Qué loco estaba Dios. Qué cuadro de psicopatía esquizoide, el suyo. Aquellos que pasamos las infancias en escuelas católicas, temblando en los urinarios con las rodillas frías, acosados por curas de inaudita procedencia (Navarra, básicamente) y aguardando acongojados la última invención de tortura psicológico-cristiana, nunca hemos conseguido olvidar a Dios. Pues, como aprendimos pacientemente a lo largo de aquella desorbitante multitud de horas de Religión: Don’t mess with God. Suena a canción de las Marvelettes, pero es cierto: Cuidado con Dios, que no se anda con chiquitas. Porque el Dios que nos enseñaron en EGB no era el hippie bondadoso y parabólico con cara de Pablo Abraira en los pósters de los setenta, aquel manso mesías en Birkenstocks que andaba por Galilea deshaciendo entuertos y ensanchando piscifactorías. No, se trataba de su Señor Padre: el Dios de los Judíos, el Dios del Pueblo Escogido, un anciano con una mala leche de talla bíblica, si me permiten el chiste. Por lo que parecía enseñar el Antiguo Testamento, Dios era un auténtico tirano: errático, malhumorado, cambiante y caprichoso, vengativo y autoritario, poseedor de un enfermizo sentido del humor, inclinado hacia el favoritismo y el reparto ladeado de enchufes, críptico, malévolo y belicoso a matar. Un mafioso cano con pinta de rabino avant la lettre (o así le pintó todo el mundo desde el principio de los tiempos) con el que mejor no jugar si uno amaba sus cosechas y progenie.
Todo esto, que por fin habíamos alcanzado a olvidar tras años de despertar sudando en mitad de la noche, nos lo vuelve a traer hoy el dibujante de cómics Robert Crumb con su libro Génesis (Ediciones La Cúpula), que abarca desde el primer día de la creación del mundo hasta aquel embrollado capítulo de Dallas que era la historia de José y los egipcios. Este Génesis de Crumb “no deja nada fuera”, como advertía con candidez la edición americana del libro. Es decir, que el artista ha plasmado casi palabra por palabra el texto original del Rey Jaime. Esto, que se nos advierte también desde la introducción (“he preferido dejar la a veces enrevesada vaguedad del texto antes que trastear con un texto tan venerable”), no es tan buena idea como pudiera parecer. Para empezar, el Génesis es endiabladamente complicado –al menos en cuanto a cast– y cósmicamente pasado de moda en estilo y forma. A lo largo de la narración se suceden constantemente las repeticiones del modo más exasperante que puedan ustedes imaginar, que es este que les resumo aquí en forma de sencillo esquema:
Se desarrolla Acción 1 / Finaliza Acción 1 / Aparece Personaje Preguntón 1 / Protagonista de Acción 1 se convierte en narrador / Acción 1 es repetida oralmente en toda su extensión, viñeta a viñeta / Se desarrolla Acción 2 / Finaliza Acción 2 / Aparece Personaje Preguntón 2 / Protagonista de Acción 2 se convierte en narrador / Acción 2 es repetida oralmente en toda su extensión, viñeta a viñeta.
Y así hasta el desespero. Es como la máquina del movimiento perpetuo, pero en cómic y matándole a uno del aburrimiento. Unan este venerable precursor del trainspotting a la manía por la enumeración compulsiva que parecían padecer los padres de la Biblia (me recuerdan a mi hijo, que recién ha aprendido a contar y se pasa el día agrupando cosas y numerándolas) y lo que tendrán al final es la mejor receta para el jaquecazo jamás inventada. Algunas páginas, por ejemplo en el capítulo 46, se dedican en-te-ra-men-te a establecer árboles genealógicos de semitas hirsutos que no forman para nada parte de la acción. Cada vez que el texto les advierta desde un cuadro inicial el comienzo “He aquí los nombres de…” ya pueden echarse a temblar; pues se avecina una ristra de nombres con sonoridad de corporación informática o automovilística (Janoc, Jesrom, Merari…) absolutamente prescindible a la hora de comprender la evolución de la historia. Visto así, en partes el Génesis es más un libro de contabilidad / natalidad israelita que una narración con la intención y orden que se le supone en el siglo XX, y como tal debe ser tomado; pero menudo peñazo, oigan.
Cuando esto no sucede, y la inventariación da paso a los tortazos, es innegable que el Génesis (y, por extensión, todo el Antiguo Testamento) es un libro fascinante. Para empezar, ya lo dijimos, está la estrella: ese Dios enloquecido y acabronado por la soledad y la estupidez vivendi de su última creación, esa chapuza con uñas: el Hombre. Dios está de particular mal humor en este Génesis: Aquí se monta una putada completamente gratuita (lo de la torre de Babel y la súbita desorganización lingüística es mala baba porque sí), allá se autoerige un recordatorio anti-Alzheimer (el arco iris que se saca de la manga para recordar su pacto entre Él y “toda carne viviente” es una especie de nudito en el dedo, sólo que a escala Godzilla), acullá hace aparecer del sombrero nuevas y delirantes cláusulas del mencionado pacto (la circuncisión), a ver si el hombre aguanta o le manda a freír espárragos, y más allá les da a todos y cada uno de los personajes los peores consejos jamás pronunciados. Estos consejos –verbalizados o interpretados así por el autoinducido deseo general de conseguir su favor– invariablemente terminan en terribles matanzas sectarias y genocidios (pobres hititas, desgraciados Egipcios, ay madre los pueblos mesopotámicos), incesto, prostitución y estupro (ya te vale, Isaac), diluvios y plagas mil. No hará falta que les diga que esto es lo más divertido del texto, y uno de los motivos para releer el Génesis.
Otro de los motivos es la abundancia de nimios detalles que nuestros curitas olvidaron contarnos en egb para proteger nuestras mentes núbiles, y que –ahora, desenterrada la chicha del asunto– nos dejan desorbitando los ojos página tras página. Para empezar, se habla de otros dioses y semidioses (¿Queeé?) y, justo cuando uno está a punto de reclamar que le den, por favor, el Génesis y no este libro de leyendas nibelungas, incluso gigantes y monstruitos lanudos. Échenle un vistazo al Capítulo 6 para más artúricos detalles. Si mezclan esto con las ya mencionadas sesiones de incesto padre-hijas, fornicio generalizado y desfile de nonagenarios sefardís lascivos (el pichabrava de Abraham se las trae), y también con instantáneas encantadoras de debilidad humana Antes de Cristo (como por ejemplo Noé completamente borracho y dando bandazos en pelotas por el desierto), notarán cómo crece calidamente en su interior una nueva simpatía hacia los primeros moradores de la Tierra. “Primeros” según el cristianismo, por supuesto; el resto del mundo ha oído hablar a estas alturas de ese pequeño detalle: Los Dinosaurios.
En todo esto no hemos hablado de Robert Crumb, quizás asumiendo –como sucede mismamente con el objeto de este artículo, el Génesis– que todos ustedes ya estaban suficientemente familiarizados con él. Robert Crumb, déjenme que se lo diga, es una de las personas más necesarias de esta época fané en la que vivimos. Crumb defiende la flaqueza, la naturalidad, el tropiezo y la honestidad, a la par que se manifiesta en favor de la tradición, la artesanía y el esfuerzo. Crumb, laureado dibujante ex underground, celebrado creador del gato Fritz, de Mr. Natural y de mil millones de delirantes viñetas desde los sesenta hasta nuestros días (en los que ha alcanzado el estatus de clásico), es psicológicamente una suerte de Raskolnikov-Bandini, sólo que de nuestra era y hecho carne. Un misántropo cascarrabias, obsesivo-compulsivo, maníaco del detalle y enamorado de los discos de 75RPM de los años treinta y cuarenta; alguien que, razonablemente, odia el mundo moderno y su digital circunstancia. Crumb es –¿cómo se lo definiría yo?– como un Émile Armand, aunque fan de las Big Bands y el blues cretácico; como un Jonathan Swift –odiador de la muchedumbre pero defensor del individuo– criado en la psicodelia y la contracultura, y a la vez amamantado en los cómics clásicos de E.C. Segar, Gasoline Alley o la escudería Mad. Crumb es, en resumen, el perfecto antídoto contra la estupidez generalizada de estos tiempos, y asimismo la mente mejor amueblada del ejército de la razón. Gracias a Crumb, quizás saldremos victoriosos de esta batalla fratricida –que estamos perdiendo de forma lamentable, por cierto– contra la posmodernidad, la neutralidad, el arte serio, la alta cultura, la moda y el expresionismo abstracto. Dios (a la sazón starring e inspirador de su último trabajo) sabe que le necesitamos de nuestro lado. ~