La muchacha Carrington, la perseguida por la autoridad paterna y por la psiquiatrรญa, la fugitiva de Inglaterra, de Francia, de Espaรฑa, de los Estados Unidos, de la Segunda Guerra Mundial, y, en fin, la evasora de la “pesadilla de la Historia” (segรบn dijo James Joyce), serรก luego en Mรฉxico, desde los aรฑos cuarenta, la esposa y la divorciada de Renato Leduc, la esposa y viuda de “Chiqui” Weisz, la paridora de dos hijos y, definitivamente, la serena hechicera madurada en una maestrรญa artรญstica que nunca desdeรฑarรก la incesante rรกfaga del delirio. “Merece tus sueรฑos”, dijo un poeta, y ella los merece suscitรกndolos, haciรฉndolos florecer en los cuadros, en sus murales (aquel Mundo mรกgico de los mayas, conjunciรณn de la imaginaciรณn gรณtica y los mitos indรญgenas) y en sus escenografรญas teatrales (aquel jardรญn de fastuosa flora literalmente venenosa concebido para La hija de Rapaccini, poema/drama de Octavio Paz sobre un cuento fantรกstico de Hawthorne).
“Yo no invento lo que pinto; lo que pinto me inventa a mรญ”, dijo Leonora. En sus cuadros como en sus relatos (La casa del miedo, La dama oval, Un camisรณn de franela, La trompeta acรบstica, etc.), como en su teatro (Penรฉlope, La invenciรณn del mole, El prรญncipe azul Cucรบ) se alรญan misterio y humorismo como en el tubo entre los dos vasos comunicantes, pues la palabra entre, que rige la poesรญa de Octavio Paz, rige tambiรฉn la pintura de Leonora. Sus personajes entre lo humano, lo animal, lo vegetal y lo mineral, habitan las quietas pero inquietantes escenas del mental teatro que son sus cuadros, momentos de esa quieta dramaturgia de poses hierรกticas, silenciosas y alucinatorias, de una imaginerรญa fosforescente e interimantada. Sus cuadros, murales y esculturasnacen de algo mรกs que del ars combinatoria; nacen de una muy sabia magia transfiguradora que actรบa entre el mundo exterior y el mundo interior, entre lo visible y lo visionario.
(Ahora un parรฉntesis para introducir, a mansalva, cierta leonardesca anรฉcdota de believe it or not. Un dรญa a Carrington la visita un crรญtico de arte pregonador del “realismo socialista”. El hombre, “martillo teรณrico” de una estรฉtica estalinista que justificarรญa el buen improperio de Blaise Cendrars: “La crรญtica de arte es tan imbรฉcil como el esperanto”, al hallarse ante el rostro todavรญa juvenil de Leonora, la toma por una muchachita aleccionable y le asesta el rollo ideolรณgico sobre la ineludible misiรณn social del arte, sobre el imperioso deber del artista de servir al pueblo, y le aconseja salir del barracรณn de feria del surrealismo, esa truquera magia del narcisismo delirante y egoรญsta predicada por el “Papa” Andrรฉ Breton, y, cuando cree que ya tiene fascinada a Leonora, se permite recriminarla por su “elitismo”, la conmina a dejar su “torre de marfil” para salir a la gran plaza popular y atender al movimiento de las masas hacia el socialismo. De pronto, Leonora, sonriente, casi cariรฑosa, roza la mano del perentorio perorante, le pregunta si ha cenado y, tras la negativa, le propone un “sandwich carringtoniano” . รl acepta sabiendo que ella tambiรฉn tiene fama de ser una maga de la gastronomรญa, y Leonora va a la cocina, luego al cuarto de su reciente hijo, luego de nuevo a la cocina, y finalmente le trae al gran teorizador de la Estรฉtica redentora de pueblos un sandwich hecho con jamรณn y con una porciรณn de caca tomada de un paรฑal de su bebรฉ, en lugar de mostaza. El rollero mastica el chef d’oeuvre culinario, lo degusta laboriosamente, alaba su sabor un tanto exรณtico, quizรก un poco demasiado fuerte, pero sin duda exquisito. Y quiรฉn sabe si llegรณ a saber de aquel engaรฑo culinario, pero unas semanas despuรฉs publicaba un artรญculo arremetiendo contra el gran engaรฑo del surrealismo y lamentando que la promisoria artista Leonora Carrington hiciera su obra sรณlo para el disfrute de la putrefacta burguesรญa. Se cierra el parรฉntesis.)
La pintura leonoresca, me gusta decirlo como se dirรญa “la pintura leonardesca”, es un amplio, mรบltiple ventanal a un mundo nocturno y fosfรณrico. Con una rigurosa tรฉcnica, el pincel sereno de Leonora sabe obedecer a los poderes onรญricos. En la laberรญntica, la multifacรฉtica intimidad de su mente, descubre, creรกndolos, a incontables seres surgidos de todos los reinos de la naturaleza y de las obras literarias y pictรณricas que nutrieron la cultura de Leonora: leyendas celtas, mitos gnรณsticos, alquimia, cosmologรญa maya, Lewis Carroll, Lautrรฉamont, Nerval (que escribรญa de “la expansiรณn del sueรฑo en la vida”), los cronistas de Indias, El Bosco, Arcimboldo, Carpaccio, las coloridas lรกminas de los cuentos de hadas, y, claro, el unicornio o el centauro intuidos a partir del caballo. En paisajes boscosos o en palaciegas salas flotantes, en horizontes entre el sueรฑo y la vigilia, habitan las criaturas carringtonianas mutantes hacia lo animal, lo vegetal, lo mineral, hacia quiรฉn sabe quรฉ incatalogable especie o gรฉnero. Captados en una engaรฑosa quietud casi hierรกtica, esos seres se transforman, se funden y entreveran, se vuelven otros. Son personajes no indefinidos, sino muy concretos, pues se hallan dotados de una cabal presencia visible. Son actores de un mental gran teatro noctidurno, surgidos de una germinal noche/alba de otro mundo que a la vez es este mundo tal como lo descifraba la mirada serenamente alucinada de Leonora.