Yogi Berra, maestro Jedi

El beisbol ha creado una especie anómala de peloteros: proclives a la melancolia y el pensamiento abstracto. 
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El tiempo del beisbol, que parece suceder fuera del tiempo (como los juegos infantiles), que carece de reloj, que dura lo que dura (como las fiestas), y que transcurre engarzado a un movimiento circular, periplo u odisea cuyo objetivo es volver al lugar del que se partió (el hogar o home), ha generado a lo largo de las décadas una especie anómala de peloteros que apenas pertenecen al amplio conjunto de los “deportistas”. Lo son, por supuesto, y algunos de ellos consumados atletas, pero son algo más: tienen una evidente tendencia a la introspección e incluso pueden ser proclives a la melancolía o al pensamiento abstracto. Todo jardinero, me dijo alguna vez un amigo, es un filósofo en potencia, porque habita una posición en el tiempo y en el espacio que le permite reflexionar sobre la vida y los poderes de la contingencia. Es cierto. El jardinero del famoso cuadro de Abel Quezada (“El fielder del destino”) bien podría ser un Schopenhauer en pijama. O un poeta bucólico.

Hay un álgebra, un infinito juego de señales, una compleja estrategia y un ritmo, sobre todo un ritmo, que hacen del pelotero una especie de aforista en bruto, una gema sin pulir que entiende bien los asuntos del cosmos porque habita el espléndido microcosmos del beisbol, réplica de la vida.  No es raro descubrir chispazos de sabiduría en las frases que los peloteros van produciendo al pasar, como aquella del lanzador Jim Bouton, que entendió la suprema condena del deporte: “Crees que pasas un buen pedazo de tu vida agarrando una pelota de beisbol, y al final descubres que siempre fue al revés, que la bola te tenía a ti”. O esta reflexión del que fuera jardinero de las Rayas de Tampa Bay, Fernando Pérez: “Como la poesía, el beisbol es un tipo de contracultura. El aislamiento (opcional) del mundo exterior (al que yo acudo frecuentemente); la indolencia sobre la cual –y desde la cual– se han escrito y cantado tantos poemas: yo veo ese estado mental como una bendición”. Y, claro, tenemos a Yogi Berra, recién fallecido el pasado 22 de septiembre a los noventa años de edad.

Cerebros de la operación beisbolística in situ, los receptores ocupan un lugar de privilegio en el ritmo del deporte; de hecho, lo dictan: establecen las señales del lanzamiento que vendrá y así tejen la respiración, y la estrategia, de las contiendas. Legendario receptor de los Yankees, ganador con ellos de diez series mundiales en la época de oro de los cincuentas, poseedor de una cantidad asombrosa de récords en un deporte obsesionado con los récords, bateador más que solvente y posterior mánager y asesor de varias novenas, a Yogi lo recordamos por una sabiduría personalísima que algunos achacan al humor involuntario y otros a gazapos léxicos o malapropismos que lo llevaron a acuñar frases tan célebres que ya tienen nombre propio: yoguismos. Yo siempre he asociado su apodo, “Yogi” (su nombre era Lawrence Peter), con el del gran maestro jedi: Yoda. Se parecen, hablan raro y están cargados de un profundo saber que es muchas veces insondable.  Pero hay una lógica estricta, si bien se ve, en cada uno de esos aparentes retruécanos. Ya Enrique Krauze cita varios en otra entrada de este blog. Yo quiero terminar estas breves líneas, que son un homenaje a él y al deporte en que floreció, con un yoguismo irreprochable: “En teoría no hay diferencia entre la teoría y la práctica. En la práctica sí”. 

 

 

 

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(ciudad de México, 1969) es poeta. Es autor, entre otros títulos, de 'Bipolar' (Pre-Textos, 2008), 'Pitecántropo' (Almadía, 2009) y 'Ex profeso' (Taller Ditoria, 2010).


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