Arte nuevo de hacer teatro. Entrevista con Rodrigo García

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Dramaturgo, videoartista, performer, escenógrafo y director teatral, Rodrigo García (Buenos Aires, 1964) es el fundador de la compañía La Carnicería, cuyo trabajo ha sido producido por el Festival de Aviñón, el Teatro Nacional de Bretaña y el Festival de Atenas. Ganador del prestigiado Premio Europa Nuevas Realidades Teatrales, García se presentó recientemente en México con los espectáculos Accidens / Matar para comer y Versus.

 

 

¿Cómo empezaste a hacer teatro?

Mi formación fue como público. En Buenos Aires veía todo. En la época que me tocó, cuando yo era joven, que sería del ochenta al ochenta y cinco, no me perdía nada. Aun en la dictadura era increíble la cantidad de espacios abiertos. Podías ver algo todos los días. Francamente no sé por qué me dio por ir tanto al teatro. Mi familia no tiene ninguna relación con el arte. Mi padre es carnicero y mi madre verdulera. Son inmigrantes españoles que se fueron para Argentina. En mi casa no había libros, ni nada.

 

¿Por qué te fuiste a España?

Porque era joven.

 

Pero en Argentina hay una oferta teatral interesante.

Sí, pero estaba jodido. Yo tuve (me imagino que muchos otros también) una gran decepción con la llegada de la democracia. La esperábamos con mucha ansiedad, después de una dictadura militar con tantos muertos, tanta masacre. Y había ganado el candidato que creíamos más lógico, Raúl Alfonsín. La desilusión fue tremenda porque económicamente aquello fue un desastre. Había una hiperinflación tremenda. Yo junté un poco de dinero y dije me voy.

 

¿Cómo produjiste tus primeras obras?

Yo pedía siempre dinero para montar y nunca me daban nada. No existía un teatro independiente. Si no entrabas por un lado estatal, no hacías nada. Total, un día me dieron dos pesos para montar una obra porque había ganado un concurso de literatura dramática. Pude dirigir gracias a escribir. Mi primer montaje se llamó Acera derecha. Le fue bien. Por suerte conocí a Carlos Marquerie, que tenía una compañía que se llamaba La Tartana. Teníamos muchas afinidades. Él trabajaba cosas más abstractas, con títeres raros, muñecos. Él consiguió dinero del Ministerio de Cultura para operar una sala que se llamó Teatro Pradillo en Madrid. Y ahí sí tuve la fortuna de tener un espacio de exhibición y, sobre todo, un diálogo con gente que pensaba como yo. En aquel entonces Carlos hizo una programación tremenda, durísima. Y nos fue muy mal.

 

¿Mal de crítica?

De todo. Teníamos todo en contra. La crítica, por supuesto. Arrolladora. Yo siempre que hago una obra es todo un desastre.

 

¿Hasta la fecha?

Sí. Lo triste es que también teníamos en contra a los profesionales. Los otros que hacían teatro también nos veían como gente que hacía cosas muy raras.

 

¿Y cómo es el tránsito de una posición marginal en España a estar programado en muchos de los espacios más codiciados del teatro contemporáneo?

Lo que pasa es que nosotros nunca dejamos de producir. Yo además trabajaba en una agencia de publicidad como creativo. Era tremendo porque estás todo el tiempo ahí dedicado a una estupidez, a vender un producto. Pero así me ganaba la vida y podía ayudar con los montajes, comprar cosas o hacerlas. Así hice un montón de obras, como cuarenta. Por suerte, teníamos el Pradillo y poco a poco tuvimos un público. Eso fue muy lindo de Madrid. Llegamos a tener gente que venía a amarnos o a odiarnos. Y seguimos trabajando, sin parar, en medio de una política teatral española horrorosa, absolutamente conservadora, preocupada porque nadie se enoje, lo cual es absurdo porque si tú crees que el teatro significa algo para la sociedad, lo lógico es apostar por otro tipo de lenguajes, aunque alguien se enoje. Un buen día aparecieron unos tipos franceses a ver una obra mía. Entre ellos estaba François Le Pillouer, director artístico del Teatro Nacional de Bretaña. Él me invitó a un festival allá. Y a partir de entonces me apoyó mucho. Año tras año me invitaba a producir con ellos, aun cuando algunas piezas no salieron bien. Ese fue el despegue para Francia. Lo de Aviñón fue una casualidad porque nosotros fuimos a trabajar al Festival Internacional de Buenos Aires con dos obras: una se llamaba After sun y otra Conocer gente, comer mierda. Y aquello fue un desastre total. La crítica me puso a parir, que era una mierda, una cosa terrible. Y a una función no vino nadie. Nadie. Vino mi padre, mi madre, un amigo de la infancia y dos personas más. Resultó que una de ellas era Vincent Baudriller del Festival de Avignon y la otra Sasha Waltz, que en aquel entonces estaba en la Schaubühne de Berlín. Al final yo me quería morir. Ellos se acercaron y me invitaron a trabajar con ellos.

 

¿Tu teatro ha cambiado a partir de estas experiencias?

Sí. Al principio yo hacía montajes donde el peso lo tenía la palabra, pero en el Pradillo me encontré con gente que venía de la danza contemporánea y el performance. Y ahí yo veía que los cuerpos expresaban cosas más abstractas, que no se podían lograr con la literatura. Poco a poco empecé a escribir menos y a trabajar más con acciones físicas. Paralelamente me convertí en un estupendo público de artes plásticas. Empecé a ir a la Documenta de Kassel y a la Bienal de Venecia. Y eso caló mucho porque en las artes plásticas descubrí una pluralidad que no encontraba en el teatro. En los artistas de teatro yo encontraba tendencias muy uniformes. Todo era muy parecido. Mientras que los artistas plásticos eran muy diversos: uno hacía cosas con multimedia, otro con barro, otro con plantas y otro con altavoces y sonido. Yo veía una libertad expresiva enorme, donde realmente cada quien tenía una poética muy definida y la explotaba. Empecé a escribir menos. Y, curiosamente, me di cuenta de que, si había menos literatura, la palabra tenía más importancia. Cuando llegaba, lo hacía con mucha más fuerza. Empecé a trabajar las cosas físicas, influenciado por artistas que me gustaban mucho como Jan Fabre, Jan Lauwers y, por supuesto, Pina Bausch.

 

¿Cómo es tu proceso de trabajo?

Al principio trabajaba como cualquiera. Es decir, me sentaba a escribir el texto y, cuando lo tenía terminado, lo montaba con unos actores, y adiós. Pero desde hace diez años lo que hago es decidir, de manera muy intuitiva, con quién voy a trabajar. Digo, quiero tres tipos. Van a ser sólo hombres o sólo mujeres. No responde a nada porque no tengo ninguna idea previa, ni siquiera un tema. Nada. Simplemente sé que estoy vivo, que me pasan un montón de cosas y que las tengo que contar. Por lo tanto, lo que le pido a un actor es mucha confianza, que tiene que ser mutua porque empezamos sin nada. Yo ensayo muy poco. La mayor parte del tiempo trabajo en mi casa. Hago muchos dibujos, que normalmente son lo que se ve en el escenario. Y entonces llego con los actores y comento las cosas que he estado pensando. Y son ellos los que tienen la habilidad para convertir lo que les propongo, que es muy frágil, en algo expresivo. Por ejemplo, en un ensayo de After sun le dije a un actor que bailara con dos conejos. Y aunque parecía una chorrada fue una escena que resultó terrible por cómo lo hacía él. Tuvimos unos escándalos increíbles porque parecía que los mataba. Toda esa partitura de movimientos, toda la energía, todo lo puso el actor. Yo no le dije nada. Nunca dirijo a los actores. Generalmente son ellos quienes llevan las cosas al límite.

 

¿Cómo organizas todo ese material?

Acumulo muchísimo. Y nunca repito. Si hacemos un día esto de los conejos, no se repite más. Y no lo volvemos a hablar. Nunca nos sentamos a intentar encontrarle una explicación a nada. En mis ensayos no hay ni mesas ni sillas. Estamos todos de pie, se trabaja físicamente. Por lo general, llega un momento, que me toma diez días, en que me encierro con todas las imágenes y escenas que hemos creado. Y también de una manera muy intuitiva pienso que una imagen no necesita un texto porque sería redundante o que otra necesita un texto que haga un contrapunto porque no evoca nada o le falta algo. Y una vez que decido todo eso, los actores memorizan, lo veo y me vuelvo a encerrar dos días a hacer un storyboard muy riguroso, donde pongo la secuencia de acciones. La hacemos dos, tres veces de un tirón y a estrenarla porque nos gusta que el público venga pronto. Al final, creo que la obra de un artista es una exposición de sus limitaciones, sus carencias. Uno dice: este es mi lenguaje, pequeñito, mal hecho, lo que sea, pero esto es lo que puedo hacer. ~

 

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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