Uno camina alrededor del personaje sin dejar de sentir, en cada punto, la punzada de su presencia. ¿Es goce o dolor lo que transmite? Es ambos: es dolor porque, como siempre en Fernando de Szyszlo (Lima, 1925), el tema sacrificial está presente y de manera notable, desgarrando desde hace milenios a esta figura idolátrica que, si trasciende, si se ha hecho divina e inmortal, es precisamente porque ha sido sacrificada, salvada con violencia; y es goce porque su tiempo es el presente perpetuo: el instante, cuya incandescencia en este caso es oscura, como un éxtasis en negativo.
Uno observa al personaje y de inmediato descubre (con un respingo que sólo las obras de arte saben producirnos) que el observado es uno, que la figura es pura interpelación. El instinto invita al diálogo pero ¿cómo comunicarnos con este dios? Gravita en el ambiente un respeto sagrado, un temor sagrado, y el silencio se vuelve elocuente: el mudo intercambio entre uno y el personaje ya está sucediendo –y produce vértigo.
Uno voltea a su alrededor y se contamina de los colores subidos de los cuadros del pintor, súbitamente oscurecidos y vueltos a encender. La espiral cromática gira perfectamente alrededor de un eje negro: el personaje impasible, voraz de sombra. La pieza es de aluminio pero es clara su voluntad de obsidiana, su lenguaje ígneo. Acaso fue tallada por hombres remotos, en la era de la piedra. Acaso es, sencillamente, una punta de flecha.
Uno se deja acosar, dócilmente, por las asociaciones veloces. Aquí están convocados el Guernica y toda la poesía de Paul Célan, Rufino Tamayo y la voluntad de Schopenhauer. Aquí está parado un inca que llegó del futuro (un inca trashumante), como aquel monolito de 2001: Odisea del espacio. Aquí está afilando la muerte su guadaña y aquí está la pica, el mojón civilizatorio que dice: aquí estamos.
Uno sabe que cada obra de De Szyszlo es una derrota más, así lo ha dicho él lúcidamente. Toda obra de arte es una derrota, pero ésta en particular parece potenciar el aserto: ha sido vencida por sí misma, tragada por sí misma, sacrificada por sí misma. La escultura crece negándose y así se afirma.
Uno gira alrededor de esta pieza y todo habla. Habla Bartleby con su inmutable “preferiría no hacerlo”, esa negativa insistente que acaba convirtiéndose en una letanía y en una bandera; habla el cuervo de Poe, profiere un solo, reiterado vocablo: Nevermore. Habla la Ifigenia cruel de Alfonso Reyes, cuando le dice a su suplicante hermano Orestes: “No quiero”. La cerrazón de esta escultura, su apretado mutismo, es paradojalmente locuaz.
Durante unos cuantos días de marzo, este obstinado personaje de Fernando de Szyszlo estará en Madrid, en la galería Kreisler. Después continuará su trashumancia.~
(ciudad de Mรฉxico, 1969) es poeta. Es autor, entre otros tรญtulos, de 'Bipolar' (Pre-Textos, 2008), 'Pitecรกntropo' (Almadรญa, 2009) y 'Ex profeso' (Taller Ditoria, 2010).