Recuerdo nítidamente a los primeros colombianos que ví: eran unos infortunados cirqueros costeños, varados en un baldío de Prado de María, mi barrio natal, un suburbio pobretón de la capital venezolana. Corría enero de 1958.
Nadie acudía a sus funciones. A los niños no nos dejaban acercarnos a ellos pues por entonces decir “colombiano” era nombrar a un “malandro”, un pícaro palabrero, un “sinpapeles”; un trapisondista marihuanero. Los estigmatizados cirqueros no tenían ni para la gasolina y se decía que mataban perros realengos para echárselos a unos leones tan flacos que parecían gente mal disfrazada de leones flacos.
Un día, al volver de la escuela elemental donde era maestra, mi mamá se horrorizó de ver que los cirqueros se disponían a matar uno de sus caballos flacos para beneficiarlo.
Mamá se adentró en el baldío y los disuadió de manducarse al rocín. Inmediatamente fue convocada una reunión de padres y maestros. El todo fue que se organizaron cuatro funciones a beneficio del circo, en los espaciosos predios del – mire usted como con las cosas– “Grupo Escolar Gran Colombia”.
Fue así como los cirqueros dejaron de ser monstruos, volvieron a comer caliente, cargaron nafta, levantaron campamento y la caravana cogió camino mientras todos nos decíamos adiós con la mano. Yo no podía saberlo, pero ya hacía años que millares de colombianos, desplazados del Magdalena Medio por la violencia desatada en el país vecino durante los años 50, confraternizaban con “los de abajo” venezolanos.
Sin embargo, y desde entonces, el bipartidismo criollo fue barrido hace una década por Chávez, y más de un grupo editorial venezolano corteja cada tanto las pulsiones xenófobas, mostrando a Colombia como el espantajo con que avivar pasiones patrioteras en tiempos de sequía electoral.
Hasta ahora, el pretendido casus belli entre ambos países había sido siempre un añoso y enrevesado litigio cartográfico sobre la soberanía en aguas del Golfo de Venezuela, algo que la sorna caraqueña supo siempre escarnecer: “Cambio Golfo por [ Amparo ] Grisales” rezaba una pintada caraqueña, aludiendo a una bella actriz colombiana, muy afamada en los años ochenta.
Pero la manera inhumana e impía con que el gobierno de mi país ha despachado, sin mayor investigación, la masacre ocurrida en la frontera en octubre pasado, de diez ciudadanos colombianos aficionados al fútbol, a manos de un grupo armado aún no identificado, al describirla como un ajuste de cuentas entre paramilitares y contrabandistas de gasolina colombianos, rebasa todo límite por inaudita e indignante.
Cierto: nuestra frontera de más de dos mil kilómetros hierve de guerrilleros del ELN y las FARC, de paramilitares, desplazados y contrabandistas de gasolina y otros productos subsidiados por el precio del crudo venezolano. Y, ciertamente, hay razones para ver con aprensión el tratado militar colombo-estadounidense que acaba de entrar en vigor.
Pero los demás países de la región harían bien en tomar nota de que la indefensión e impunidad que se vive en la frontera colombo-venezolana responde en gran parte a la arrogante negativa de Chávez a aceptar las duras derrotas electorales en las elecciones regionales de noviembre de 2008.
Su respuesta ha sido despojar, arbitraria e inconstitucionalmente, de toda competencia y recurso para la seguridad ciudadana a los gobernadores de oposición. Tal es el caso del gobernador del estado fronterizo de Táchira, César Pérez Vivas. Las ya desguarnecidas policías estatales han sido despojadas hasta de sus vetustos revólveres calibre .38.
La violencia fronteriza y su correlato, el discurso guerrerista anticolombiano, da cuenta también de cuánto ha caído la popularidad de Chávez en Venezuela. La pérfida Colombia vuelve a ser, como de costumbre, motivo electoral. Esta vez de la campaña por las legislativas de 2010.
En lo personal, ya fuesen contrabandistas los futbolistas o no, es como si hubiesen asesinado a los cirqueros costeños de mi niñez.
– Ibsen Martínez
(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).