Viajeros infrecuentes

En la actualidad, no pocos autores jóvenes han desdeñado los peligros del traslado y las ciudades ajenas se han vuelto la consecuencia de escribir libros y no su impulso.
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Me preocupa pensar que nunca seré un escritor viajero. Antaño, los grandes autores visitaban todo tipo de rincones y nadie sabía de esas estancias salvo que las describieran en sus prosas autobiográficas o hubieran hecho migas con algunos literatos locales (las anécdotas de los poetas menores son como una pared donde autores más grandes que ellos han escrito “Yo también estuve aquí”). Se trataba de fantasmas que de repente se volvían reales, cuando el escritor nombraba la ciudad en algún texto. Sólo entonces maravillaba que Calvino hubiera visitado Oaxaca o que Max Frisch llegara hasta Campeche.

Todavía hace algunas décadas, los escritores eran seres escurridizos que transitaban ciudades como libros, porque algunos pensaban en sus vidas como en una road movie que terminaría en un hecho trágico. Incluso mis maestros de la facultad se habían embarcado en recorridos inexplicables con destinos simbólicos –la ruta de los itzáes- o habían decidido pasar sus crisis de mediana edad en algún país sudamericano. El espíritu del autor nómada latía en ellos, aún así nunca alcanzaran la fama, la fortuna o en casos más frecuentes, la buena prosa.

Para mi generación los viajes hubieran parecido más fáciles. En mis tiempos no hay convicciones –ni pecados que exculpar educando a los campesinos de la sierra-, sino apenas suerte en las convocatorias de becas. No hay jornadas de hambre y contingencias, sino hoteles con las comidas incluidas (el menú es algo rígido, pero sin duda nutre más que lo que hay en casa). Nadie acaba al borde de la carretera sin que vaya a rescatarlo alguno de los organizadores (esa encantadora mujer de lentes que nos hizo firmar diez papeles). Pocas cosas pueden suceder entre tanta comodidad. Sin migajas como plato del desayuno o disparos a las afueras del cuarto, los jóvenes escritores hemos desdeñado los peligros del traslado y las ciudades ajenas se han vuelto la consecuencia de escribir libros y no su impulso. Los oficios para pedir permiso en el trabajo son la única literatura de viaje que hemos podido conformar.

Para quienes no corremos riesgos –es decir, para todos aquellos que no abandonaremos las casas de nuestros padres para irnos a una reserva ecológica- los encuentros de escritores se han vuelto nuestra única posibilidad de aventura. Los coloquios sobre Josefina Vicens (en Tabasco, por supuesto) o las presentaciones en uno de los 106 municipios de Yucatán han motivado en más de una ocasión nuestros escapes. Pendiente nuestro destino del comité de selección de una maestría, hemos cambiado el arte de la fuga por una burocracia del nomadismo.

En esas circunstancias no sorprende que los encuentros de escritores parezcan tan atractivos. Todo encuentro supone un viaje pagado (por eso yo nunca muevo ni un dedo para que se organicen en mis lugares de residencia) y también contempla todas esas cosas que no haríamos en nuestras propias ciudades: comer sin desembolsar un quinto, convivir con desconocidos, hablar de literatura. Como en los experimentos nucleares, la colisión entre autores puede ocasionar una materia nueva, provechosa y reveladora; no obstante, la mayoría de las veces -al igual que en las pruebas de los aceleradores de partículas- se obtienen ideas que duran apenas un segundo con vida.

Nada más deprimente que cumplir los programas de los encuentros. Son itinerarios que concentran discusiones en teatros centenarios sobre temas igualmente centenarios. Es inútil seguirlos, y cada año los escritores han hecho bien en transgredirlos, en salirse antes, servirse café y galletitas a todas horas, saltarse mesas, o quedarse en cama después de una borrachera que pudo haberles costado la vida. Lo único rescatable de los encuentros es la posibilidad de embarcarse en una ciudad ajena con el riesgo que supone tener que hacerlo junto a otros escritores (que es como intentar leer un libro donde todo mundo tiene algo que comentar).

Los encuentros, todo hay que decirlo, son casi viajes de agencia. Tres o cuatro días en los que cualquier recorrido parece superficial, exceptuando a ciertos náufragos natos que terminan despertando en camas por las que no firmarán salida. De ahí que los lugares perfectos para ser sedes de coloquios sobre literatura son aquellos donde todo son calles y casas y mujeres feas -sólo así parecen mejores los libros-, aunque rara vez los escritores desaprovechan incluso las calles, las casas y las mujeres feas.

Aún no se ha redactado una Guía para viajar con escritores, pero alguien debería de hacerlo. Consejos para no intimar con los nerds y terminar en una librería buscando ediciones descontinuadas de Sergio Pitol (en Veracruz, por supuesto).  Bebidas a evitar y sujetos de los que es razonable mantenerse alejados. Cómo sobrevivir a una manada de universitarios hostiles o las preguntas al aire de un académico intoxicado. Antídotos contra la epidemia de bostezos y el canto de sirenas de los bares karaoke (se sabe que los poetas tienen con frecuencia sueños donde lideran grupos de rock). Para quienes no tenemos emociones fuertes en la vida –y no acostumbramos a unirnos a guerrillas o violar la ley para sentir el delirio de la persecución policíaca-, esos son los viajes literarios: muchas conversaciones, la cena de 8 a 9, un cargamento de libros editados por el Ayuntamiento que ocupan toda la maleta.

De vuelta a casa qué hay: dos boletos de avión con que comprobar la estancia o el pretexto para un artículo en el periódico. ¿Y la literatura? No lo sé: yo soy un viajero infrecuente, pero sospecho que los auténticos viajes de escritor suceden a horas en que nadie se da cuenta que lo somos.

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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