Atentados. En torno a Munich, de Steven Spielberg

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Unos días antes de leer en el Time que la última película de Steven Spielberg es tan importante que no habría presentaciones previas al estreno, asistí a una presentación previa al estreno. En todas partes hay engaño, ¿verdad?, aunque en este caso refleja muy bien la importancia que se atribuye a esta película supuestamente polémica. Parece que los creadores de Munich creen que la cinta constituye en sí misma una intervención en el conflicto histórico que representa. Por este motivo, tal vez, han ideado un filme que desea ser impresionante e inofensivo al mismo tiempo. Cuenta la historia de la represalia de Israel por la masacre de las Olimpiadas de Múnich, en 1972, específicamente las desagradables aventuras de un grupo de cinco israelíes enviado a Europa para destruir a once palestinos.
     La película es fuerte, con esa fuerza superficial de tantas obras de Spielberg. Este cineasta es un maestro de la intensidad vacía, en producir eficaces sensaciones de corrosión. Cualquier tema del que se trate tiene que embelesar al espectador. Munich no es diferente que La guerra de los mundos, no importa que una trate cuestiones de consecuencia ética e histórica y la otra sea estúpida. Spielberg sabe abrumar. Pero yo ya me cansé de que me abrumen. ¿Por qué admirar a nadie por su capacidad para manipularme? En otros ámbitos de la vida, este talento se llama demagogia. Hay mejores motivos para recurrir al arte, mejores motivos para ir al cine, que ser arrasado.
     La verdadera sorpresa de Munich es lo tediosa que resulta. Durante largos trechos se parece a Los intocables, con once Al Capones. Pero el tedio que produce obedece a que, a fin de cuentas, pese a toda la vanidad de su valentía, esta película tiene miedo de sí misma. Está empapada en el sudor de su idea de equidad. Los palestinos asesinan, los israelíes asesinan. Los palestinos muestran que tienen conciencia, los israelíes muestran tenerla. Los palestinos suprimen sus escrúpulos, los israelíes los suyos. Los palestinos hacen pequeñas disertaciones sobre la patria y la sangre y la tierra, los israelíes hacen las suyas sobre lo mismo. Los palestinos matan inocentes, también los israelíes. Todas estas analogías amenazan con pecar de equivalencia, y por eso vale la pena señalar que la muerte de inocentes fue un error de los israelíes pero un objetivo de los palestinos. (No me refiero solamente a la guerra entre los terroristas y los contraterroristas. El panorama general es más oscuro. A través de los años, han muerto más civiles por los ataques aéreos israelíes que por las atrocidades palestinas que causaron esos ataques aéreos. La justicia de la defensa que hace Israel de sí mismo no se debe confundir con la rectitud de todo lo que hace en defensa propia.) No cabe duda de que Munich será muy admirada por su simetría mecánica, que será denominada “complejidad”. Pero no se trata de complejidad, sino de estrategia. Me refiero a una estrategia de tipo comercial: advierto que los cineastas han conservado nerviosamente los distinguidos servicios de Dennis Ross para orientar la cinta a través de la excitable comunidad de personas que conocen el tema. Munich es una película desesperada por que no la acusen por su punto de vista. La animan un sentimiento de tragedia y un sueño de paz, compartido por todas las personas buenas, pero que en Hollywood se considera desavenencia, y también un punto de vista. Su lustrosa precaución casi me produjo un pensamiento bueno sobre Oliver Stone. Porque el único partido que Steven Spielberg toma alguna vez es el partido del cine.
     El guión es principalmente obra de Tony Kushner, cuya mano se reconoce fácilmente en la pobreza esquemática del drama, y en algo más. La película no tiene a Israel en el corazón. No quiero decir que el guión le desee nada malo a Israel, en absoluto, pero no concibe que Israel tenga motivo alguno más allá de la severidad del mundo con los judíos. “El mundo ha sido duro contigo” dice sentencioso el glotón padrino de una familia anarquista clandestina —un absurdo personaje con perfecto acento inglés de clase alta, representado por Michael Londslae— a Avner Kauffman, el dirigente del grupo israelí. “Es correcto responder con dureza a ese trato.” La madre de Avner, cuya familia fuera destruida por los nazis, pregona lo siguiente sobre el Estado judío: “Tuvimos que tomar esto porque nadie iba a dárnoslo. Costara lo que costara, cueste lo que cueste.” El sionismo, en esta película, es sólo un anti-antisemitismo. La necesidad del Estado judío se reconoce por necesidad, pero constituye una forma de legitimidad muy flaca. En Munich aparecen dos tipos de israelíes, los crueles con remordimientos y los crueles sin remordimientos. Uno de los sicarios israelíes recuerda una cita de la Biblia sobre la compasión de Dios por los egipcios que se ahogaban en el Mar Rojo, y sigue matando. Otro de los asesinos israelíes declara que “los judíos no hacen el mal porque sus enemigos lo hagan… Se supone que nosotros debemos ser virtuosos”, y sigue asesinando.
     Todo esto es congruente con el parecer de Kushner sobre el sionismo, el cual, según declaró a Ori Nir, de Haaretz, el año pasado, “no es la respuesta correcta”; según él, la creación de Israel es “un error”, y “establecer un Estado significa joder a la gente”. (Si de veras quiere entender el terrorismo del Medio Oriente, podría ponderar en qué medida la ausencia de Estado también puede significar joder a la gente.) Al hacer cuentas sobre sus actos, Avner llega al borde de una crisis de nervios y se va con su esposa y su hijo a Brooklyn, y se niega a volver a Israel, como si allá fuera imposible la decencia. No: Kushner no es un antisemita, ni un judío que se odie a sí mismo, ni cualquiera de los otros insultos que bruñen la idea que tiene de sí mismo como disidente judío estadounidense (es una de esas personas que nunca habla, sólo va y se pronuncia por algo). Es sólo un progresista perfectamente doctrinario. Y la imagen del guionista judío progresista Tony Kushner sobre Israel evoca curiosamente la imagen del dramaturgo judío reaccionario David Mamet sobre Israel: para ambos, su esencia es el poder.
     La respuesta de Israel al septiembre negro marcó el nacimiento de un contraterrorismo contemporáneo, y es difícil dejar de ver Munich como una parábola de la política de Estados Unidos desde el 11 de septiembre. “Toda civilización necesita negociar concesiones a sus propios valores”, concluye sombría Golda Meir a principios de la película, y uno agradece de inmediato una disonancia que no recuerda a Cheney. Pero esta cinta proclama que los terroristas y los contraterroristas se parecen. “Si aprendemos a proceder como ellos ¡vamos a derrotarlos!”, declara uno de los hombres de Avner, interpretado por Daniel Craig, que ya tiene licencia para matar. Peor todavía, Munich prefiere debatir el contraterrorismo que el terrorismo; o considera que son el mismo debate. Ésta es una opinión que sólo pueden mantener las personas que no son responsables de la seguridad de otras personas. –

— Traducción de Rosa María Núñez

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(Brooklyn, 1952), crítico, editor y, desde 1983, editor literario de The New Republic. Es autor de Kaddish (Vintage, 2009), entre otros libros.


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