Son las cuatro de la tarde del miércoles 31 de mayo en el salón de eventos Pista El Puente, en el centro de Chimalhuacán, Estado de México.
Como siempre, el acto del priísmo mexiquense en la víspera de las más disputadas elecciones presidenciales de la historia moderna del país es masivo, estentóreo y costoso, aun en el paupérrimo Chimalhuacán; como nunca, sin embargo, el movimiento lascivo de cinco atletas semidesnudos provoca el delirio de quince mil mujeres y madrecitas de la localidad, festejadas con tres semanas de retraso para hacer coincidir el homenaje de sus partos biológicos con el parto de los montes del partido oficial: el parto de Labastida, futuro presidente de México; el de César Camacho y Heberto Barrera, futuros senadores; y el de Carlos Cornejo y Salomón Herrera Buendía, futuros diputados federal y local respectivamente.
En el México revuelto de fin de milenio, ni siquiera las sagradas madrecitas parecen ser las mismas de antaño. Más de la mitad de ellas han permanecido en sus butacas desde las 9:30 de la mañana, para divertirse juntas, para desahogarse juntas, para observar y tocar cuerpos de jóvenes hermosos, y para gritar enronquecidas con Paquita la del Barrio: "¡Me estás escuchando, inútil…!" Sobre la plataforma, la consabida leyenda de los cerros rasurados de México; de la triste propaganda que circula en sindicatos encarcelados; de los viejos muros en pueblos olvidados, ha ocupado el trasero decadente de los Sexy Boys: "V-O-T-A PRI".
Una mujer bajita, morena, de ojos pequeños y huidizos ha tomado el micrófono para decir que el "chipindeli" (sic) no ha sido otra cosa que un "regalo de corazón para diversión de las madrecitas". Y señalando con su mano primero a los ojos y luego a su sexo, ha concluido:
¡Por aquí vemos, y por acá nos lamemos!
Es Guadalupe Buendía, la indiscutible lideresa de una comunidad distinguida macabramente por el candidato Labastida como modelo de pobreza, corrupción y violencia. La multitud de mujeres que aplauden su pequeña figura en el estrado son parte del ejército de 25 mil que puede reunir, según afirma, con sólo chasquear los dedos. No las puede ver a todas desde lo alto, confundidas entre la propaganda, los gritos, las manos que se alzan eufóricas. Pero a muchas las conoce por sus nombres, y les ha ayudado a levantar un techo, a costearse un papanicolau, a comprar ataúdes para aquellos que dejaron al fin la dura existencia en Chimalhuacán. La Madrina, arriba, en el estrado, empuñando el micrófono, es una más de las mujeres maltratadas, rudas, esforzadas por las buenas y sobre todo por las malas en el áspero costurón de la miseria mexiquense.
Sólo el poder la separa de ellas. Sólo el poder la acerca a ellas.
Apenas terminado el polémico mitin, los diarios se aprestan a difundir por el país la nota sobre una reina semisalvaje que ofreció a sus madrecitas una ordalía sexual de nuevo cuño, inserta en el previsible ritual de la sucesión priísta en los puestos públicos. Apagadas las luces, más allá de la mofa y del escándalo en las buenas conciencias, La Loba sabe, no obstante, que el acto de ese día ha constituido un foro inmejorable para reposicionar su influencia en el municipio, perdida en los últimos meses ante el empuje de Antorcha Campesina, organización priísta introducida como contrapeso a su imperio de décadas.
Las elecciones anteriores habían reflejado la solvencia de su mandato desde las sombras. La Madrina había impuesto entonces a su esposo Adelaido en la dirección de la Tesorería del municipio, a su hermana Celia en la jefatura del DIF, y a su primo Carlos Cornejo en la misma presidencia municipal, reservándose para ella el mando de la dirección de Agua Potable, posición estratégica en el contexto de una comunidad atormentada por la falta del líquido.
A los 16 años, puesta en coma por la caída de un camión en marcha, Lupita había cruzado el túnel obscuro con luz al fondo citado por todos los muertos que han vivido para contarlo. "Llegué a una puerta, pero no me abrieron", recordaría alguna vez. La Virgen la había tomado de la mano para ayudarla a desandar el camino de regreso, desde el paraíso negado hasta el infierno de su natal Chimalhuacán. Entonces supo que había vuelto a nacer.
De regreso entre los vivos, el empujón de la Virgen le alcanzaría para acumular en las décadas siguientes una larga lista de privilegios económicos y políticos, en público contubernio con las plantillas administrativas que entraron y salieron del Palacio Municipal. Hacia la tarde en que los Sexy Boys le habían asegurado por primera vez una polémica difusión nacional, su corazón se hallaba acongojado y temeroso, sin embargo. La acción política del grupo Antorcha Campesina en su territorio (impulsado al parecer desde el comité nacional priísta y el ejecutivo estatal) había acabado por derrumbar meses atrás la candidatura de su hijo, Salomón Herrera Buendía, a la presidencia municipal. Jesús Tolentino, el candidato electo, había sido su compadre efímero en un vano intento por detener la colisión entre antorchistas y su propio grupo de influencia. Sostenido con certeza por una mano poderosa, más poderosa que la suya, Tolentino se negaría a conceder a Buendía la cuota habitual de puestos públicos para sus adeptos, y llegaría al extremo de negarle su permanencia en la dirección de Agua Potable.
Los tiempos difíciles se habían instalado en la vida de Guadalupe Buendía. Con 380 actas judiciales levantadas en su contra, con un hijo secuestrado y otro muerto, ella misma había escapado de las balas en una emboscada, y había quemado casi dos años de su vida en las prisiones de Ecatepec y de Texcoco. Pero eran, por decirlo así, gajes del antiguo oficio del cacique. Entre los intelectuales, los medios y los corrillos políticos se hablaba de que el país, verdaderamente, estaba cambiando. Pero ella no parecía darse por enterada. Transición democrática, alternancia y cambio eran palabras detenidas siempre ante las puertas de su cacicazgo. ¿Y qué era, exactamente, este cambio, para una mujer habituada a reprender gobernadores como a hijos desobedientes? ¿Qué era para ella la alternancia sino un recambio cíclico de cuotas de poder entre parientes y su-bordinados?
Aun ahora su primo Carlos Cornejo estaba transitando entre la presidencia municipal y una diputación federal; su hijo Salomón, entre la fracasada tentativa de suceder a Cornejo y una segura diputación local. No todo estaba perdido, y, sin embargo, enmedio de los desgastados rituales priístas, convocando por enésima vez a su gente para alimentar el circo del más desacreditado de los partidos políticos, sufragando los gastos, practicando diplomacias estériles o negociando en corto cuotas y lealtades, la vieja lideresa se conducía en el proscenio de la política estatal como una actriz prostituida y cansada en un teatro infestado de patanes: "El PRI me ha usado comentaría pocas semanas después a una revista: Y es como seguir con un marido que le pega a una, que la maltrata. Pero qué puedo hacer, si está en mi sangre".
Antes del 18 de agosto, día de la atroz masacre en Chimalhuacán, Guadalupe Buendía era simplemente otra señora calzonuda en un país regenteado por machos atrabiliarios, políticos corruptos y orfandades de todo tipo. Según su propia confesión, el mundo se había abierto ante sus ojos cuando, muy pequeña, había descubierto el poder que otorga el gritarle a los hombres. Antes del 18 de agosto había sido la lideresa temida y aclamada; después de la masacre fue la cacique ignorada o repudiada. Antes del 18 de agosto no habían bastado 380 órdenes judiciales para mantenerla encerrada; después de la matanza no serían indispensables formalidades de ese tipo para justificar su cacería.
La Señora, La Patrona, La Madrina, había sido por encima de todo eso, y desde niña, La Loba. La matanza en Chimalhuacán habría de confirmar aquel mote: la loba sugerida y apenas en-trevista entre las anécdotas locales, la loba que merodeaba mostrando los colmillos, desgarrando y mordiendo, había matado finalmente y se había refugiado en las sombras perseguida por la comunidad antes sitiada por sus excesos. Pero todavía hacia la última semana de junio, parecía nada más que una señora ordinaria vestida con un traje sastre azul y una cruz santa en el pecho.
Pero la fama negra de La Loba no era oriunda de su apariencia física, sino de su vida y obra. Hacia mediados de los ochenta, siendo una simple "ama de casa", Guadalupe Buendía había encontrado que su talento específico en la vida era el de armar bandas con mujeres desesperadas, jóvenes lumpenizados, desempleados y vagos de su natal Chimalhuacán, para invadir predios a cambio de negociaciones forzadas con la autoridad local. Los beneficios otorgados a su creciente clientela popular, hacia abajo; y el temor infundido por su agresiva representatividad política, hacia arriba, la ubicaron en pocos años como una lideresa indiscutible en el plano local. Respaldada desde 1987 por la Organización de Pueblos y Colonias (OPC), que ella misma creó, sus prácticas ilegales no tardaron en extenderse al transporte y la recolección de basura en Chimalhuacán, nuevos enclaves de impunidad en la tierra de nadie del entramado político mexiquense. La fama de su apodo infantil, La Loba (tomado de la perra brava que solía acompañarla), creció hasta reflejar mejor que ningún otro aquella vocación de sangre, rapiña y maternalidad salvaje.
"Mi padre me enseñó desde chiquita que la muñeca que me daban, era mía", dijo aquel día a Katia D'Artigues, del semanario Milenio. Invadida ella misma por comuneros en su herencia familiar de Xochiaca, hacia 1982, su venganza se prolongaría desde entonces desde la recuperación de ese terreno hasta el despojo de otros nuevos para su familia y "su gente". "Se convirtió en el terror de ejidatarios y comuneros admitió perplejo un médico de San Nicolás: A todos nos mandó decir: 'si no me venden les invado sus tierras'". De allí en adelante, La Loba se granjeó el apoyo de jóvenes delincuentes, madres angustiadas, paisanos ambiciosos, y se los ofreció al PRI como una clientela cautiva a cambio de todo el repertorio de las prebendas ilegales del sistema. Armó a sus hijos; mandó golpear y golpeó ella misma a funcionarios insumisos con sus propias manos; repartió los puestos públicos del municipio entre sus familiares; palomeó y tachó candidatos; quemó camiones recolectores de basura que intentaron competir con sus carretoneros, destruyó una iglesia por capricho y se vio involucrada en un homicidio nunca aclarado del todo. La Loba se convirtió en la niña corrompida que jamás habría de conformarse con su propia muñeca.
El imperio de La Loba habría de terminar hacia las últimas horas del viernes 18 de agosto, cuando su tropa de golpeadores y matones dejó en la periferia del Palacio Municipal un saldo de sangre que llegaría a catorce muertos y más de cien heridos, casi todos antorchistas que habían enfrentado la agresión cargando piedras para la defensa y caguamas para una celebración terminada en la peor masacre de muchos años en suelo mexiquense.
Pocas semanas antes había advertido hasta dónde era capaz de llegar, cuando contaba sus encuentros callejeros con el ahora presidente electo, Jesús Tolentino.
¡Déjame gobernar Chimalhuacán! gritaba Tolentino.
Pues primero gana, y ya veremos contestaba La Loba.
Y al ser cuestionada sobre si sería capaz de sostener su palabra, la cacique respondió, con toda naturalidad:
Pues si no soy pendeja.
Facilitada escandalosamente su huida por virtud de añejas complicidades con la policía, las puertas se empezaron a cerrar no obstante detrás de ella, empezando por la del asustado gobernador Arturo Montiel: "No es mi amiga, no la protejo, nunca le ha sido útil al PRI mintió tres veces Montiel: Se me hace muy raro que ella sea la dueña de un predio colindante con el Palacio Municipal de Chimalhuacán, donde hay una puerta falsa que comunica a ambos…"
Ocho semanas después del 2 de julio, y casi dos meses después de que algunos lectores asombrados habían descubierto parte de la increíble cadena de delitos de una señora ordinaria entrevistada en un restorán de Texcoco, La Loba se convirtió en noticia de ocho columnas. La señora, la jefa, la patrona, la lideresa respetada y temida, pasó a ser considerada en unas cuantas horas como lo que había sido siempre, es decir, una simple delincuente con impunidad completa. Negada por propios y extraños en su propio terreno, vituperada por antiguos colaboradores y amigos, fue aprendida en Zinacantepec ocho días después de la masacre, por judiciales imprevistamente puestos del lado de la ley en contra de su antigua aliada.
Como antes en Aguas Blancas o en Acteal, el poder del cacique había mostrado sus límites. Durante aquellos días, la cobertura de los medios electrónicos y de la prensa elevó a la ex niña de la muñeca a la categoría de Gran Tirana y símbolo de un país secuestrado desde tiempos inmemoriales, ahora recién "liberado" por un electorado nacional encarnado en un hombrón de apariencia norteña llamado Vicente Fox. Rápidamente, las palabras cacique, cacicazgo y caciquear orientaron el debate nacional, fomentando la reflexión acerca de las fuerzas que sería necesario emplear por la nueva administración para cambiar las atávicas relaciones de poder clientelares, corporativas e ilegales en prácticamente todos los ámbitos de la vida nacional.
A partir de la segunda mitad del siglo XX, el territorio de Chimalhuacán disminuyó a contrapelo de la cantidad y voracidad de los nuevos caciques que lo regenteaban. El municipio perdió Tecamachalco, La Magdalena Atlipac, San Sebastián Chimalpa y las colonias ubicadas en el ex "Vaso de Texcoco". Chimalhuacán empobreció, se hizo pequeño en el intrincado mapa urbano de la zona metropolitana, y la deficiencia de sus transportes favoreció el surgimiento de nuevos caciques. Los enfrentamientos políticos en la comunidad no escasearon al amparo del nuevo orden de cosas impuesto por los gobiernos de la Revolución. En 1934, el entonces presidente del pnr, Agustín Rivapalacio, reprimió la candidatura de Antonio Martínez a la jefatura del municipio con policías de Texcoco, con saldo de varios muertos y heridos. El candidato impuesto por Rivapalacio, Pedro Jiménez, encarceló y golpeó a sus opositores, y su figura huidiza entre una escolta de soldados se hizo común en las calles del pueblo.
En 1961, la deposición ilegal del presidente municipal Salvador Izquierdo apoyado popularmente a favor de la imposición del cacique Rafael Valverde encendió de nueva cuenta la mecha de la arbitrariedad y la violencia de las autoridades contra los parroquianos rebeldes. Fue en este periodo cuan-do Chimalhuacán fue dividido para formar el municipio de Nezahualcóyotl.
Después, simplemente, llegó La Loba. Puesta a invadir y fraccionar terrenos ilegalmente; enviada a golpear colonos y vecinos bajo el amparo del secretario de gobierno mexiquense Jorge Jiménez Cantú, las administraciones sucesivas en cuya elección participó crecientemente sólo pudieron aceptar su complicidad en el formato de la política priísta: la de la mano izquierda que lava la derecha, y viceversa. Propietaria de microbuses y bicitaxis (mejor conocidos como lobotaxis); mandona de la basura, de los pepenadores, de los carretoneros, de choferes y empleados municipales, todavía hasta antes del 18 de agosto le alcanzaba el tiempo para guisar e ir a misa, y sostenía que sólo sería capaz de matar si prendiera a su marido en la cama con otra.
Pero mató antes, y por otros motivos. Los múltiples negocios de La Loba no le dieron tiempo ni ocasión para entender a la prensa crítica que había despertado el 68, ni las tímidas reformas políticas del lopezportillismo o las más completas arrancadas al salinismo. No tuvo tiempo ni ocasión para entender que millones de mexicanos exigían el cambio en sus municipios y estados, donde hasta hace muy pocos años hubiera sido inimaginable un gobierno opositor. No tuvo tiempo de calcular lo que implicaba el fraude electoral del 88, el surgimiento de un instituto electoral autónomo y confiable, la presión internacional que obligaba a cambios internos, la multiplicación de organismos de vigilancia no gubernamentales. Ella siguió como si nada, incluso después del triunfo de Fox el 2 de julio. La Loba no entendía, no quería entender; no creía, no quería creer. Pero el 18 de agosto, tras la matanza de antorchistas en Chimalhuacán, el peso de tantas noticias cayó sobre ella sin previo aviso.
Ahora Guadalupe Buendía es una pobre mujer encarcelada que recibe a los reporteros queriendo ser otra muy distinta de la que ha sido. "No me llamen Loba", reclama: "Quiero que me respeten, porque yo respeto". Yo respeto, tú respetas, él respeta, nosotros respetamos. Conjugaciones de un verbo que no fue el suyo, un verbo ignorado y ridiculizado por caciques y políticos veniales, y que quiere ser, ahora, reintegrado en su dignidad original por muchos mexicanos. –