Saber en dónde están los muertos de uno, cultivarlos, llevarles flores, ir a leer a su tumba, como hacía Efraín Huerta en la tumba del poeta Antonio Plaza, o como hicimos muchos poetas en el cincuentenario de la muerte de Villaurrutia, evocar ante el monumento fúnebre obras y virtudes, que al fin los defectos ya se los llevó el tiempo y no volverán, como no volverá el cuerpo a florecer nunca de los nuncas. Al menos la constancia de que ahí está, de que ahí se desintegra minuciosamente.
Fuimos hace unos días a Granada, al Carmen de la Victoria, ese lugar prodigioso en el Albaicín, desde cuyas terrazas se mira enfrente la Alhambra y que produce las rosas rojas más grandes y olorosas que he tenido a la vista y al olfato, con ocasión de un acto literario, la presentación de un libro, mío. Al otro día, nuestro anfitrión, el director del Carmen, nos ofreció un paseo un poco al azar porque llovía y hacía frío y el de la voz la tenía mermada por un catarro contumaz y un penoso moqueo de fluir interminable. Ah, ya sé, vamos a Fuentevaqueros, al pueblo de García Lorca.
Nada más llegar y ver en la plaza grupos de gitanos charlando al frío del sol andalú; cada uno tenía colgados más escapularios que otro. Pero la casa museo del poeta, como era un día festivo, que es cuando uno puede pasear, estaba cerrada. Aunque por un momento me imaginé ser yo sus ojos saliendo de la casa y ver esa luz, esa plaza, esos gitanos a los que ninguna desdicha puede alcanzar; me imaginé ser sus manos en los bolsillos, caminar cogiendo aire, sol, camino, casas, paisaje.
¿Y tú sabes en dónde está enterrado?
Sí. Bueno…
Llévanos.
Fuimos a Alfacar. Hay allí una fuente que es un manantial y está construida durante los siglos árabes en piedra con la forma de un ojo, el óvalo es el estanque de unos veinte o 25 metros en su parte alargada en el que se conserva el principio de las esmeraldas, el verde puro y brillante, la Fuente de Ainadamar, la Fuente Grande. A partir del lagrimal comienzan los conductos que llevaban el agua a Granada, precisamente al Albaicín, o sea que de esta agua se regaban todos esos jardines hermosos. Y a esta fuente los poetas árabes le hicieron infinidad de poemas porque da la casualidad de que al brotar el agua del interior de la tierra libera pequeñas burbujas de oxígeno que suben a la superficie con apariencia de perlas, como si fueran lágrimas que salen a llorar porque los españoles no entienden la riqueza generosa de su pasado nazarí.
Había unos muchachos abrazando y besando a sus muchachas y tomando una cerveza, pero la pista de fondo estaba a cargo del radio de uno de sus coches con las portezuelas abiertas: el ruido intenso de la carrera de motocicletas que se estaba llevando a cabo en Jerez. Ese ruido penetrante cuyos matices son los cambios de velocidad que ejecutan sus tripulantes inclinados al aire del vértigo. Pocas veces me he sentido tan pusilánime manejando en la carretera: la víspera pasaban cientos de motos rebasándome por ambos lados; solos o en parejas, vestidos con sus trajes ceñidos negros listados de colores vivos, los moteros rugían como moscardones descomunales, amenazantes y frágiles, y aquí estaban ahora, en el radio, todos juntos, acariciando el oído de estos chicos y chicas atentos a la potencia descomunal y lúbrica de sus pistones.
A unos pasos de allí hay, en una curva del camino, la entrada a un parque, también cerrado, consagrado a la memoria del poeta; al lado de un olivo una piedra rectangular señala un sitio en donde se dice que está, junto con otros fusilados de la Guerra Civil, compartiendo su lecho de fosa común, Federico.
Pero también dicen que está en otra parte, en el límite de este ayuntamiento con el de Víznar, de aquel lado. En todo caso, nadie está seguro, sólo se sabe que lo fusilaron, que lo enterraron en fosa común, que unos dicen que hay que desenterrar esos huesos y hacer las pruebas de adn para certificar que corresponden a su nombre y hacerle una tumba individual, un túmulo celebratorio y otros dicen que no, que para qué, que ya está muerto y enterrado. Que no hay que abrir cicatrices dolorosas. Que no hay para qué ventilar los horrores de la Guerra Civil.
Cuando regresamos al coche los chicos que oían la carrera de motos ya no están, dejaron colillas, envolturas y una botella de coca cola consumida hasta la mitad. –
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