Un siglo de oro sigiloso

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La venezolana es, acaso, una de las poesías hispanoamericanas menos conocidas en España. Con escasos matices, ninguno de sus autores ha calado en nuestro país con la fuerza de los chilenos, los argentinos, los peruanos o los mexicanos. En su cornisa caribe, Venezuela parece haber cultivado una lírica vigorosa pero discreta, asordinada por un pudor muy propio de su carácter colectivo, y a la que cierta tendencia a la melancolía y a la exaltación de lo autóctono —de la “terredad”, en palabras de Eugenio Montejo— puede haber restado proyección. Y, sin embargo, la modernidad poética española aparece vinculada, siquiera biográficamente, con Venezuela, donde nació, en 1808, Antonio Ros de Olano, político, escritor y amigo de Espronceda, cuyo El diablo mundo —el único verdadero poema romántico español, según Gil de Biedma— ostenta un prólogo suyo, y le está dedicado. Más incomprensible resulta el desconocimiento de la poesía venezolana contemporánea por el hecho de que el siglo XX ha sido su “Siglo de Oro”, aunque “sigiloso”, como señala Joaquín Marta Sosa, el responsable de Poetas y poéticas de Venezuela (Antología 1876-2002). Junto a su carácter telúrico, Marta Sosa subraya otro rasgo capital de la lírica de su país: el cuidado, la atención extremada por la palabra, y su respeto por la arquitectura del poema.
     Como se deduce de su título, este libro es, en esencia, una antología de la poesía venezolana del siglo XX. Con buen criterio, sin embargo, la muestra no arranca con el cambio de centuria, sino un poco antes, en el año de publicación del poema “Vuelta a la patria”, del romántico Juan Antonio Pérez Bonalde, una de las piezas emblemáticas de la literatura de Venezuela, en el que el canto a la tierra adquiere dimensiones de oda patriótica. Es pertinente, a mi entender, la inclusión de este poeta decimonónico y la del siguiente antologado, José Antonio Ramos Sucre, el maestro vanguardista, porque establece los hitos principales de la evolución de la poesía del país, que explican, en buena medida, sus perfiles contemporáneos. Aunque quizás habría sido conveniente citar también, junto a Pérez Bonalde, a otros dos románticos destacados, que sientan los cimientos de los rasgos que Marta Sosa considera fundamentales en la poesía venezolana actual: el elegíaco José Antonio Maitín y José Ramón Yépez, el cantor de la naturaleza.
     Poetas y poéticas de Venezuela no es un mero compendio cronológico, sino que se articula en ocho grandes grupos, determinados por “la contigüidad del canto y de sus registros”. Los cuarenta poetas seleccionados por Marta Sosa no se disponen, pues, generacionalmente, o de acuerdo con las escuelas en que militaron, sino en virtud de sus afinidades temáticas y, sobre todo, tonales, esto es, según la música y los mecanismos expresivos adoptados para transmitir unas mismas inquietudes existenciales, cívicas o lingüísticas. Con la excepción de las mujeres, claro, que conforman un grupo por sí solas, como si fuesen un fenómeno estético equiparable a “lo religioso”, “lo esencialista” o “lo urbano”. La loable generosidad de su representación —doce son las antologadas, algunas de ellas excelentes, como Enriqueta Arvelo, Luz Machado, Hanni Ossott o Yolanda Pantín— no se ve, pues, acompañada por la misma coherencia que informa el resto de la selección: en su caso, no sabemos muy bien por qué, prima el azar biológico sobre la opción estética. Aparte de esta concesión sexista, el resto del volumen se articula en los siguientes siete grupos: “El alma en la tierra”, “La religiosidad vivida”, “Interludio popular”, “El reino de la esencia y el lenguaje”, “El estar como poesía”, “Irreverencias en lo sagrado” y finalmente “…Y hacia la calle vamos”. La simple lectura de estos títulos —no siempre precisos— nos revela ya uno de los méritos primordiales de la antología: su carácter ecléctico, plural e integrador. Acostumbrados como estamos en España a las selecciones partidistas y excluyentes, este recorrido ecuánime por una poesía tan compleja y llena de matices como la venezolana resulta reparador. Marta Sosa atiende a los poetas herméticos y a los sociales, a los religiosos y a los irreverentes, a los experimentales y a los figurativos. Ni siquiera se olvida de los más populares, como Andrés Eloy Blanco y Aquiles Nazoa, un prolífico y amable satírico. Y lo hace sin academicismos, con un lenguaje entusiasta y poético, que se lee con agrado, aunque de vez en cuando caiga en algún exceso (“las erosiones de la problematización”) o en neologismos tortuosos e innecesarios (“lo parodial”, “ilimitud”). También se le agradece su esfuerzo por diversificar sus comentarios críticos, algo muy difícil de hacer cuando se ha de valorar, poco menos que a vuelapluma, a cuarenta poetas en un mismo volumen.
     Asimismo, es preciso subrayar que otro de los méritos del libro, la amplitud de la selección, presenta la contrapartida de la brevedad con que cada autor aparece representado. De algunos sólo se nos ofrecen uno o dos poemas, y sin especificar el libro o libros de los que proceden. De hecho, Poetas y poéticas de Venezuela parece en ocasiones, más que una antología de poetas, una antología de poemas. Entre ellos figuran algunos de los que Marta Sosa llama “solistas” en la poesía venezolana, como el ya citado “Vuelta a la patria”, de Pérez Bonalde, “El muro”, de Fernando Paz Castillo, “Mi padre, el inmigrante”, de Vicente Gerbasi, “Derrota”, de Rafael Cadenas, y “Del país de la pena”, de Hanni Ossott. La importancia de estas composiciones, sin embargo, no oculta el hecho de que muchos otros poetas sobresalientes de la poesía venezolana, como Juan Liscano o Luis Alberto Crespo, estén apenas representados, y que, tanto en el suyo como en muchos otros casos, tengamos que limitarnos a intuir su calidad. Poetas y poéticas de Venezuela es, por tanto, un ancho y fragante abanico, una cata presurosa, pero no una sólida inmersión en la poesía venezolana de nuestro tiempo.
     El “coro de voces solitarias” en que consiste el libro —y en el que el antólogo, poeta notable, ha tenido el buen gusto de no incluirse— merece también algunas observaciones particulares. El autor más representado, y con razón, es Vicente Gerbasi, un poeta fundamental y uno de los dos únicos venezolanos que incluyó José Olivio Jiménez en su clásica Antología de la poesía hispanoamericana, de 1971. El otro es Miguel Otero Silva, la única ausencia significativa, sin duda, en el libro de Marta Sosa. La narrativa elegíaca e inflamada de “Mi padre, el inmigrante”, de Gerbasi, recuerda al casi coetáneo, y también extraordinario, La casa encendida, de Luis Rosales. Otros dos poetas imprescindibles son Juan Liscano y Luis Alberto Crespo: aquél, unamuniano y suntuoso; éste, crujiente, coloquial y surrealizante. Rafael Cadenas y Eugenio Montejo acaso sean los más conocidos en España, y junto a ellos aparece Luis Enrique Belmonte, el más joven de la antología, que ganó el premio Adonais en 1998, y cuya poesía minuciosa y alucinada se revela, en efecto, emparentada con la fragorosa de Cadenas y la serena y bruñida de Montejo. Por último, no es desdeñable la aportación de un realismo urbano, y hasta sucio —bajo la influencia de Bukowski—, en las figuras de Enrique Hernández d’Jesús, Igor Barreto y Javier Lasarte, pero que, a diferencia del anémico figurativismo peninsular, no sacrifica ni la hondura de su pensamiento ni el fulgor verbal. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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