El mito literario y cinematográfico del vampiro, el terrible Señor de la Noche, entra en las pantallas desde los comienzos mismos de la cinematografía. Y es que vampiro y cine se corresponden bien, porque el vampiro humano es un muerto y el cine se hace con muertos o con instantes ya ocurridos, es decir ya muertos. (“Toma un cadáver, échalo a andar… y tendrás el cine”, le explicó un niño al poeta Max Jacob.)
En su libro Le cinéma fantastique, de 1970, René Predal, que fichó y documentó más de un centenar de películas vampíricas realizadas hasta ese año, anota que desde 1896 el cine estadounidense había aterrado o divertido o aburrido a crecientes públicos mediante cintas tituladas El vampiro, Vampiros de la noche, La huella del vampiro, La torre del vampiro, Un vampiro aldeano… La tenebrosa palabra se extendió a otros terrenos, por ejemplo al de las mujeres de alto malvivir, las bellas seductoras profesionales, las chupadoras de fortunas y motivadoras de suicidios, quienes en el cine nórdico fueron apodadas vampiresas y en el cine hollywoodense merecieron el explosivo monosílabo vamp. (“Money is blood, it’s life”, dijo la vamp Theda Bara en un letrero en blanco-y-negro de una de sus películas.)
Tras el genial Nosferatu de Murnau (el vampiro humano, el nocturno ser de vida reciclable mediante la absorción de sangre ajena, preferentemente la de bellas durmientes en alcobas abiertas a la romántica luz de la luna) fue definitivamente adoptado en plan grande por el cine norteamericano a partir de que el cineasta Tod Browning, que ya se había ensayado en el género vampírico con la silenciosa London after midnigth, de 1927 (película hoy fantasmal pues de ella sólo quedan el guión escrito y los stills), en 1931 hizo de un actor centroeuropeo otro prototipo de vampiro, le devolvió el nombre esdrújulo,y stokeriano, de Drácula y lo puso al día, es decir lo situó en el casi umbral de los años treinta, trasladándolo de una Transilvania gótica al moderno Londres de entonces, en el que apareció como un gentleman de salón demasiado mundano para no ser sospechable. La película, que fue beneficiada por la ausencia de música de fondo (de modo que adquiere mayores densidad e intensidad de las voces, los susurros, los aullidos, los ruidos), fluye con una ritual lentitud narrativa, ofrece bien situadas escenas o imágenes de gran efecto (el vampiro pasando a través de una telaraña sin romperla, o sus ojos invadiendo la pantalla en grandes closeups) y originó el mito paralelo del señorial y truculento actor húngaro Bela Lugosi, tenebroso astro que se repetiría en las secuelas, los facsimiles y aun las parodias que formarían, hasta 1948, la saga Drácula-Lugosi.
Nacido con el apellido de Blasko en 1882 y en la ciudad de Lugos, de la cual, añadiendo una i, formó su nom d’artiste, Bela Lugosi interpretó prestigiosos papeles en el teatro y el cine de Hungría y de Alemania: Romeo, Hamlet, Manfredo, Guillermo Tell, Dorian Gray; fue teniente de infantería en la primera Guerra Mundial, dirigió el sindicato de los actores durante los efímeros soviets húngaros, y, tras la derrota de éstos, emigró en 1921 a Hollywood, donde hizo una decena de films antes de que Browning lo dirigiera en 1930 para el Drácula de la Universal Pictures, compañía ya conocida como particularmente inclinada hacia el cine de terror, para el que produciría las sagas de Frankenstein, del hombrelobo, de la momia andante, de los zombis, de los científicos satánicos, del hombre invisible y, claro está, de Drácula.
El Drácula dirigido en 1931 por Tod Browning, basado en la obra teatral de Hamilton Deane y John Balderstone (a su vez basada en la novela de Stoker), dialogado por Donald Murphy, fotografiado en claroscuros por Karl Freund y actuado por Lugosi, Helen Chandler, David Manners y Edward Van Sloan (como el profesor Van Helsing), significó para el actor protagónico tanto su gloria como su tragedia. Las compañías productoras de sus películas lo convirtieron en víctima de una interminable e innoble campaña publicitaria para hacer más taquillero y rentable a su habitual personaje: según cláusulas de los contratos debía habitar una mansión oscura y telarañosa, tener de mascotas a murciélagos vivos, fingir que dormía en un ataúd, vestir en público capas y fúnebres trajes de vampírica etiqueta. El resultado de tales supercherías fue que desde entonces hasta su muerte, ocurrida en 1956, Lugosi empezó a sufrir ¿o gozar? el delirio de creerse Drácula tel qu’en lui-même. Había sido tantas veces el vampiro Número Uno para la Universal, para la Warner, para la Fox, para la Paramount, que, en contraparte, esas compañías fílmicas habrían vampirizado hasta su vida cotidiana.
Aunque Drácula quedó como la película más prestigiosa de Tod Browning, su obra maestra es Freaks, filmada un año después e interpretada por auténticos y profesionales “fenómenos” del célebre circo Barnun: hombres-troncos (es decir demediados), esqueleto viviente, hermanas “siamesas”, mujer barbuda, seres macro y micromegálicos, enano y enana (enamorados), más, en el lado del Mal, el atleta “Hércules” y la bella acróbata “Cleopatra”, seres físicamente normales que resultaban los verdaderos monstruos morales de la extraña y poética película, cuyo unhappy end es uno de los más realistas, más físicos y a la vez más fantásticos e inigualados momentos de terror de toda la historia del cine.
(Continuará)
(Publicado anteriormente en Milenio Diario)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.