El conservador ante el espejo de la modernidad

Los conservadores y la revolución

Álvaro Delgado-Gal

Alianza

Madrid, 2023, 296 pp.

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Tras abandonar la dirección de Revista de Libros, publicación de merecido prestigio a cuyo frente se mantuvo durante la friolera de veinticinco años, Álvaro Delgado-Gal ha entregado un primer fruto de su recobrada libertad. Se trata de un ensayo brillante que presenta una factura desacostumbrada en nuestro país y evoca el recuerdo de aquel Rafael Sánchez Ferlosio que exhibía la misma libertad de pensamiento que aquí nos encontramos: la que permite a su autor tomar desvíos inesperados, dar cuenta de su erudición sin proponérselo y defender tesis alejadas de las convenciones dominantes. De ahí que no sean raras las oportunidades para la discrepancia, que tendrán mayor o menor fuerza según cuáles sean las convicciones que albergue el lector. Pero se trata de una discrepancia fructífera: Delgado-Gal presenta una argumentación tan robusta que el lector habrá de reflexionar para saber por qué no está de acuerdo y a menudo se descubrirá asintiendo allí donde no esperaba hacerlo.

Sin sujetarse a las rigideces del trabajo académico ni caer en la superficialidad del ensayo divulgativo, Delgado-Gal ha acometido en este libro un estudio del conservadurismo que nace con las revoluciones modernas –con la francesa para ser exactos– y mantiene desde hace más de dos siglos una sostenida oposición al tipo de sociedad que aquellas han creado. El autor no toca de oídas: durante el zigzagueante recorrido que va de Burke a Duchamp, pasando por Nietzsche y los futuristas, se maneja con el aplomo de quien ha leído mucho más de lo que estas páginas alcanzan a recoger. Pero lo que se pierde en extensión se gana en accesibilidad: el libro está escrito con una prosa siempre fluida, pese a que abunda en adjetivos desusados que se dirían elegidos con la intención de maridar el tema de la obra con su estilo.

Delgado-Gal empieza por afirmar que vivimos tiempos revolucionarios: las instituciones y costumbres de la antigüedad –de la institución matrimonial al culto ritual de los muertos– no han dejado de verse erosionadas en los últimos dos siglos. El hombre contemporáneo es aquel que ha logrado salirse de las estructuras que decidían por él; habita un tiempo que ya no está ritualizado, puesto a disposición de nuestro proyecto de autorrealización personal. Pero, tal como puede apreciarse en la literatura y las artes, la emancipación conduce al desorden. Y este desorden afecta especialmente al individuo de talante conservador. Este libro quiere comprender a los conservadores, a sabiendas de que su nacimiento es posterior al de los progresistas frente a cuyo empuje reaccionan.

Ahora bien: por más que el conservador lamente que el pasado haya sido sistemáticamente devaluado en nombre del futuro, sabe o debería saber que no tiene ninguna posibilidad de recuperar aquello que siente como perdido en la procelosa corriente de la historia moderna. ¡El conservador es un melancólico! Quizá por ello, como señala el autor, su reino apenas encuentre acomodo en este mundo. Tal como se señala en distintos momentos del libro, el conservadurismo tiene poco que ver con el liberalismo (el funcionamiento del libre mercado y el ejercicio de la libertad individual producen cambio social de manera inevitable) e incluso podría discutirse que el mismísimo dictador Francisco Franco sea tan conservador como se cree (¿acaso no abrió las puertas de la sociedad española al turismo de masas y propició un desarrollismo que modificaría las costumbres de sus súbditos?). Pero lo cierto es que ni siquiera el progresista sabe siempre a lo que atenerse, como demuestra la distinción –trazada aquí con agudeza– entre el progresismo ilustrado de corte gradualista y el progresismo mesiánico de orientación revolucionaria.

Tirando de este hilo, Delgado-Gal bucea en los dos liberalismos británicos (el contractualismo lockeano y el utilitarismo escocés), se ocupa de los libertinos franceses (que enfatizan el papel de las pasiones y por ello descreen de la ingeniería social) y desentraña a Burke (que defiende el pasado por ser lo único que podemos dar por seguro, a la vista de la incertidumbre que rodea al futuro) antes de glosar a Oakeshott y discutir a Hayek. Una de sus conclusiones principales es que una sociedad de mercado no prescribe una moral, ya que esta última es incompatible con sus mecanismos de asignación de recompensas y con la impersonalidad de las reglas que la organizan. La consecuencia de ese estado de cosas es que el conservador –necesitado de un orden al que acogerse– queda a la intemperie. El autor deduce de aquí que la sociedad estamental, sobre cuya descomposición escribió Tocqueville, goza de una “inteligibilidad” de la que carece la sociedad moderna; quienes habitamos esta última no sabemos lo que debemos hacer, porque de hecho no tenemos que hacer sino aquello que decidamos hacer. Y no todo el mundo tiene claro qué hacer con semejante libertad; al menos eso es lo que le parece al conservador, que en eso se encontrará de acuerdo con el marxista.

De manera inopinada, es el escritor cántabro José María de Pereda quien da pie a Delgado-Gal para ilustrar la figura del reaccionario. A su juicio, la “misantropía reaccionaria” de pensadores como De Maistre entró en contacto con lo peor de la tradición católica y alumbró un tipo humano de carácter desagradable, empeñado en pedir lo imposible –Donoso defendía la recuperación de la sociedad corporativa medieval– en total desacuerdo con su propia época. Delgado-Gal matiza que el estalinismo o el fascismo pertenecían a su tiempo; los reaccionarios, en cambio, viven en tierra de nadie. Del fascismo se ocupa el autor, por cierto, demostrando su conocimiento de la cultura e historia italianas. Le interesa destacar que el protofascismo fue idealista y voluntarista, o sea progresista en el sentido originario del término; resulta sorprendente que autores como Giovanni Papini leyeran a William James y tomaran de su pragmatismo lo que más les convino.

En la segunda parte del ensayo, Delgado-Gal se centra en lo que llama “la rebelión contra el lenguaje”, que no es sino la postulación romántica según la cual el individuo debe perseguir la autenticidad, rehuyendo la estandarización a la que nos someten el lenguaje que todos hablamos y los cánones artísticos a los que el artista solía sujetarse. De ahí que el autor censure por igual a Nietzsche, los surrealistas, Duchamp o Warhol: todos ellos quisieron reivindicar su originalidad y defendieron el uso de un lenguaje personal que resulta inservible para la comunicación humana. Para el autor, es una pretensión vana: el ser humano no puede escapar ni por un momento a su condición social. Es algo que no quiso comprender Sartre, empeñado en presentar al prójimo como fuente de alienación y proclive a defender una noción quimérica de libertad. Humanizarse, replica Delgado-Gal, es alienarse; la libertad se ejerce en un contexto y esa constricción es aceptada pacíficamente por los conservadores. El autor apunta que el último Wittgenstein recusa el modelo subjetivista de la tradición romántica –los hablantes se entienden porque hablan un mismo juego de lenguaje– y concibe al individuo en relación indisoluble con su comunidad. En el epílogo, recurre a Proust y T. S. Eliot para hablar de las clases sociales: otra estructura de sentido que ha dejado de funcionar, dando paso a un “gigantesco desclasamiento social” que a juicio del autor da lugar a “degradaciones diversas” que van del turismo de masas al empobrecimiento del arte o el deterioro de las costumbres.

Consciente de que el pasado no puede repetirse, Delgado-Gal dice conformarse con presentar una alternativa a la visión racionalista del mundo que comparten progresistas, socialistas y muchos liberales. Se trata de una alternativa difusa, por cuanto el regreso al pasado es imposible y, como él mismo admite, indeseable en muchos aspectos; el conservadurismo aparece aquí paradójicamente dibujado como una filosofía de la sospecha, etiqueta que antaño se empleó para designar a ilustres críticos –Nietzsche, Marx, Freud– de la modernidad ilustrada. Pero es así: el conservador sospecha que la razón no lo puede todo, que el individualismo no dice la verdad sobre el sujeto, que depositar nuestra confianza en el progreso es cerrar los ojos a sus atrocidades. Y seguramente tiene razón, o parte de razón, en cada una de esas objeciones. De hecho, Delgado-Gal hila fino cuando arguye que la noción ilustrada de progreso nos pide renunciar a lo que somos en nombre de algo –el futuro– en lo que no podemos reconocernos. Es un argumento que nos ayuda a explicar el recelo que suscitan hoy el transhumanismo o las promesas de la inteligencia artificial.

Más discutible es la idea según la cual no podemos comparar el bienestar o la felicidad de individuos que habitan épocas distintas, pues la incardinación del sujeto en un orden –religioso, estamental o de clase– sería suficiente para dar sentido a su existencia. Si seguimos esta lógica, lo importante es que cada uno sepa cuál es su lugar: mejor la injusticia que el desorden. Algo parecido sucede con el disgusto que al autor provoca la caótica sociedad moderna, ya que no todo el mundo aceptará la tesis según la cual esta última es abundante en degradaciones; habrá quien crea que con ella se gana más de lo que se pierde y eso basta. En cualquier caso, discrepar con Delgado-Gal es un genuino placer del lector inteligente, que disfrutará en este ensayo con las sutiles trayectorias que dibuja un pensamiento original que no se esfuerza por serlo. ~

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(Málaga, 1974) es catedrático de ciencia política en la Universidad de Málaga. Su libro más reciente es 'Ficción fatal. Ensayo sobre Vértigo' (Taurus, 2024).


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