Vida y mito del vampiro/ 4

La magia inquietante de Vampyr, en su momento denostada y hoy “de culto”, residía no tanto en los personajes, sino sobre todo en la abstracta presencia del mal como una atmósfera que los abarcaba y derminaba.
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Tras el magnífico Nosferatu de Murnau, tras el casi magnífico Drácula de Tod Browning, ocurrió que el mito del vampiro humano, el ser reciclable en cada anochecer gracias a la absorción de sangre ajena, fue, además, profusamente reciclado por la industria fílmica del californiano Bosque de Acebos (que eso significa Hollywood, y no Bosque Sagrado, como suelen creer algunos devotos de la entonces llamada Meca del Cine). El personaje —tal como lo había puesto en pie Bela Lugosi: de negro traje de etiqueta, de medallón emblemático sobre la blanca pechera, de negro y liso cabello luciente de brillantina, de ojos imperativos y de tan majestuosa como truculenta  gestualidad de anacrónico aristócrata—fue reiterado en nuevos fílmicos avatares a cargo del mismo Lugosi y eventualmente de otros actores como el masivo y menos que mediocre Lon Chaney junior o el largo y flaco John Carradine (que tenía talento, pero casi exclusivamente en los westerns, particularmente si eran de John Ford). A  través de los años treinta y cuarenta la Universal Pictures, que había lanzado al lugosiano Drácula en 1931, reincidió numerosamente en hacerlo nacer-morir-renacer en las pantallas, para, a final de cuentas, degradarlo a mero comparsa en las zafias comedias de Abbot y Costello (un dúo cómico que en el cine de Hollywood fue apenas algo menos abominable que la futura pareja de Viruta y Capulina en el cine mexicano).

El vampyr dreyeriano

Pero, en los iniciales años treinta y apenas estrenado el Drácula de Browning, ocurrió una excepción a la regla de ruda industrialización ¿o infamación? del mito vampírico. Fue en 1932 y nuevamente en Europa y con un cineasta de genio equiparable al de Murnau: el danés Carl Dreyer, quien basándose, no ya en la novela de Stoker, sino en dos cuentos: “Carmilla” y “La recámara de la posada del Dragón Volador”, del irlandés Sheridan Le Fanu, y disponiendo de escasos medios económicos, técnicos y actorales, realizó casi  heroicamente, en estudios y locaciones francesas y alemanas, Vampyr, o La extraña aventura de David Gray, una película sin Drácula, sin Nosferatu, sin cualquier vampiro evidente.

La magia inquietante de Vampyr, en su momento denostada y hoy “de culto”, residía no tanto en los personajes —un  protagónico cazador extraviado en una aldea y en un castillo, una vieja bruja-vampira, una muchacha vampirizada, un inquietante viejo anteojudo y cómplice de los malos, etcétera—, sino sobre todo en la abstracta presencia del mal como una atmósfera que los abarcaba y deteminaba. Aparte de los personajes inquietantes: particularmente la heroína enferma de vampirismo cuando, con demoníacos ojos sonrientes, mira hacia más allá del marco de la pantalla, y de las secuencias oníricas como la pesadilla de David Gray viéndose muerto dentro de un ataúd viajero por el patio del castillo y  sus inmediatos alrededores, de los momentos fantasmales como aquel en que la sombra del cazador sobre el muro se independiza y se va a una extraña fiesta (precursora de la de The fearless vampire killers, la comedia vampírica de Polanski), lo que convierte a la película en una íntima experiencia estremecedora para el cinéfilo reside particularmente en esa densidad atmosférica, hecha de imágenes captadas en un tono gris de vieja plata, de lentitudes y quietudes, de inconexos diálogos susurrados, de ráfagas de músicas lejanas, de intensas miradas fuera de cuadro.

Película de azarosa producción, perjudicada ¿o tal vez involuntariamente beneficiada? por la actuación sonambúlica de su productor, el eventual actor amateur Julian West, seudónimo del barón Nicolas de Gunzburg (o viceversa), Vampyr es, después del Nosferatu de Murnau, la segunda obra mayor, la otra joya gris y negra del género vampiriano. Fracasada para las taquillas, abucheada, silbada y pataleada por los cinéfilos draculólatras, fue ignorada o denostada por los críticos devotos del cine convencionalmente “bien hecho”, mientras al paso de los años algunos cineastas (Marcel Carné, Jacques Tourneur, Ingmar Bergman, Federico Fellini, Werner Herzog, Francis Ford Coppola) le rendirían honores verbales o fílmicos, y hoy su perturbadora aura entre poeniana y kafkiana, su intrínseca poesía, su traslado desde un relato fantástico al nivel de la inquietud espiritual (pues, como todo el cine de su autor, trata de una aventura del alma), la colocan entre las grandes obras, otrora malditas, de la historia del cine.

A su equipo de filmación, que incluía al excelente fotógrafo Rudolph Maté, Dreyer le explicó la sutil, desasogante y poética película que se proponía realizar:

“Imaginen ustedes que estamos sentados en una habitación y que de pronto nos dicen que tras la puerta, en el cuarto contiguo y aún no visto, se halla un ataúd con un cadáver. En un instante, el ambiente de la habitación donde estamos resulta alterado y todas las cosas a nuestro alrededor cambian de aspecto: la luz y la atmósfera, aunque sigan siendo físicamente las mismas, han cambiado.  Esto ocurre porque somos nosotros los que hemos cambiado y el espacio y los objetos son como inmediatamente los sentimos. Y ese es el efecto que buscaremos para nuestra película.”

(Cuarenta años después, en 1972, Luis Buñuel tomará la anécdota ilustradora de ese propósito de Murnau y la convertirá en un más regocijante que perturbador episodio de El discreto encanto de la burguesía.)  

(Continuará)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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