A punto de asumir España la presidencia de la Unión Europea, Miguel Ángel Moratinos publica un extenso artículo en El País del 13 de noviembre de 2009. Hubiera podido esperarse que el ministro español de Asuntos Exteriores adelantara algunas líneas de interés sobre las orientaciones y los objetivos de su futura gestión, y más dado el esperanzador título de “Un gran paso adelante”. Pues bien, por mucho que escudriñe el lector en el texto, tras enterarse de la importancia del Tratado de Lisboa, no encontrará un solo elemento significativo. Moratinos nos dice que en la ue se trabaja con lentitud, que es preciso que sea algo más que la yuxtaposición de los intereses de los países miembros, que las crisis sean previstas y que haya más recursos. Bajo la presidencia española, concluye, la ue debe ser un actor global. Sólo generalidades.
Tampoco Europa cuenta demasiado cuando en otras vísperas, las que precedieron a las elecciones del 14 de marzo de 2004, Moratinos anuncia en el Instituto Elcano los rasgos de la futura política socialista. Una vez confirmada la intención de salir de Irak, salvo la lógica mención del reintegro español a la política europea tras la aventura de las Azores, la profesión de fe europeísta no da lugar a ninguno de los desarrollos que en cambio acompañan al tratamiento del Próximo Oriente o de Iberoamérica. Moratinos es un especialista en el primer tema y eso se comprueba con rapidez. Las apreciaciones sobre el segundo y sobre el problema saharaui, en cambio, tienen interés si las contrastamos con la política luego desarrollada. Es evocada la bilateralidad, pero antes se reafirma el derecho a la libre autodeterminación de los saharauis. Iberoamérica es definida como “ámbito natural de la política exterior española”, y en el mismo piensa dedicarse al “fortalecimiento de la sociedad civil y el fortalecimiento de las instituciones democráticas”. Antes había anunciado la prioridad que otorgaría a la “defensa efectiva y universal de los Derechos Humanos”. Los progresistas del mundo se verían obligados a mirar el ejemplo de España.
Apenas formado el nuevo gobierno, Zapatero y Moratinos se apresurarán a hacer todo lo contrario de lo prometido, por no hablar del protagonismo español en la lucha contra el hambre mundial. El primer viaje de Zapatero fue a Marruecos, convirtiéndose en adalid de la solución marroquí opuesta a la autodeterminación saharaui y el 2 de abril ya estaba en Cuba una delegación española presidida por Moratinos para iniciar el viraje que Fidel Castro había forzado con el encarcelamiento masivo de disidentes el año anterior. El cinismo de sus palabras dejaba entrever ya que la defensa de los Derechos Humanos y la de la democracia irían a parar en breve al basurero de las buenas intenciones: “yo vengo a Cuba para conocer y escuchar, vengo a Cuba para compartir y no proponer. Yo vengo a Cuba precisamente para acompañar los retos del futuro que tienen los cubanos y las autoridades cubanas. Es la única manera de trabajar, a través del diálogo y del entendimiento” (subrayados nuestros). El nombramiento de nuevo embajador en la persona de Carlos Alonso Zaldívar, antiguo dirigente del PCE, de formación leninista, inteligente y poco dado a concesiones humanitarias, fue un indicador claro de lo que habría de suceder.
A excepción del Próximo Oriente, los rasgos definitorios de la política exterior española quedaban ya fijados. Unas declaraciones siempre orientadas a subrayar su contenido progresista, aunque éste brille por su ausencia. En la asamblea de las Naciones Unidas, el 24 de septiembre pasado, el presidente Zapatero puede afirmar ante el mundo que resulta imprescindible buscar solución a multitud de problemas, amén de su leitmotiv de la Alianza de Civilizaciones y de la reposición de Zelaya en Honduras: el hambre y la pobreza extremas, el cambio climático, la seguridad y la paz mundiales, Palestina, todo ello desde “un multilateralismo eficaz, responsable y solidario”. Una colección de buenos propósitos que no debió impresionar demasiado, ni producir el menor efecto. De hecho, cuando se va más allá de los temas que afectan necesariamente a España o de los que Zapatero ha convertido en banderín, la falta de concreción es una constante. De ahí la baja intensidad de la participación española en los asuntos de la Unión Europea, por contraste con la etapa de Felipe González. Si en vez de Sarkozy hubiese estado Zapatero al frente de la Unión Europea durante la crisis de Osetia en el verano de 2008, nada hubiera impedido la ocupación total de Georgia por el ejército ruso.
Si a Aznar se le puede condenar con sobrada justicia por su intervención subalterna al servicio de Bush, en Zapatero y Moratinos lo habitual es la inhibición en cuanto surge una cuestión espinosa (Irán, Tíbet, Birmania). No hay más que seguir las actividades de sus centros de análisis, como la Casa Árabe (aquí con guardián especial) o Asia, para constatar cómo no sólo está ausente la atención a los problemas de Derechos Humanos y de evidente opresión política, sino que impera una razón de Estado con vocación censoria. Cuanto suceda a esas víctimas de la historia no importa ni debe importar. ¿Por qué iba a preocuparse España de la situación de los opositores perseguidos por la dictadura de Fidel Castro? La prioridad de Zapatero es otra, según manifestó rotundamente en la citada asamblea de la ONU: “la firme defensa de la democracia tiene ante todo un nombre y un país: Honduras”. La convergencia con Hugo Chávez es en este punto completa.
“Avanzar juntos”
El 17 de octubre de 2009, el ministro Moratinos emprendió un viaje más a Cuba con el objeto de “profundizar el diálogo político y abrir las puertas de la UE”. Esta vez parecía haber intereses concretos detrás del enésimo movimiento del ministro para favorecer la “normalización” de las relaciones del gobierno cubano con Europa: la crítica situación de la economía insular ha determinado que desde principios de año 280 empresas españolas, algunas hoy al borde de la quiebra, tengan inmovilizados 300 millones de dólares en bancos cubanos, pendientes de transferencias aún no autorizadas. Intentará hacer valer los buenos oficios de España ante la ue, verosímilmente sin resultado alguno, lo mismo que a la hora de obtener algún indulto para los presos políticos enfermos de modo que la política española enmascare su fracaso absoluto de los últimos cinco años. Y como siempre, ninguna entrevista con los disidentes. El veterano opositor Elizardo Sánchez lo ha definido con claridad: la política de las autoridades españolas es hoy “la más distante del movimiento prodemocracia y de los derechos civiles en los últimos veinticinco años”.
A la vista del viraje político trazado desde su ministerio, se tiene la impresión de que el joven Moratinos permaneció en su día del todo al margen de la lucha antifranquista, cuando todos los esfuerzos de los demócratas españoles, con el apoyo de los más solidarios demócratas europeos, consistió en mostrar que el aislamiento del régimen constituía una premisa fundamental para que sectores sociales como el empresariado apoyaran por interés propio una transición democrática. Ante la cuestión cubana, Moratinos ha seguido una línea diametralmente opuesta a la democrática. Desde el momento en que ocupó el cargo, ha jugado la baza de aproximación a “Cuba”, es decir al gobierno de Castro, dándole satisfacción al eliminar todo contacto público con la oposición interior –adiós a las recepciones en la Embajada española– y al buscar por todos los medios que las relaciones con la UE recuperasen la normalidad, con un olvido total de la oleada represiva de 2003.
La designación de Carlos Alonso Zaldívar como embajador fue anuncio de la nueva política. Gracias a ella, los dirigentes de Cuba percibieron que no les era preciso rectificar en nada para que España se entregase a fondo al papel de abogado defensor suyo ante Bruselas. Alguna liberación de opositores encarcelados por motivos de salud, como la de Raúl Rivero, permitía a Zapatero y a Moratinos salvar la cara, sin que siquiera fuera recuperado para España el Centro Cultural español en el malecón habanero, que tras una importante inversión quedó en manos de Fidel por vía de confiscación, como castigo por la actitud española en 2003.
El argumento esgrimido por Moratinos ha consistido en defender el acercamiento al castrismo precisamente para estar cerca de sus instancias de poder, de modo que al llegar, no se sabe cómo, el cambio, nos encontraremos en condiciones de incidir sobre el mismo. Resulta difícil pensar qué influencia puede ejercer aquél que ha desautorizado explícitamente toda presión exterior sobre la política cubana y ha apostado así por la continuidad del régimen. A diferencia de lo que ocurriera en España un tercio de siglo atrás, las gentes de gobierno en Cuba no encuentran en la política exterior española aliciente alguno para cambiar, y menos después de que Raúl Castro tomara el timón. Mientras el socialismo de la miseria acentúa de modo trágicamente visible su impotencia y su negatividad para resolver los problemas de la Isla, Moratinos es la única persona en el mundo que ve en su actuación indicios de reforma. La consigna es entonces “avanzar juntos”. Esto implica asumir el supuesto altamente discutible de que los intereses de “las autoridades cubanas” y del pueblo cubano (Moratinos hace una precisión: “nuestros amigos del pueblo cubano”) coincidan. Avanzar, pero ¿hacia adónde? Es como si las democracias europeas se hubieran volcado para respaldar a los gobiernos de Arias Navarro entre 1974 y 1976.
La expectativa de que los presos políticos fuesen mayoritariamente liberados no se cumplió, pero Zapatero y Moratinos mantuvieron su apuesta de “entendimiento” hasta hoy. Ello sugiere que las razones de fondo pueden ser otras. La hipótesis más verosímil es que a la hora de decidir el apoyo a la dictadura de los Castro han intervenido dos factores en apariencia contradictorios por su origen. Se trata en primer término de los intereses empresariales, no descuidados en la etapa de Aznar, pero que pueden verse favorecidos por el apoyo privilegiado que España ofrece sin contrapartida política alguna.
El objetivo actual del viaje de Moratinos, negociando para el desbloqueo de fondos españoles en bancos cubanos, respondería a esa pretensión de trato preferente. La segunda vertiente responde a la tradicional atracción que el castrismo ha ejercido sobre la izquierda española, respaldado por el antiamericanismo. El apoyo a Fidel Castro es prácticamente gratuito, no afecta la vida de los ciudadanos españoles, y proporciona un saludable aval de
progresismo. La referencia al bloqueo o al embargo impuesto por Washington es siempre la coartada para marginar el tema de la democracia. En una palabra, el voto de izquierda no se ve amenazado por el colaboracionismo de Moratinos; todo lo contrario. Cuba puede esperar.
La respuesta del ministro a las críticas formuladas contra el contenido de su viaje suscita aún mayores preocupaciones a quienes desean la democracia para Cuba. Estamos ante una mezcla de cinismo, voluntad de engaño y determinación obsesiva. A modo de plataforma actuó la filtración a El País de una conversación con apariencias de acta entre Zapatero y Obama, según la cual éste habría designado a Moratinos poco menos que emisario suyo para transmitir a Raúl Castro su voluntad de cambiar la política hacia Cuba, eso sí, si Raúl cambiaba antes (justo lo contrario de lo que Zapatero y Moratinos vienen recomendando). La divergencia de posiciones fue así disfrazada de “casi complicidad”, con Moratinos de mensajero de Obama. La veracidad estorba, de modo que nuestro hombre no se ha privado de afirmar que su postura es la de la Unión Europea, sobre la cual aspira a forzar un giro de 180 grados, y de justificar el idilio diplomático por “el proceso de reformas” a su entender en curso bajo Raúl, celebrando de paso las dos excarcelaciones (sólo una de preso político) como prueba de la eficacia de su actitud reverencial ante el régimen.
Conclusión: Cuba es para Moratinos su gobierno dictatorial; por eso descarta todo encuentro con opositores que son sólo “un sector de la sociedad”; que este sector sea quien en condiciones durísimas lucha por la democracia no le importa. Sus palabras están cargadas de desprecio hacia los 37 presos, la mayoría de los encarcelados, que censuraron el sesgo de su viaje: son sólo “algunos”, mientras que otros, uno en mi conocimiento, se desplazó hasta la embajada para “dar las gracias”. Gracias, ¿de qué?
El paso siguiente consistirá en aprovechar la presidencia española de la Unión Europea en este semestre para intentar poner fin a la Posición Común europea que desde 1996, sin excluir el diálogo con las autoridades cubanas, recomienda la relación con los opositores para presionar en dirección a la democracia.
En pos del islamismo
¿Por qué el jefe de gobierno y el ministro de Asuntos Exteriores de una potencia de segundo orden se lanzan a anunciar que poseen la solución de los problemas planteados al mundo a partir del 11-S? Y no sólo eso, ¿en qué nivel de conocimiento sustentan tal pretensión? En éste como en otros campos de la política, José Luis Rodríguez Zapatero llegó a la presidencia del gobierno español con una hoja en blanco entre las manos, y de su ministro Miguel Ángel Moratinos era conocida la especialización en el conflicto de Oriente Próximo, con una clara simpatía hacia la causa palestina, pero tampoco su faceta de diplomático dejaba entrever una ambiciosa dimensión de teórico. Es posible que fuera el instinto político del primero lo que le sugiriera la posibilidad de obtener una alta resonancia de un planteamiento más amplio, como envoltura del impacto causado por el abandono español de la participación en la aventura americana de Iraq. Una vez llegado al poder tras los atentados terroristas del 11-M, tampoco cabe excluir que pensara asimismo en la rentabilidad de un viraje hacia el mundo islámico destinado a conjurar nuevas amenazas terroristas. Fue el descubrimiento del comando yihadista en Leganés lo que deshizo un relato en gestación, que la gente de izquierda siguió alimentando, según el cual la voladura de los trenes sería antes que nada una acción de castigo por la política de Aznar sobre Iraq.
El estilo político de Zapatero y Moratinos deja poco espacio para la reflexión, y por ello difícilmente iban a aceptar la necesidad de indagar en las raíces y la organización del terrorismo islámico, lo cual llevaría además a un terreno que ambos deseaban evitar: la vinculación de la estrategia de Bin Laden con las concepciones islamistas radicales que le impulsaron a atacar a Estados Unidos. Una exigencia de yihad extendida a todo Occidente que seguía viva más allá de que España colaborara en la invasión de Iraq, aun cuando esta última fuera la coartada. No hablemos del imán que para el terrorismo islámico representa al-Ándalus. Todo quedaría en cambio simplificado si el megaterrorismo quedaba al margen del Islam y se encontraba otra causa de los trágicos acontecimientos, mejor cuanto más acusado fuese tu sesgo progresista.
Entra aquí en escena la profesora Gema Martín Muñoz, autora de trabajos notables en el campo de la sociología política del mundo árabe, pero entregada a una visión militante del Islam que excluye el menor atisbo de sentido crítico. Era una actitud que encajaba a las mil maravillas con las demandas del presidente. Según mis noticias, Zapatero la había invitado antes de las elecciones a dar una explicación de la problemática del Islam en una reunión interna del psoe, donde su visión idílica del tema no dejó de suscitar fuertes discrepancias por parte de quienes conocían de cerca el islamismo por experiencia profesional. Lo extraño es que el gobierno comulgara con tales ruedas de molino, siguiendo a alguien cuyas tomas de posición sobre el Islam eran bien explícitas y propias de una creyente en la fe islámica antes que de una politóloga. Así, en sus declaraciones a El País del 20 de febrero de 2005, Martín Muñoz sentencia: “Muhammad, que es su verdadero nombre [sic], es la figura clave del Islam. Se trata de una persona bendita que al ser elegido por Dios, no puede equivocarse en su labor de guía”. Muhammad aportó, amén de “la revelación” contenida en el Corán, “otra fuente sagrada”, sus sentencias y hechos ejemplares (hadices). Un grado semejante de exaltación doctrinal sirvió a la perfección tras el 11-M al propósito de satanizar todo intento de enlazar el terrorismo islámico con su fuente declarada. Cierto que los atentados son censurables, concederá, aun cuando por mucho tiempo ponga en tela de juicio la autoría de Bin Laden, sólo que su causa es otra: el rechazo justamente provocado en el mundo musulmán por la opresión de Occidente en los planos económico, político y cultural. Sobre todo hay terrorismo porque hay pobres. Zapatero sigue aferrado a esa fácil coartada, que permite rehuir el fondo del problema. La pelota cae en el campo del imperialismo. Cualquier intento de vincular terror e Islam o islamismo ha de ser combatido. Así que el verdadero enemigo contra el cual resulta urgente actuar más allá de la acción policial no es el terrorismo islámico de al-Qaeda, es la islamofobia.
Y la solución al problema, ha insistido Zapatero el 22 de septiembre, es justo la opuesta: “una gran alianza con el islamismo moderado”. A Zapatero no le importa que con yihad o sin ella, tal vez con la excepción turca obligada por el laicismo del Ejército, el rechazo de Occidente es el leitmotiv de las distintas corrientes “moderadas” que tratan de instaurar sociedades musulmanas sometidas a la sharía.
Es así como en los medios próximos al nuevo gobierno, resultado de las elecciones del 14 de marzo, se impuso muy pronto ese sorprendente viraje, esbozado en El País por Juan Goytisolo días después, en un artículo cuyo título, “De vuelta a la razón”, al celebrar ante todo la derrota de Aznar, ponía ya la carreta delante de los bueyes. Sobre el terrible atentado, le importaba ante todo evitar la vinculación de Islam, islamismo y terrorismo. Responsable era “la nebulosa giratoria [sic] de al-Qaeda”. “No mezclemos la teología en esto”, avisará a su amigo Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur. La política oficial se ajustó fielmente a este patrón: descargar de toda responsabilidad al Islam y al islamismo, y subrayar la necesidad de un entendimiento. De no haber seguido activo el comando islamista de Leganés, todo hubiera quedado así en ver al 11-M como un castigo, brutal pero explicable, de la política de Aznar. Olvidemos, pues, las causas doctrinales del terrorismo, sobre la base (errónea) de que el Islam no puede tener nada que ver con él. Dado que es muy complicado luchar contra Bin Laden, carguemos contra Huntington, a quien no hace falta leer, pues el título de su libro ofrece ya suficiente base de refutación para los apologistas.
En septiembre de 2004 anuncia Zapatero su iniciativa de la Alianza de las Civilizaciones, limitada en realidad a la relación con el Islam y asumiendo una clara asimetría: el deber de Occidente consiste en adoptar una actitud reverencial ante el Islam, víctima de sus agresiones coloniales e imperialistas, así como de su incomprensión. Existía un antecedente mortecino, el diálogo de civilizaciones propuesto años atrás por el presidente iraní Jatami, objetivo cargado de racionalidad, pero ahora se trataba de mostrar al mundo, integrando el organismo propuesto en la ONU, que el problema del terrorismo podía resolverse si al Islam se le reconocían todos sus méritos y se descalificaba toda crítica. Es lo que nuestro presidente llama “diplomacia preventiva”. Zapatero encontró un buen socio en el presidente turco Tayyip Erdogan, a quien por lo constatado desde entonces la Alianza como tal no le interesaba nada, y menos tenía la intención de corresponder a la oferta aliviando la presión sobre sus súbditos cristianos (el Seminario ortodoxo estaba y sigue clausurado), pero que de este modo veía consolidado su reconocimiento en Europa y aliviada la desconfianza de los medios laicos de su propio país ante su islamismo.
En su tantas veces citada intervención de septiembre ante la Asamblea de la onu, Zapatero se dejó llevar por entusiasmo y afirmó que la Alianza de Civilizaciones debía ser “la lengua materna de las Naciones Unidas” [sic].
Pero involuntariamente dejó al descubierto la fragilidad del proyecto, al vanagloriarse de contar con “más de cien amigos”. Obama expresó simpatía, pero sin implicarse hasta ahora, y el balance principal es una secuencia de reuniones, con dos Congresos enormemente costosos y que en cuanto a resoluciones concretas han hecho realidad la fábula del parto de los montes. ¿Qué hacer con “las civilizaciones” que no son la occidental ni la islámica? ¿Adonde se va predicando de antemano la bondad de todos en general, y del conjunto del Islam en particular? Establecer centros de análisis sobre las raíces religiosas (no sólo islámicas) de la violencia y de los conflictos actuales hubiese sido útil. Pero, ¿quién en el mundo musulmán iba a asumir la exigencia de la autocrítica? ¿adónde iba a parar entonces la finalidad de propaganda?
Así que mientras las violencias y persecuciones registradas en países musulmanes o por fanáticos contra intelectuales laicos en Occidente eran pasadas por alto (caso del profesor Redeker amenazado de muerte y reducido a vivir enclaustrado en Francia), lo mismo que las advertencias de al-Zawahiri sobre al-Ándalus, las caricaturas danesas se convirtieron en la tragedia del siglo. Zapatero y Erdogan firmaron una carta conjunta, que influyó sobre la resolución del Consejo de Ministros Europeos, donde se pedían disculpas; y en cuanto a los destrozos causados por las agresiones a embajadas y otros centros europeos, todo se limitaba a solicitar justa indemnización. En España, todo el arsenal de implicados en la red oficial de la Alianza clamaron contra la agresión y de modo abierto o entre dientes sugirieron la conveniencia de poner límites a la libertad de expresión. El representante de Zapatero en la Alianza, Máximo Cajal, clamó: “Blasfemia”. Nadie tomó nota, y menos los organismos dependientes de Moratinos, de lo que significaba la tremenda desproporción entre el contenido islamófobo de un par de viñetas y la condena vertida sobre Occidente, incluso por los portavoces del islamismo “moderado” (a su cabeza el más influyente, Yusuf al-Qaradawi). De la Alianza surgió la formación de grupos de “intervención rápida” para responder de inmediato a eventuales ofensas al Islam. Es una Alianza unidimensional y unidireccional, hasta ahora de nulos efectos, aunque Zapatero declare que es su gran éxito después de “haber predicado en el desierto”.
“Así en la tierra como en el cielo”
Moratinos es un ministro viajero. Siempre está volando de un sitio para otro. Al cumplirse treinta y tres meses de su desempeño del cargo había recorrido un millón doscientos mil kilómetros, a una media de mil kilómetros diarios. Por contraste con sus visitas europeas, vinculadas casi siempre a cuestiones institucionales, ha volado por todo el mundo, abrazándose con dictadores como el guineano Obiang, volviendo una y otra vez a ese ámbito supuestamente natural de nuestra política exterior que es Iberoamérica y, sobre todo, tratando siempre de presentarse como el hombre que dispone de las soluciones para todo tipo de problemas, sin que la condición de España como potencia media ni su capacidad de análisis político den base suficiente para esa pretensión.
Ahí está su intento fallido de intervención en el conflicto desatado en Oriente Próximo en el verano de 2006, al invadir Israel el sur del Líbano. Es sin duda el área geopolítica que Moratinos mejor conoce y por ello sus estimaciones se encuentran casi siempre avaladas por el buen sentido. Apoya las aspiraciones palestinas, sin por ello desconocer la voluntad de supervivencia de Israel, trata de que la Autoridad Palestina se convierta en un interlocutor válido, aboga por las ayudas económicas y al desencadenarse la invasión, exige el alto el fuego inmediato. No obstante, el escaso eco de sus llamamientos hubiera debido aconsejarle mayor prudencia y no lanzarse en noviembre del mismo año a proponer nada menos que un plan de paz, sin consultar nada, ni a las partes interesadas ni al gobierno norteamericano. La iniciativa era razonable, con la convocatoria de una conferencia internacional que relanzase el proceso de Oslo y la designación de observadores encargados de proteger las situaciones de alto el fuego. Pero, ¿con qué autoridad iba a plantear España su candidatura a encabezar una mediación europea al margen de Washington? El gobierno israelí despreció la iniciativa y los demás la ignoraron.
Fuera de Oriente Próximo, el problema consistía en que ni Zapatero ni su ministro tenían nada que decir, aunque sí multiplicaran las entrevistas inútiles, como las que una y otra vez les llevan a escuchar de los diplomáticos iraníes que puede haber solución pacífica a la nuclearización de aquel país. De acuerdo con la expresión italiana, una vez cumplido el rito del autobombo, si sgonfia la Mongolfiera, el globo se deshincha. Un ejemplo entre muchos: en enero de 2007 le toca a España presidir la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE). Moratinos se felicita porque eso representa “un paso adelante en nuestra política exterior”. Sigue la lluvia de buenos propósitos, pero a la hora de concretar, una vez reconocido que la cosa está complicada, de Kosovo a Osetia, se limita a anunciar que trabajará para reducir “las tensiones” y para “que se recupere el espíritu de familia” [sic].
Todo tiene que salir bien de cara a la opinión y si eso no sucede, la culpa es de otro. De lo primero es muestra la negociación con el Reino Unido sobre Gibraltar en 2006, que desemboca en el primer reconocimiento abierto por España de la personalidad política de la ya ex colonia, al admitir en lo sucesivo las negociaciones a tres, a cambio de unas mínimas ventajas en el terreno de las comunicaciones. Cuando sale el tema, Moratinos no olvida hablar de la reivindicación española de soberanía, pero son palabras vacías cuando se ha reconocido antes y por vez primera como interlocutor pleno al gobierno de la Roca. Importa la fachada. Si Sarkozy come el terreno a España con su plan mediterráneo, se luchará porque la sede del nuevo organismo, y los gastos consiguientes, se localicen en Barcelona. Y si el pintor Miquel Barceló va a decorar a precio de oro la bóveda de un espacio en la sede de la ONU en Ginebra, nuevo recurso a la cartera del contribuyente español, pagando la factura con tal de que a “Sala de los Derechos Humanos” se añada “y de la Alianza de Civilizaciones”.
En cuanto a lo segundo, fue un buen ejemplo la conducta seguida en el tormentoso mes de noviembre de 2007, cuando el Rey tropieza primero con una agria condena del monarca marroquí a su viaje a Ceuta y Melilla, y apenas superado el trago se enfrenta con Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana de Santiago. Por el medio de filtrar a la prensa detalladas crónicas de lo sucedido, a las que sólo el monarca hubiese podido documentar fuera del tándem Zapatero-Moratinos, queda fuera de duda que tanto el viaje a las que en sendos deslices ambos calificaron en pleno despiste de “ciudades marroquíes”, como en el estallido de Santiago, toda la responsabilidad correspondió a Juan Carlos (“El Gobierno de Su Majestad”, El País, 18-11-2007). Ellos se esforzaron luego por todos los medios para restablecer el buen entendimiento, y en informar
de los méritos propios, llegando Moratinos a elogiar “la madurez democrática” de las elecciones venezolanas (tengo por comprobar la fundada sospecha de que da el visto bueno como observadores a las elecciones venezolanas a personas de nacionalidad española ya públicamente implicadas en la elaboración de la política de Chávez).
Así el “¿por qué no te callas?” vino a perturbar unas relaciones idílicas con el régimen de Caracas, habiendo incluso intentado España efectuar una venta de armas que fue impedida por Washington. Cabe pensar que tanto con Bush como con Obama, a pesar de los elogios dirigidos a éste, prevalece la intención de desarrollar una política dirigida en todo momento a obtener el marchamo de progresista, con pretensiones de plena autonomía, subrayándola hasta el punto de suscitar conflictos, aun cuando las decisiones son justas, por la forma de ejecutarlas (retirada de Kosovo). Cuando no se mete Moratinos mismo en el agujero por esa voluntad irreprimible de servir a quien no lo merece: historia de “la señora Haidar”, como él la llama, y del gobierno marroquí, o al calificar de “un error” el portazo dado por el gobierno de Raúl Castro a la pretensión del socialista Luis Yáñez de visitar la Isla. Una cosa es la prepotencia y otra es olvidar la salvaguardia de la dignidad.
El síndrome de la folie des grandeurs, cuando fallan tanto las ideas como los medios, ha llevado hasta ahora a una inevitable marginación de España respecto de los centros de decisión efectivos en Europa y a una no menos lógica desconfianza ante el francotirador español. Como contrapunto, el principio de realidad impone su ley de servidumbre estricta a los intereses comerciales, echando entonces por la borda toda la retórica sobre los Derechos Humanos y la defensa de la democracia. En nombre de su solidaridad con “nuestros hermanos” de América Latina, Zapatero y Moratinos se lanzan a fondo a favor de Zelaya, con olvido del artículo 239 de la Constitución de Honduras, que dispone el cese inmediato del presidente que intente la reelección. España va más allá de la lógica condena del golpe por la forma de deposición, sin conseguir arrastrar a la Unión Europea a su posición maximalista, mientras en otras ocasiones, como el golpe militar de Mauritania en agosto de 2008, la reacción española es de total pasividad, a diferencia de Estados Unidos y de Francia. En este juego de recurrente oportunismo, las grandes causas no rentables en términos de intereses y votos, tipo Irán, Sáhara o Birmania, por no hablar de Cuba, son una y otra vez olvidadas. Aquí no hay reparos en quitarse la máscara. Recordemos de nuevo el caso Haidar.
Sería injusto, no obstante, olvidar un dato positivo: el puntual cumplimiento por el gobierno español de los deberes de presencia militar exterior, atendiendo a los acuerdos internacionales. La espantada de Kosovo sería por la forma más que por el fondo la excepción que confirma la regla.-
Antonio Elorza es ensayista, historiador y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid. Su libro más reciente es 'Un juego de tronos castizo. Godoy y Napoleón: una agónica lucha por el poder' (Alianza Editorial, 2023).