Vivir de las letras, ¿es posible?

El autor cuenta cómo logró vivir de las letras, aunque de la manera menos pensada
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Pese a que todo mundo afirma que no se puede vivir de las letras (entre ellos mi madre y una legión de ex novias), hace algunos años, cuando tenía 18, logré cumplir este sueño, que es el de todo poeta adolescente con un folletito publicado por alguna universidad de provincia. Fueron causas azarosas las que me llevaron a este estado ideal al que aspira todo literato en ciernes. Incluso hasta me pude comprar un automóvil (usado, claro): un Cougar modelo 1987. Recuerdo recorrer, en compañía de una chica, a muchas millas por hora, la inmensa recta que va de la ciudad de Chihuahua hasta Ciudad Cuauhtémoc bajo un atardecer que no he vuelto a ver en mi vida. Sobre ese cielo de cúmulos veteados de escarlata pasaban las dos estelas de polvo, gas y sodio del cometa Hale-Bopp, mientras en San Diego, California, las personas se suicidaban en masa, esperando ascender a una nave espacial y regresar a su planeta. Jamás olvidaré el Hale-Bopp.

Pero el lector se preguntará cómo fue posible que el que escribe lograra la máxima prerrogativa para un escritor, a tan tierna edad: vivir de las letras. No solo esto: las letras y yo éramos uno solo. Las llevaba de un lado a otro. Las clasificaba por tamaños. Las atesoraba. De todas las letras mi favorita era la A. La Z me simpatizaba también, aunque no había ocasión de usarla mucho. Cada jueves por la noche pasaba horas agrupándolas en palabras: sustantivos, verbos, artículos, preposiciones. Componía frases. Algunas de estas eran poéticas. Otras francamente eran de muy mal gusto, pues no dependían de mí, sino de algún palurdo que trabajaba en una compañía distribuidora de películas en la ciudad de México.

Sí, querido lector, adivinó usted bien cuál era exactamente mi oficio. Si alguna vez ha pasado al lado de la marquesina de un cine, de esas gigantescas, probablemente se ha preguntado qué clase de persona, de temerario espíritu, es aquella capaz de subirse hasta esas alturas para escribir frases con letras de plástico al estilo de “Mi pasado me condena” o “No es otra tonta película mexicana sobre gente fresita de la Condesa” (hay algo peor: "No es otra tonta película ultrarrealista sobre gente pobre escrita y dirigida por un niñito rico). La respuesta es: alguien como yo. Claro, eso fue a finales del siglo pasado, y no puedo sino sentir nostalgia ahora después de pasar toda una mañana intentado llamar a una revista para exigir un pago demorado desde hace mucho, pero mucho tiempo.

No hay nada mejor que vivir literalmente de las letras. Cada jueves sacaba una escalera y la apoyaba contra una de las dos marquesinas del conjunto de salas donde yo trabajaba. Las marquesinas estaban a unos cinco metros sobre mi cabeza. Eran en total catorce salas. Y había que poner en el lugar que le correspondía a cada una el título de la película en exhibición. Por eso odiaba las películas francesas o mexicanas, porque duraban apenas una semana y había que cambiarlas cada jueves, a diferencia de los churros norteamericanos que podían durar hasta un mes o dos en la sala más grande. Había que montarse sobre un andamio con un bastón de acero. Al final del bastón había una ventosa con la cual atrapaba las letras una por una y las iba poniendo sobre una especie de riel uno o dos metros arriba de mí. Ahí conocí el vértigo, con todas sus letras. Algunas veces era divertido y otras tedioso, dependiendo de mi inestable química cerebral de adolescente nihilista, deprimido, muy en consonancia con el Fin de siècle. Por estas manos que ahora escriben esta entrada, y que han conquistado algunas preseas literarias y el corazón de las damas de buena sociedad, pasaron títulos como El día de la independencia (no me gustaba, demasiado largo) y Titanic (una sola palabra, bien). Tal vez el origen de mi predilección por los títulos de una sola palabra viene de este oficio: tengo dos libros llamados Cosmonauta y Bisontes. La novela en la que actualmente trabajo se llama Deshielo.

Nunca tuve la mejor ortografía, y cometí varios errores. Recuerdo que cuando el gerente llegaba el viernes después de la hora de la comida, algunas veces me decía: “Daniel, escribiste mal esta palabra, tienes que volver a cambiarla”. Y ahí estaba yo, a cuarenta grados sobre cero, bajo el imposible sol del desierto de Chihuahua, cambiando la S por C en la palabra "decepción". Era bueno para mi piel. Así es, el gerente del Cinépolis de Vallarta y Zaragoza fue algo así como mi primer crítico literario.

Era un buen tipo. Recuerdo que cuando terminaba el turno me dejaba usar la computadora de la oficina para pasar en limpio mis poemas. Recuerdo que terminé un libro así, lo mandé a un concurso literario, y perdí. Recuerdo que en los tiempos muertos leía a Rilke y a Joyce. Recuerdo que comencé a escribir una novela cuyo título era algo cacofónico: Benito Juárez fue un burgués. Se trataba de un veinteañero perdedor que ganaba una mierda y estaba casado con un chica a la que había embarazado (era lo que veía a mi alrededor, y ojo, no había leído a Carver). No recuerdo qué relación exacta tenía esto con el título, pero no importa. Recuerdo que me salían tres pelos en el mentón. Recuerdo que publiqué un folletito con poemas y al día siguiente salí en el periódico y el gerente me miraba con recelo, como diciendo “pero si todo el tiempo tengo que corregirle la ortografía a este muchacho y ahora se pavonea por ahí con su folletito”.

El punto culminante de mi carrera de letras fue el reestreno de aniversario de Star Wars (1977) de George Lucas, misma que un gaznápiro de las distribuidora de FOX, veinte años antes, había decidido titular La guerra de las galaxias. La película se reestrenó en cuatro salas. Eran dos marquesinas gigantes. Cada una tenía dos lados. Eso significaba que había que escribir con un bastón y una ventosa (puede ser algo tardado) 16 veces La guerra de las galaxias. Más 4 en la marquesina, sobre la taquilla, con los horarios. En total eran 20. Este largo título era de 21 letras, que multiplicado por 20 dan 421. A veces vivir de las letras era difícil, como ahora. Pero yo además era un joven poeta rebelde, vanguardista, como los de ahora, que ponen palabras en inglés en sus poemas y se creen muy posmodernos; por lo que decidí escribir veinte veces Star Wars en lugar de La guerra de las galaxias (le ahorraré al lector las cuentas sobre mi ahorro de letras). Creo que desde entonces, cuando hablamos de letras y palabras, mi consigna es la economía. Cómo diría un anciano poeta, Alí Chumacero, que fue mi maestro: ¿por qué decir con cinco palabras lo que puedes decir con dos? Aunque en este caso atenté contra la lengua de Cervantes. ¿Pero no vivía yo en la frontera con los Estados Unidos, en donde hasta el más rústico tiene nociones de inglés? Con lo que no contaba era que el gerente era de Michoacán, donde nació José María Morelos y Pavón, el principal expositor de Los sentimientos de la Nación. El viernes al medio día llegó hecho una furia a la bodega donde yo tenía mis letras y mi escritorio, y leía a Rilke. “¿Qué es eso de Star Wars?”, me dijo. Así que tuve que volver a montar mi escalera y poner los títulos en español. El flojo trabaja doble, dice mi madre. Todo esto a propósito de vivir de las letras.

 

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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