Caravan for peace

Aprobación de la Ley de Víctimas

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El origen de la Ley General de Víctimas, publicada el 9de enero, lo podemos hallar en la Caminata por la Paz que, de Cuernavaca a la ciudad de México, emprendió Javier Sicilia el 5 de mayo de 2011, y en particular en la adhesión de decenas de otras víctimas al reclamo de justicia y verdad. Conforme avanzaba la marcha iba construyéndose una nueva narrativa acerca de la inmensa ola de violencia que padece el país: frente a la versión gubernamental de que la violencia era responsabilidad exclusiva de los criminales y de que el gobierno actuaba como respuesta a esa violencia y con el único interés de hacer prevalecer el estado de derecho, las víctimas describían el abandono y corrupción de las instituciones de seguridad y justicia, el abuso de poder y la violación de los derechos humanos, la cancelación de las libertades y el cruel imperio de la impunidad.

Cuando, el 8 de mayo, la caminata –conformada en ese momento por decenas de miles de manifestantes– llegó al Zócalo, era indudable que se había convertido en un movimiento social. Desde esa nueva condición convocó al gobierno y a la sociedad civil a abordar tres puntos esenciales: cambiar la estrategia de seguridad nacional, esclarecer las decenas de homicidios y desapariciones sucedidas en el territorio nacional en los últimos años y garantizar la justicia y la reparación del daño para las víctimas.

Una de las conclusiones a las que llegó el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), mientras recorría el territorio mexicano, fue que, al volverse visibles, las víctimas habían develado su existencia como sujeto social y también jurídico, con quien el Estado estaba en deuda, al haberle negado sus garantías y derechos a la seguridad y a la justicia.

En los diálogos paralelos con los poderes ejecutivo y legislativo, las víctimas y sus aliados plantearon la necesidad de construir leyes e instituciones para la atención integral de las víctimas, a fin de garantizar su acceso a la justicia, su protección y la  reparación del daño causado por  la acción u omisión del Estado mexicano. El presidente Calderón respondió a estas ideas defendiendo su política de combate al crimen organizado y, a modo de concesión, integró una pequeña procuraduría de atención a víctimas (Províctima), pero sin recursos suficientes ni capacidad operativa y sin participación del movimiento de víctimas. Por su parte, el poder legislativo y las fuerzas políticas ahí representadas abrieron sus espacios para trabajar en una ley que reconociera la condición de víctima y garantizara el derecho de esta a la atención del Estado, a la justicia y a la reparación del daño. Para hacer esto posible convocaron a las organizaciones civiles y a los especialistas y académicos –fundamentalmente del Instituto de  Investigaciones Jurídicas de la UNAM– a trabajar en un marco legal.

El resultado, ya se sabe, fue la creación de la Ley General de Víctimas, aprobada por unanimidad por ambas cámaras y después vetada y controvertida por Felipe Calderón, con el argumento de que era anticonstitucional. No soy quién para opinar sobre técnica jurídica y supongo que en la reglamentación de la ley se pueden ajustar conceptos y acotar lagunas y que el texto literal de la ley es perfectible. Sin embargo, me parece relevante eso que llaman el “espíritu de la ley” y que está bien expresado en su exposición de motivos: “[Esta ley] es una respuesta concreta a la demanda, hoy universal, de visibilidad, dignificación y reconocimiento de derechos de las víctimas del delito y de violaciones de derechos humanos, y el reconocimiento del Estado mexicano de que le devienen obligaciones directas para la atención a estas víctimas, que no solo promueva la ayuda, atención y reparación integral a la víctima, sino que además garanticen la no repetición de los actos victimizantes, y en general eviten la criminalización y victimización secundaria de los afectados”.

Interpreto la controversia del expresidente como una forma de resistirse a este “reconocimiento del Estado mexicano de que le devienen obligaciones directas”, pues este reconocimiento implica a su vez asumir la responsabilidad que le corresponde sobre la situación actual de la violencia. Al publicar la ley, Enrique Peña Nieto está asumiendo responsabilidades y obligaciones como representante del Estado, más allá del gobierno en funciones, y este acto es –en los hechos– el más importante reconocimiento institucional de la existencia de las víctimas.

Por eso veo la Ley General de Víctimas como un paso positivo, y desde luego totalmente insuficiente, en el camino de la paz, porque el fenómeno de la violencia en México no es marginal, sino que está estrechamente vinculado con la desigualdad, y con la corrupción de las instituciones y del sistema político en su conjunto. El riesgo que advierto es que la promulgación de la Ley General de Víctimas sea considerada como el acto universal de justicia del Estado mexicano y, por decreto, se quiera dar por concluida la violencia.

Una estudiante de la Universidad de Guadalajara, que acompañó a las víctimas el día de la promulgación de la ley, comentó, afuera de la residencia oficial de Los Pinos, que no había observado alegría entre las víctimas al momento de escuchar el anuncio del presidente de la república. Coincido con ella. La más valiosa aportación del movimiento de víctimas que encabeza Javier Sicilia es que con su acción es probable que, un día, algunas de ellas encuentren justicia. Pero se trata de vidas partidas, de tragedias sin consuelo, que a pesar del dolor que cargan ayudan al país a pensar la guerra y detener la violencia. Gracias a ellas, probablemente, muchos de nosotros no nos convertiremos en otras víctimas. ~

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(ciudad de México, 1962) es promotor cultural, editor y poeta. Es director del Museo de Historia Natural y de Cultura Ambiental.


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