Al poeta español Pedro Salinas no le gustaban los cómics. En 1948 mostró su perplejidad ante la popularidad de las tiras cómicas en la prensa, “donde el leer es innecesario, el pensar, superfluo; y el lenguaje humano, pobre servidor de los dibujos, reducido a infantil elementalismo”. Algo más de sesenta años después, un crítico del Chicago Tribune recomendaba una muestra de Chris Ware a “los muchos adultos que han sufrido un retraso en su desarrollo provocado por los cómics y su más musculoso pariente, la novela gráfica”. Es interesante observar, sin embargo, que, a pesar de que los prejuicios en torno al cómic no parecen haber cambiado demasiado desde la diatriba de Pedro Salinas hasta el presente (y alimentan a quienes consideran el cómic una forma menor y poco provechosa de entretenimiento infantil), el medio artístico objeto de estos prejuicios sí lo ha hecho.
En los últimos años el cómic se ha convertido en lo que el crítico español Santiago García denomina una “forma artística adulta” surgida de “la crisis profunda […] del cómic comercial y juvenil tradicional, y la madurez de generaciones de historietistas formados con vocación de autores” que han convertido a la narrativa gráfica en uno de los medios artísticos más ricos del presente. Que el tránsito entre, digamos, Conan the Barbarian de Roy Thomas y Barry Windsor-Smith (1970) y el primer volumen de The Acme Novelty Library (1993) de Ware haya tenido lugar en poco más de veinte años habla de la radicalidad de las transformaciones que tuvieron lugar en el ámbito de la narrativa gráfica de ese período, pero lo que importa destacar aquí es que aún no existía una obra crítica española a la altura de la riqueza y el potencial innovador de este medio. La novela gráfica* viene a llenar ese vacío y a dar cuenta de un período de desplazamientos y evoluciones que han llevado a que incluso los nombres que tradicionalmente se han utilizado para designar al arte secuencial (“cómic”, “historieta”, “tebeo”) acabasen resultando incómodos y fuese necesario recurrir a una nueva denominación.
Aunque La novela gráfica fue inicialmente una tesis doctoral bajo la dirección del recientemente fallecido Juan Antonio Ramírez, y en ellas es prescriptiva la puesta en cuestión de la terminología empleada, García no se detiene en exceso a discutir un término equívoco pero aceptado de forma consuetudinaria: “[…] no hay que entender que con el mismo nos referimos a un cómic de características formales o narrativas de novela literaria, ni tampoco a un formato determinado, sino, sencillamente, a un tipo de cómic adulto moderno que reclama lecturas y actitudes distintas del cómic de consumo tradicional”. García da cuenta pues de las “lecturas y actitudes distintas” que permean el consumo de la novela gráfica, pero se desdice acertadamente al escribir un ensayo de corte histórico en el que las transformaciones de su objeto de estudio no provienen tanto de su recepción como de las particulares condiciones de su producción.
En ese sentido, y aunque el autor no lo plantea en estos términos, su obra parece partir de una tesis implícita según la cual el tránsito del cómic tradicional a la novela gráfica tuvo lugar en ese ámbito y, más específicamente, en la aparición del concepto de autor en una actividad caracterizada por la producción industrial y, por lo tanto, serializada y prácticamente anónima. Naturalmente, sin embargo, dar cuenta de la transición de un modelo industrial de producción a otro basado en la libertad del creador individual requiere dar cuenta previamente de la instauración del primer modelo; por ello, García retrocede a las primeras formas de la confluencia de ilustración y texto en nuestra cultura estableciendo una periodización que difiere de la de otras obras específicamente en lo referente a sus comienzos, que el autor sitúa en la obra gráfica del alemán Rodolphe Töpffer, en la primera mitad del siglo xix.
García delimita un primer período que se habría extendido hasta 1960 y cuyas características habrían sido la invención del medio, su transformación en espectáculo de masas, la consolidación de subgéneros (cómic policíaco, pulp, de terror, de ciencia ficción, de fantasía épica) a consecuencia de la fragmentación del mercado y la multiplicación de los lectores y los primeros intentos de innovar de artistas como Bernard Krigstein, cuya dependencia de la política de las grandes editoriales restringió su margen de acción y acabó echándoles de la industria, en particular tras la instauración del Comics Code (unas directrices creadas por las propias editoriales para restringir los contenidos violentos, sexuales y políticos en la producción de cómics con las que éstas se reconocían “expresamente como manufacturadora[s] de productos infantiles”); de esta primera serie de autores descontentos con el medio y con sus principales actores económicos tan solo Harvey Kurtzmann consiguió trascender al crear la revista Mad, que abrió la puerta al cómic underground. Éste preside la segunda periodización del libro, de 1968 a 1975. La tercera, de 1980 a 2000, comprende la emergencia de lo que fue llamado el cómic “alternativo”, un fenómeno que coincidió con la pérdida de relevancia normativa y económica de las grandes editoriales de cómic y sus intentos de incorporar a determinados autores underground con la finalidad de revitalizar el negocio, los cambios en las formas de comercialización de los cómics, el deseo de los autores de abordar historias de mayor extensión que ponían en crisis el comic book –habitualmente considerado su medio natural– y la aparición de tres publicaciones fundamentales: raw, Weirdo y Love and Rockets, cuyos autores contribuirían decisivamente a la transformación del cómic en un objeto cultural prestigioso: Art Spiegelman, Robert Crumb y los hermanos Gilbert, Mario y Jaime Hernández.
La aparición de contenidos autobiográficos, la emergencia de autores imprescindibles como Daniel Clowes, el recientemente fallecido Harvey Pekar y Dave McKean y la pluralidad (que puede ser resumida en tres de sus obras más importantes, Maus de Art Spiegelman, Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons, y Batman: The Dark Knight Returns de Frank Miller y Klaus Janson) son las señas de identidad del período, que daría paso a otro, el de la consolidación de la novela gráfica como forma de concepción, producción, comercialización y consumo del cómic en nuestros días. Este último capítulo de La novela gráfica funciona como una introducción perfecta a una producción que, afortunadamente, está bien representada en las librerías españolas y en los catálogos de editoriales como Sins Entido, Astiberri, Glénat, La Cúpula, Reservoir Books y otras. En este último período campea lo que el autor llama “el cómic de vanguardia”, cuyos exponentes más notables son Chris Ware, Dash Shaw, Seth, Gary Panter, Martin Vaughn-James y Craig Thompson. Aquí, inevitablemente, la obra incurre en el name dropping, pero resulta difícil imaginar de qué otra forma se podría haber dado cuenta de la riqueza del período.
Uno de los méritos más importantes de la obra de Santiago García es su claridad; otro, su interés en tradiciones distintas a la hegemónica estadounidense, como la francesa, la italiana, la japonesa y la española (quizás hubiera sido pertinente dar cuenta también, aunque fuese brevemente, de la argentina, que compite con la española en cantidad de obras y en calidad y cuenta con una abundante bibliografía crítica), cuya evolución el autor presenta de forma sincrónica; también, que La novela gráfica rechaza desde su mismo planteamiento inicial el uso de términos equívocos e ideologizados como los de “cultura alta” y “cultura baja”. En sus páginas hay cabida para Flash Gordon, de Alex Raymond y Don Moore, pero también para Une semaine de bonté, de Max Ernst, en una muestra de la ausencia de prejuicios necesaria para abarcar una producción tan amplia y contradictoria en la que, para el autor, la vanguardia aún tiene sentido: “[…] el cómic está entrando ahora en la época de sus Duchamp y sus Picasso, de sus Joyce y Proust. Nunca antes un dibujante de cómics había tenido la oportunidad de llegar tan lejos”. ~
* Santiago García, La novela gráfica, prólogo de Juan Antonio Ramírez, Bilbao,
Astiberri, 2010.
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.