En los años 1940-50 el vampiro cinematográfico iba decayendo y degenerando aunque seguía redituable en las taquillas. Hollywood lo degradaba en películas baratas, en caricaturas involuntarias a cargo de directores destajistas: Erle C. Kenton, Sam Newfield, Lew Landers, Charles T. Barton, etc., o de cineastas más aptos en otros géneros: Robert Siodmak (Son of Dracula) o Mark Robson (Island of the Dead). En esos filmes los argumentistas a sueldo de las compañías fabricantes adjudicaban a Drácula un hijo o una hija o algunas amantes vampirizadas, o lo acompañaban con el monstruo de Frankenstein e incluso lo trocaban en ¡fantasma de vampiro! De modo que cuando ya la saga de Drácula estaba de negra capa caída, cuando el antes imponente Lugosi ya sólo dizque estremecía de espanto (cómico) a los bufones Abbot y Costello, el asunto vampírico repentinamente resurgió renovado en rostros, en tramas, en ambientes, en estilos.
La renovación cinematográfica del mito vampirico ocurrió en tres años consecutivos y con otros tantos títulos: I vampiri, del italiano Ricardo Freda (1956), El vampiro(1957), del mexicano Fernando Méndez, y Horror of Dracula (1958), del inglés Terence Fisher.
Lo original de la película italiana, quizá inspirada en la historia de la “condesa sangrienta”: la húngara Erzebeth Bathory (1565-1614), está en que la protagonista, la duquesa Marguerite du Grand (interpretada por una muy carnal Gianna María Canale, es una vampira que seduce a muchachas para, chupándoles la sangre, continuar joven y bella. Finalmente, la duquesa acosada por la vindicativa ira popular, y privada de un urgente trago de sangre, en pocos segundos se vuelve una no venerable anciana muy pronto pulverizada en un encuadre justiciero.
En cambio, la originalidad de la película de Méndez, con título tan general y escueto: El vampiro, está, no en cambios esenciales al prototipo draculiano, sino en una atrevida migración del mito vampírico —fundamentalmente europeo— al mundo latinoamericano, o, dicho más preciso, a una ranchería adjunta a una ferrovía y en el siglo XX. Contra lo que era de esperar, ese collage espacio temporal resultó afrtunado. El esbelto, narigudo, ojeroso, elegante Germán Robles y la delgada y pálida Carmen Montejo formaron un buen amasiato de extranjeros vampiros combatidos por Alicia Montoya en alucinante vengadora que con un enorme y exorcisador crucifijo sobre el pecho brota de las paredes (pues ha vivido emparedada por años para hacer justicia. A ese trío digno del cine de horror “gótico” se le contrapone obviamente la insulsa pareja de enamorados formada por el ligero actor Abel Salazar, veterano de muchos papeles de galán en olvidables comedias sentimentales, y la graciosa y nula actriz Ariadna Welter. Sin embargo, tales descuidos de reparto y algunos otros detalles discordantes no entorpecieron demasiado la buena mano artesanal de Méndez, que logró momentos impresionantes como el del vampiro materializándose al pasar bajo un chorro de luz cenital, o el súbito giro de cámara que revela en un recodo del camino a Salazar y Welter acechados por la Montejo, o los diálogos en voces off de los dos vampiros para comunicarse como con invisibles teléfonos celulares inventados avant la lettre.
El tercer título reciclador del asunto vampírico en el final de los años cincuenta fue aquel en que Fisher puso en Technicolor al hasta entonces vampiro de figura blanca-y-negra, y esa fue su principal innovación en lo visual. Horror of Dracula, que inauguraría una serie vampírica para la Hamer Films (pequeña compañía especializada en géneros de espanto y recicladora de la criatura de Frankenstein, del Hombre Lobo, de la Momia, de la Gorgona, de Jekill y Hyde), es una de las mejores muestras formales de toda la varia cinematografía vampiriana gracias a la hábil dirección, a los bien cuidados decorado y vestuario decimonónicos, a la talentosa narratividad del guión de Jimmy Sangster (que modificó sin traicionar el argumento de la novela de Stoker, además manteniéndolo en el siglo XIX) y a un muy profesional reparto en el que dos segundos actores de los filmes shakespearianos de Lawrence Olivier: Christopher Lee y Peter Cushing, pusieron en pie a un esbelto y elegante Drácula más seductor que violador de mujeres y al anguloso e inteligente cazador de vampiros, el profesor Van Elsing.
Horror of Dracula es una buena película cuya fuerza está basada tanto en la ferocidad del vampiro como en los poderes viriles de éste y no tanto en su capacidad de dar miedo. El conde Drácula es aquí más seductor que violador de féminas, quienes suelen ofrecer con feliz sonrisa el cuello, incluso el inicio del pecho, al beso mordelón del beau ténébreux. Sin embargo, la aportación del Technicolor, que ocasiona espectaculares efectos del color rojo gracias a las emisiones de sangre, es, a mi parecer, una debilidad de la película, entre otras cosas porque al género del horror le convienen menos los colores que el blanco-y-negro. Por eso creo que la versión de Fisher, si tal vez iguala al buen Drácula de Browning, no llega al nivel genial del Nosferatu de Murnau ni del Vampyr de Dreyer.
Pero aún quedan por considerar otros avatares fílmicos del caballero vampiro emitido a las ¿eternidades? del libro y del cine.
(CONTINUARÁ)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.