Vidas de Leonora / 2

La segunda parte del homenaje a la pintora Leonora Carrington
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En 1937 —es decir el año conflictivo y terrible Mil Novecientos Treinta y Siete en el cual ya hacía un año que en España atronaba la incivil guerra civil y aviones alemanes bombardearon Guernica, en el cual Stalin ponía en escena los grandes shows de los procesos de Moscú para que cayesen grandes cabezas del Partido y del Ejército Rojo acusadas de “traición a la revolución soviética”, en el cual los nazis abrían en Weimar el campo de concentración de Buchenwald con sus cámaras de gases letales, en el cual el ejército japonés ocupaba tres importantes ciudades chinas: Shanghai, Pekín y Nankín, etcétera—,he aquí que Leonora Carrington,  inaugurando una segunda vida, llegaba a París del brazo de Max Ernst y se incorporaba al grupo surrealista; el cual, si bien aún estaba en ascendente curva creativa, se escindía en discusiones políticas y se enfrentaba a la izquierda correcta (de entonces) por causa del traicionero Pacto Germanosoviético.

Pese a las turbulencias de aquel año, el idilio del pintor germano y la princesita británica había complacido a los surrealistas. Con su usual lirismo un tanto ceremonioso, Breton había dicho: “Max ha raptado y nos ha traído a la Alice de Lewis Carroll”. Y, primero en un apartamento de la Rue Jacob, después en un petit chateau de Ernst en Saint-Martin d’Ardèche (una aldea de la región del Ródano alpino), Leonora y Max se amaban y pintaban cuadros en los que él desplegaba fantasías de las materias terrestres y ella hacía aparecer las extrañas figuras de su mitología onírica, a la cual, también escritora, dejaría transcrita en dos libritos de cuentos: La Maison de la Peur (1938) y La Dame Ovale (1939).

Pero esa felicidad amatoria y artística de la pareja, que parecía destinada a persistir en la leyenda de un surrealismo paradisíaco, sería muy pronto interrumpida por la turbulencia de la Historia. En 1939 Francia e Inglaterra declaraban la guerra a Alemania y Max Ernst, ciudadano alemán, fue internado en un campo de concentración del Midi de Francia mientras Leonora, de pronto sola y sin recursos en el petit chateau, sufría una profunda crisis nerviosa con intensas ráfagas de delirio que la acercaban al umbral de la locura. Comenzó entonces para ella un periodo atroz del que quedan algunos díceres (se decía, por ejemplo, que una noche llegó descalza y ojerosa y con el cabello revuelto a la casa de unos vecinos para canjearles el petit chateau de Max por una botella de coñac); pero sobre todo queda el testimonio de ella misma: el librito titulado En bas (“A la baja” o meramente “Abajo”) que sería publicado en 1945.

Tras haber sido Max Ernst encerrado en el campo de concentración, Leonora, sola en Saint-Martin d’Ardèche, alimentándose diariamente con sólo dos papas cocidas, un poco  de ensalada y no pocos vasos de vino (régimen que le causaba dolores estomacales y vómitos), se deprimió al enterarse de la toma de Bélgica por las tropas alemanas y de la ocupación de París. Una pareja de amigos la llevó en automóvil hacia España, donde ella pretendía entrevistarse ¡con el general Franco! para exigirle piedad hacia los españoles vencidos. En el trayecto, viendo pasar camiones de los que desbordaban inertes piernas y brazos, viendo hileras de ataúdes en las orillas de la carretera, temió estar loca y tener alucinaciones. Después, al llegar a Perpignan, supo que  allí había un cementerio militar.

En Andorra, donde los tres viajeros debieron esperar a dos hombres que los hicieran pasar a España, Leonora había entretenido su angustia subiendo a las montañas cercanas, dando saltos, trepando a las rocas “con la facilidad de una cabra” y hablando con los animales campestres, lo cual levantaba sospechas acerca de su estado mental. Ya en la España recientemente “pacificada” con la victoria franquista, su angustia aumentó: la tierra roja le parecía sangre seca de los muertos de la guerra y en Madrid intuía agentes nazis entre los transeúntes. Finalmente el padre, desde Londres y a través de la embajada británica, ordenó que se la cloroformase y se la enviara a una clínica para enfermos mentales establecida en Santander, en el norte de la península española, donde debía ser estrechamente vigilada. Esos meses allí serían su temporada en el Infierno, aunque tuvo coqueteos con un enfermero parecido a Luis Buñuel, conocido en París. Luego el padre ordenó desde Londres que, acompañada de una enfermera alemana (y al parecer simpatizante del nazismo) se la llevase a Lisboa, desde donde debía ser embarcada hacia otro establecimiento siquiátrico ¡en el sur de África!, pero Leonora aprovechó un descuido de la guardiana y se escabulló hacia la embajada de México, donde, tras conmover al personal con el relato de unas peripecias como de película de episodios, solicitó que se telefonease al poeta Renato Leduc, con quien había flirteado en un té danzante parisino.

Y Renato, que se hallaba paseando en Europa con el pretexto de una vaga, casi hipotética función “diplomática”, acudió caballerosamente a socorrer a la bella, la tan móvil damita inglesa, quien, desposada por él, iniciaría en Nueva York y luego en México sus tercera y cuarta vidas.

(CONTINUARÁ)

 

(Publicado anteriormente en Milenio Diario)

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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