" diciendo: "Las iglesias de Francia, más acogedoras que sus posadas y sus poemas". Es una boutade, claro, pero es un hermoso poema. Hay otro poema, de Winifred Holtby, titulado "Los trenes de Francia". Si uno tuviera tiempo y buena memoria acabaría por hacer una guía de Francia siguiendo los poemas que le han dedicado. No podría faltar el poema más hermoso que nadie le haya dedicado a cosa francesa alguna, aquel en el que Agnes Mary Robinson dejó "Un jardín en Avignon" escribiendo una nueva variación del infinito leopardiano y que habla de colinas pálidas que no lo son por causa de la nieve, pues que blancas son también en el verano, y que deja quieta en un verso la secreta paz que invade el corazón un instante, y ya no vuelve.
     Era de Adam Zagajewski, y no de Francia, de lo que quería hablarles.
     Pero cuando uno habla de un poeta que admira suele ser porque de algún modo ha encontrado un resquicio en los versos por el que colarse y quedarse en ellos, si no para siempre, sí una buena temporada, y entonces los versos ya son uno mismo, o casi. Zagajewski es también autor de un delicioso diario, Otra belleza, que mezcla reflexiones y aforismos con sus recuerdos de estudiante en Cracovia. A uno le
     gustaría tener esa misma lucidez para echar la vista atrás e intentar comprender lo que va siendo la vida, pero al mirar hacia atrás normalmente no vemos sino una confusa tormenta de nieve, de nieve negra, que no deja ver nada más que lo que ya hemos visto, y nada de su sentido.
     Zagajewski es poco conocido en España, aunque se han traducido algunos poemas sueltos y conozco algún admirador que casi llega a hooligan. Algo menos lo es Tomas Venclova, otro poeta polaco, autor del inolvidable Diálogo de invierno. Venclova no habla de París, pero uno de sus más hermosos poemas se titula "El otoño en Copenhague" y, puestos a hacer la dicha antología, ¿quién iba a protestar si lo retitulásemos "El otoño en París?" Que, al cabo, una ciudad es todas las ciudades y es sólo la que existe en la memoria.
     La edición norteamericana de Diálogo de invierno (Northwestern University Press, 1999) está enriquecida con un prólogo de Joseph Brodsky y un diálogo final entre el propio Venclova y Czeslaw Milosz. Ambos nacieron en la misma ciudad, pero cada uno nació en una ciudad distinta: cada una con una lengua, unas fronteras, unas costumbres. Milosz nació en Wilno, y en sus escuelas se enseñaba el polaco. La ciudad natal de Venclova se llamaba Vilnius, y no era polaca, sino soviética, y sus niños aprendían, antes que nada, el ruso. Con todo, la arquitectura era prácticamente la misma, las gentes no cambiarían demasiado, polacas o soviéticas.
     Volvamos a la Cracovia de Zagajewski, la de Otra belleza. Casi al principio, dice Zagajewski tener ante sí una fotografía aérea del centro de Cracovia con leyendas en inglés, un mapa pensado para turistas. De pronto se ve como un turista en la ciudad de su juventud, en las calles que ya le recorren a él por dentro más de lo que él las recorre a ellas por fuera. Una vez más, dialogo con el libro. Yo sí fui un turista en Cracovia. Tengo ante mí ahora un folleto con una vista aérea que bien pudiera ser la misma que él contemplaba al escribir esas líneas. El centro de la ciudad, delimitado por una hilera de árboles bien visible desde el aire, como dicen que lo es la Gran Muralla China desde la Luna. Y reconozco la colina de Wawel, y recuerdo un nubarrón de estudiantes que invadió el castillo como un enjambre de insectos borrachos; y vuelvo a la Plaza del Mercado, a un café cuyo nombre no recuerdo y en el que sé que anoté las primeras impresiones de la calle Florianska, una de esas que los entusiastas dicen que es la más hermosa del mundo, y por la que sólo pasé dos veces: una, al entrar en la ciudad; la otra, al marchar.
     Boquen, Venclova, Cracovia, Avignon… Estaciones misteriosas de un laberinto que hoy se llamaba Adam Zagajewski. Los mejores libros abren una puerta que lleva hacia el interior de nosotros mismos. Esto es un tópico pero también es una verdad, así que por qué no lo íbamos a decir. Hoy he comenzado a leer un poema de Zagajewski y he acabado en el bosque de Boquen. He recordado aquella mañana en que desperté demasiado temprano y, mientras todos aún dormían, salí en silencio de la tienda de campaña y me adentré en el bosque, fui descubriendo cada árbol, cada arroyuelo, cada pájaro. Cuando volví, sólo estaban despiertas Anne Christine y Nadège, que preparaban café y untaban pan con mantequilla. "¿Dónde has ido?", me preguntaron. "¿No has encontrado ningún jabalí, ningún animal salvaje?" No. Era imposible. No los había allí de donde yo venía. No había estado en el bosque. Regresaba del secreto. Y esa misma impresión la he sentido después cada vez que he cerrado las páginas de un libro amigo, hoy mismo al releer los últimos poemas de Adam Zagajewski. –

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