La distancia entre México y Suecia es cada vez más larga. Los kilómetros no han crecido en longitud, ni han aumentado en número; lo que se ha ensanchado es la brecha entre razón y sinrazón. En el país europeo, a partir de 1999, la prostitución ha sido penalizada. Se castiga al cliente, no a quien se prostituye, es decir, la víctima. La razón de castigar al primero es simple e inteligente: la prostitución, la inmensa mayoría de las veces ejercida por mujeres, demuestra la desigualdad entre ambos sexos. Desigualdad que implica además violencia y, en alguno o en muchos sentidos, la idea de superioridad: la mayoría de las prostitutas en Suecia son extranjeras, pobres, desarraigadas, es decir víctimas. El leitmotiv es ayudar a las prostitutas, no criminalizarlas.
En México, sobre todo a partir de la reciente, desdichada y viva decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) de criminalizar a mujeres que abortan, se reivindican y reinventan conductas decimonónicas: se penaliza y se encarcela a las mujeres que abortan en lugar de ayudarlas. El perfil de esas mujeres es uno de los más crudos retratos de la desigualdad en México. La mayoría son pobres, muchas son indígenas y casi todas (o todas) han sido excluidas de las bonanzas de la educación y la salud: la inmensa mayoría desconocen las medidas anticonceptivas y carecen de medios para acceder a ellas.
Ese grupo de mujeres representa una de las grandes fracturas del México contemporáneo. Se les estigmatiza por ser mujeres, pobres, indígenas y poco educadas. La suma de esos factores es parte de la cotidianidad de nuestra nación. ¿Por qué los ministros de la SCJN no consideraron el círculo que asfixia a esa población antes de votar en contra del aborto? Al prohibirlo en Baja California y en dieciséis estados se retrocede. Suficientes lacras tenemos en las calles mexicanas como para agregar una más. Una grande y equivocada. Se estigmatiza y criminaliza solo a una porción de la población: mujeres pobres, indígenas, no educadas (lo repetiré ad nauseam). Es decir, excluidas. Es decir, víctimas. Es decir, blanco de la injusticia.
Lourdes Enríquez, profesora de la Facultad de Derecho y colaboradora del Programa Universitario de Estudios de Género de la UNAM, con quien discutí algunas ideas, me comentó que “lo más grave de estas reformas constitucionales es que fortalecen a los funcionarios públicos conservadores para no prestar los servicios de salud pública reproductiva”. Además, agregó:
A raíz de las diecisiete reformas constitucionales que “protegen la vida desde la concepción”, las mujeres pobres y marginadas son denunciadas en hospitales adonde acuden cuando tienen complicaciones por abortos inseguros. El personal de los hospitales llama al Ministerio Público, que procede a encarcelarlas.
A las ideas de Enríquez deben sumarse otros descalabros muy dolorosos, de sobra conocidos por la opinión pública, seguramente desconocidos por los cuatro ministros de la SCJN cuyo voto condenó a algunas mujeres a la muerte y a otras a la cárcel. El problema del aborto es humano. Destacan, inter alia, cuatro razones: es la tercera causa de muerte en mujeres en edad reproductiva; quienes lo hacen “clandestinamente” son, en su inmensa mayoría, pobres o muy pobres; las que son encarceladas carecen de elementos para defenderse; los hijos de las prisioneras suelen quedar a la deriva. El problema del aborto es político. Enumero cuatro razones: la decisión de la SCJN pone en entredicho la viabilidad del Estado laico; quienes abortan fuera de la seguridad social exponen algunas de las múltiples carencias del sistema de salud de nuestra nación; las mujeres pobres que abortan retratan la desigualdad y la injusticia social; es una respuesta política contra la decisión del gobierno del DF, donde, a partir de 2007, se ha aprobado la Interrupción Legal del Embarazo.
A los vericuetos previos añado una nota incomprensible y una observación. A las mujeres que abortan, motu proprio, se les impone un “castigo ejemplar” al acusarlas de homicidio agravado en razón de parentesco, lo cual equivale a asesinar a un hijo ya nacido. No siempre es fácil deslindar entre un aborto provocado y uno espontáneo; en cambio, sí es factible asegurar que muchas mujeres pierden a sus hijos por problemas derivados de la pobreza o por carecer de protección sanitaria durante el embarazo.
¿Qué gana el gobierno mexicano al encarcelar a algunas mujeres por abortar? No solo no gana nada, añade encono y desaprobación, nacional e internacional. No gana nada porque en nuestros penales no se rehabilita a nadie, o a casi nadie, a lo que debe agregarse la siguiente cuestión: nuestro gobierno, en voz de la SCJN, ¿busca, “de verdad”, rehabilitar a las mujeres que abortaron y fueron encarceladas? En caso de ser afirmativa la respuesta, como supongo piensan nuestros gobernantes, después de liberarlas, tras cumplir la sentencia, que oscila, entre veinte y cuarenta años de prisión, ¿qué les ofrece el gobierno? La respuesta, la sabemos, la saben los cuatro ministros antiabortistas de la SCJN: Nada.
Inicié el artículo arropado por un soplo de la democracia sueca. Finalizo con ideas similares. Claes Borgström, antiguo ombudsman de Igualdad de Género, inició su periplo a favor de las prostitutas cuando aseveró: “La prostitución nunca es una elección realmente libre.” Gracias a él, en Suecia, desde 1999, a las prostitutas no se les criminaliza, se les ayuda. En México sucede lo mismo, pero al revés. Los ministros que condenaron a algunas mujeres deberían saber que el aborto es una decisión muy dolorosa, nunca una elección gozosa, que las encarceladas no son totalmente libres porque la corrupción gubernamental las empobreció in utero, y que, al encarcelarlas, se las criminaliza sin razón. La decisión de la SCJN desnuda, ante el mundo, a nuestra nación. Encarcelar a las mujeres que abortan expone la desigualdad entre sexos y atiza la violencia contra las mujeres. ~
(ciudad de México, 1951) es médico clínico, escritor y profesor de la UNAM. Sus libros más recientes son Apología del lápiz (con Vicente Rojo) y Cuando la muerte se aproxima.