El cólera disputa las víctimas al hambre
En el pueblo de Mirpur, fusil en mano, un soldado protege la puerta del campamento de refugiados. Cuando franquea el paso, en el interior se miran montañas de leña, tierra, lodo y al centro un pequeño lago de agua estancada. A su alrededor, los hombres de un lado, las mujeres de otro, forman fila para recibir una de las raciones del día. Pupilas y huesos, los asilados miran desde el fondo de lo inexplicable y avanzan hasta el perol con caldo de habas. Trabajan el corazón y los pulmones, misteriosamente, en algún hueco de sus entrañas sin sangre. Los niños duermen o lloran en galerones con piso de cemento y muros de ladrillos. Desnudos o semidesnudos, apenas ocupan espacio. La piel de muchos está herida por ronchas y llagas, y de muchos ojos negros fluye una secreción blanca. Las moscas revolotean como un animal de millones de vientres diminutos.
El encargado del campamento, un magistrado en comisión, Abdul Majeed, dice que soporta el trabajo porque ha llegado a pensar que los refugiados no sufren, que el alma escapó de sus cuerpos mucho antes que el último aliento.
“No son más que hambre”, dice. “Los primeros días pensé que el campamento era parecido a un campo de concentración de los peores tiempos de la guerra. Perecen los más débiles. He visto el coma de los esqueletos. La muerte de la muerte. Hay tres mil refugiados. Si alguien quiere irse, se va. Pero no tienen punto de referencia ni destino. Perdieron sus casas, su trabajo, no saben de sus familias, están deshechos. Saldrían a pedir limosna y morir en la calle. El invierno está próximo y si no conseguimos ropa habrá muchos que no resistirán el frío.”
La clínica, al lado de los galerones para los niños, es una especie de catacumba. Algunas camillas fueron habilitadas como lechos y un chiquillo es el encargado de repartir unas pastillas.
“Vitaminas”, informa.
La compañera de los siglos
El tema del subcontinente asiático es el hambre. Compañera de los siglos, devasta y asuela como las inundaciones o la sequía. Siempre presente, no llega. Está. En el mismo lugar, otros los hombres y otros los niños, pero en rigor los mismos hombres y los mismos niños.
Pandit Jawaharlal Nehru sufrió por los que mueren de inanición. Todo parece igual. Excepto Nehru, inimitable. Hace treinta años, cuando Bangladesh (país de los bengalíes) era una provincia de la India y en la India mandaban los ingleses, dejó escrito:
Llegó el hambre fantasmal, abrumadora, indescriptiblemente horrible. En Malabán, en Bijapur y, principalmente, en la rica y fértil Bengala, los hombres, las mujeres y los niños mueren diariamente a miles por falta de alimentos. Sus cadáveres yacen en las chozas de barro de las innumerables aldeas y cubren los cuerpos los caminos de sus zonas rurales.
Los hombres mueren en todo el mundo y se matan mutuamente en los campos de batalla. Por lo general, es una muerte rápida y, con frecuencia, la muerte del bravo, la muerte por una causa, la muerte con un propósito, la muerte que parece, en este enloquecido mundo nuestro, una inexorable lógica de los acontecimientos, una brusca cesación de la vida que no podemos regular o dominar. La muerte es bastante común en todas partes.
Pero la muerte no tiene aquí ni propósito, ni lógica, ni finalidad; es el resultado de la incompetencia y la insensibilidad del hombre, la obra del hombre, una cosa de horror lenta y reptante sin nada que la redima, la vida que se funde y se desvanece en la muerte, con la muerte que mira desde los hundidos ojos y el marchito cuerpo mientras la vida se demora todavía un tiempo. Y por ello se entiende que no es razonable ni correcto mencionar una situación desdichada. Las autoridades de la India y de Inglaterra publican falsas informaciones. Pero no es fácil pasar por alto los cadáveres; se tropieza con ellos en el camino.
Morirán un millón, dos millones o tres millones; nadie sabe cuántos morirán de hambre o de enfermedad durante estos meses de horror. Nadie sabe cuántos son los millones de jóvenes y niños que escaparon justamente de la muerte, pero que habrán de quedar sin desarrollo y destrozados de cuerpo y espíritu. Y el miedo al hambre y a la enfermedad seguirá, cerniéndose sobre el país.
El cólera está en la calle
El cólera está en la calle, libre como los cuervos. Entre cada mil habitantes puede haber dos o más contagiados. Nadie lo sabe. Las autoridades sanitarias desistieron de combatirlo con posibilidades de éxito. Han confesado, ni tristes ni resignadas, simplemente realistas: “La epidemia está fuera de nuestro control.” Estraga el cólera a su víctima igual que diez mil diarreas simultáneas. En minutos, el enfermo pierde el diez por ciento de su peso. Eliminada la sal del cuerpo, queda seco, exánime. A partir de entonces no se duerme ni se dormita: se oscila entre el tiempo y la eternidad.
Los hemos visto en el hospital Makahalf. Los ojos entrecerrados, sin fuerza para mantenerlos cerrados; los labios entreabiertos, sin energía para pedir un vaso de agua. Son tantos y el cuadro es tan repetido, que la sensibilidad empieza por clausurarse a la compasión ajena y al temor por sí mismo. La personalidad amenaza deslizarse por un peligroso fatalismo, la impotencia en su expresión final. En este mundo de sombras errantes y cuerpos tirados en la calle, nadie podría decir si el último bengalí expiró a consecuencia del hambre, la gastroenteritis o el cólera. El camino es el mismo: expulsado el hombre de sí mismo hasta el límite de su energía, no queda solución, frente a su incapacidad para sobrevivir. Sin posibilidades para amar a la vida ni temer a la muerte, la cuna y el ataúd acabaron por ser iguales, el mismo cero dibujado por el mismo enigma.
El doctor norteamericano George Curlin, especialista en cólera y primer epidemiólogo en Bangladesh, proporcionó estos informes: no hay vacuna en el mundo que sea eficaz contra la enfermedad. En condiciones normales, durante los primeros noventa días previene con un margen favorable de ochenta por ciento; a los seis meses la eficacia se ha reducido al cincuenta por ciento; al año, la vacuna resultó inútil. Sería infantil pretender el control de la enfermedad mientras no haya un cambio radical en el ambiente, que se mira imposible. El sistema sanitario es deplorable; los contagios, inacabables. El hacinamiento es una “forma de vida” donde no hay nada. Embotado el entendimiento, exhausta la imaginación, sin más horizonte que la misma miseria de todos los días, la misma hambre, el mismo andrajo, los hombres, parecidos a los animales, se juntan. Se defienden no saben de qué y en realidad se atacan, pues generalizan sus enfermedades y desatan las epidemias. “El cólera es doblemente benigno o doblemente cruel, no sé –y Curlin hace una mueca–, porque es una enfermedad que ataca sobre todo a los niños. Los fulmina como el rayo y muchas veces los deja muertos en las calles.”
–¿Existen recursos para esta lucha?
Curlin se pone de pie. “Disponemos de unos ochenta centavos de dólar diarios por cama de hospital para combatir la enfermedad directamente. Vea mis manos –y muestra las palmas–. Así Dacca.”
En la capital “no hay nada, pero un hospital está en servicio, como en Matlab. En el resto de Bangladesh, ni eso. Y el cólera se extiende por el país”.
II. “Conscientemente quiero volverme inconsciente”
Zeinal Abdin es el artista más famoso de Bangladesh. Ha recorrido el mundo en homenajes. Conoce México y habla de “los tres grandes” con familiaridad. Pinta la miseria “porque no hay ojos para otra cosa”; pinta la muerte “porque no hay corazón para otra cosa”. Su casa es sólida, en un buen punto de Dacca. La comida es abundante. Sus dos hijos están sanos, fuertes. “Tengo todo en el mundo de las carencias. Me siento explotador.” No siempre resiste el graznido de los cuervos y hay días sin ánimo para salir a la calle. “Conscientemente quiero volverme inconsciente.”
Richard Levine, epidemiólogo norteamericano, recorre el país desde hace dos años. Ha visto trabajar a las brigadas contra el cólera y la viruela. Ha conocido la extorsión de los oficiales sanitarios; siempre sobre el dinero, y supo de un nativo que vacunó a su pueblo contra la viruela, olvidó el tratamiento a sí mismo, y murió. En compañía de su mujer, bacterióloga suiza, y de su cuñado Fritz Siegerist, que vino de Berna para visitar a su hermana, contrajo el tifo, pero no se irá, “porque hasta yo soy útil”, reflexiona en voz alta: “En una sociedad normal, si un hombre roba a otro, uno gana dinero y otro pierde dinero. En la sociedad de Bangladesh, si un hombre roba a otro, uno gana dinero y otro pierde la vida.”
Eleanor Agnes Johnes trabaja en los Servicios de Salud Rural. Es inglesa. Se graduó en la Academia de Ana Freud, hija del ilustre psicoanalista, severa hasta no consentir más de ocho alumnos por año. “No hay estadísticas rigurosas –explica–. Pero, de acuerdo con mi experiencia, de cada cuatro niños que sobreviven, uno será hombre pleno. Me asusta el futuro. Bangladesh tiene hoy 75 millones de habitantes; el año 2000 pueden ser 185 o 190 millones.”
Catón Cuellar, médico de Tamaulipas que investiga las epidemias propagadas por mosquitos; su casa, un muestrario fotográfico de mujeres deformadas por la elefantiasis, los dedos, los brazos como muslos, las piernas dos troncos, cuenta: “Hace unos meses, frente a su carreta de madera, más barato que un animal, empapado de sudor, solo fatiga y desnutrición, vi morir al culi que tiraba del carruaje. Otro ocupó su lugar, confundido el cadáver en la carga de palos de bambú.” El dato que agrega parece superfluo: “No existen certificados de defunción en Bangladesh.”
Sander Ashafruddin, director adjunto de la Facultad de Psicología de Dacca, ha sabido de bengalíes que rezan a la comida, Alá encarnado en la tortilla de trigo, en el arroz, en el caldo de habas. “Algunas madres –dice– despojan a sus hijos de las raciones que están a punto de llevarse a la boca y cuando los pequeños mueren, lloran, lloran desesperadamente. El hambre es la pérdida de la identificación personal, la existencia sin punto de partida.”
Abdul Alí, de la Asociación de Exportadores de Yute, refiere su experiencia: “La Asociación reparte mil quinientas comidas diarias en Narayanganj. Soy el responsable de la distribución y he visto las caras de los hambrientos y de los locos. En algunos locos hay gasto de energía, azoro convulsivo en sus ojos. Están en la existencia. Los hambrientos salieron de la vida. El hambre es un disfraz de la muerte.”
El ministro de Salubridad, hombre gordo que ofrece té, galletas y plátanos, resume: “En diferentes grados, el cincuenta por ciento de los bengalíes tiene hambre.”
Una escena en Elephant Road
No hay manera de acercarse a los hombres tirados en la calle, hablarles en un idioma que no conocen, hacerse traducir, y luego inquirir acerca de sus vidas, en las sombras de la muerte. Guy Aroul, indio de Puducherry –al sur de Madrás–, hombre paciente y bondadoso, se comunica con ellos en indostano y bengalí. Dice lo que vio: “Abdul Samir, muchacho de unos quince años, estaba sentado frente a una tienda de Elephant Road. Era tan pequeño su ‘dhoti’ (tela enrollada como vestido) que apenas le cubría la cintura y los muslos. Cuando me acerqué, quiso decir algo. Me pidió limosna con la mano y como no tenía fuerza para hablar, me miró con ojos fijos, que es no mirar. Le pregunté qué necesitaba y susurró que se sentía sin fuerza para ir al hospital (a tres cuadras) y que vomitó todo lo poco que había comido el día anterior. Le di para que comprara dos ‘chapattis’ (tortillas) y un plato de vegetales. Aceptó. Insistí para que comiera algo de inmediato, pero no quiso. Le pregunté si necesitaba medicinas y con la mano me indicó que Alá lo cuida.”
“Mumtaz Begum, viuda de Boroshal, vino a Dacca con sus hijos para intentar vivir. Estaba vestida con un sari muy sucio y a punto de llorar. Frente a ella, sobre un pedazo de tela blanca, yacía el cadáver de su hijo, de tres meses, muerto esa mañana por alta fiebre y falta de ropa. Fue al morir cuando el niño tuvo por vez primera con qué cubrirse. Algunos transeúntes habían dejado monedas para ayudar al entierro.”
“Omar Mohamed fue pescador en Chittagong y perdió el empleo. Vino a Dacca para trabajar como culi y no encontró empleo. Se instaló en New Market Area, cerca de Dhonomongi, la zona de la alta sociedad, de los grandes jardines, de algunos Mercedes Benz, de las preocupaciones por el futuro, que el presente no angustia en el interior de las sólidas casas estilo inglés. Mohamed permanece en el mismo sitio las 24 horas, sentado durante la mañana, acostado la tarde y la noche.”
“Alí Mian está en Motijheel Road, la zona comercial de la ciudad. No podría describir lo que tiene. Parece que el hambre es una enfermedad como el desempleo. Vino de Dinajpur, la región de las sequías. Vendió su ‘rickshaw’ (el carrito oriental de la esclavitud) y dice que está contento con su destino, con lo que destinó Alá para él.”
“Bajo un árbol de neem, en Shahbad Road, Ibrahim Karim no quiere irse de Dacca ni quedarse en Dacca, no quiere ir al hospital ni quedarse en la calle; no quiere comer, porque vomita, ni dejar de comer, porque se siente peor. Parece que no piensa nada. Está como muerto.”
III. Debe aprenderse de su dolor
El Tercer Mundo debe mirar a Bangladesh con atención y aprender de su dolor. La tragedia que aquí se ha producido puede repetirse en los llamados países en vías de desarrollo. Falta de alimentos, una inflación galopante, abrumador y desquiciante el desorden internacional, todo conduce a tiempos que pueden ser los tiempos de la desesperación.
En una oficina adornada con una flor de Nochebuena; el escritorio igual que un pupitre, una pluma, un lápiz, una goma y algunos papeles sobre la madera lisa, el canciller y ministro de Petróleo y Minerales, Kamal Hossain, dijo en el más sencillo de los lenguajes: “El pueblo de Bangladesh y sus problemas representan, en su expresión más cruda, el problema que enfrentan los países nuevamente independizados. La cara de la muerte, la cara del hambre, la cara de la mala nutrición, la cara de los niños que llegarán a viejos y seguirán en las tinieblas de la debilidad mental, es la reseña de lo que ocurrirá en las naciones en vías de desarrollo, a menos que se haga algo para luchar eficazmente contra la injusticia e invertir este proceso ignominioso.”
Inexpresivo el rostro e inexpresivas las manos, redondas y pequeñas; el peinado de raya, sin un cabello fuera de su lugar: el bigote, dos rectángulos negros cuidados con el esmero de un campo de golf; el cuerpo aplastado contra la silla, igual que el de un hombre mortalmente aburrido; la eternidad para su interlocutor, el ministro parece fuera de este mundo. Pero si escucha alguna palabra que le interesa, la actitud cambia y la pasión se expresa en el doctor en filosofía de la Universidad de Oxford y miembro del Colegio de Abogados de la Gran Bretaña, catedrático de la Facultad de Derecho en la Universidad de Dacca y exmiembro de la Suprema Corte de Justicia de Pakistán. “Usted seguramente ignora lo que es un muerto en la mejor avenida de su ciudad, un muerto por hambre, un hombre por el que nada pudo hacer el gobierno, a pesar de sus esfuerzos y su lucha. Es una agonía, una agonía mortal y por mortal quiero decir lúcida. Es la agonía del hombre vivo y pleno, dueño de sus facultades, dueño de sí, pero impotente como el hombre que muere de hambre. Son dos muertes en una. No puedo describirle en palabras todo cuanto esto significa.”
La entrevista con Hossain
Entre docenas de puertas a uno y otro lado de un pasillo estrecho e interminable, dos macetones con flores color jacaranda indican la oficina del doctor Hossain. La sala de espera es la de un consultorio sin recursos. Un sofá y dos sillones viejos y maltratados, una silla elemental, una mesa pequeña y ligera. Al canciller, de 37 años, no le gusta que dormiten sus visitantes. Recibe en punto. Viste la ropa de algodón de los hombres del gobierno. Pero la suya es una camisa de vuelo tan amplio que parece abrigo y mangas tan anchas que parece bata. Ofrece y sirve té. Quedarán llenas las tazas. Principia su voz, lenta y grave: “A sus órdenes.”
¿Han recurrido ustedes ya, en forma directa, a los países vecinos y sobre todo a los que ayudaron a Bangladesh a lograr su independencia (India y la urss) para conseguir la ayuda urgente que evite los peores efectos de la hambruna? ¿Qué ayuda han recibido de Estados Unidos? ¿Cuál de los organismos internacionales?
Hemos recurrido a todos los países amigos del mundo y a los países de la Comunidad Económica Europea, a través de nuestras misiones diplomáticas. Les hemos hecho saber la magnitud de nuestros problemas y también hemos mantenido informados al secretario general de la onu y al presidente del Banco Mundial. Hay quienes nos han ofrecido ayuda bilateral, quienes créditos, quienes alimentos. Un consorcio se reunió en París para considerar la ayuda que podría prestarnos un grupo de naciones.
¿Ha sido suficiente la ayuda?
Suficiente es un término relativo. Pero en términos absolutos puedo afirmar que necesitamos más. Este año se perdieron las cosechas y nuestro déficit es de dos millones setecientas mil a ochocientas mil toneladas. Descontando el auxilio ofrecido, tenemos faltantes por un millón de toneladas de granos. La onu nos hizo llegar diez millones de dólares, dinero con el que cubrimos los fletes de los alimentos que nos enviaron naciones amigas. El hambre ha sido dolorosa y extrema. Los granos han ido directamente de las bodegas de los barcos a las bocas de los hambrientos. En la emergencia, los minutos cuentan como los días y los meses. Por fortuna siguen llegando granos.
¿Existen pruebas o elementos de juicio suficientes para afirmar que los granos se emplean también como arma de presión o intimidación política contra los países débiles? Castro hizo la acusación contra Estados Unidos precisamente a propósito de Bangladesh.
No sería apropiado que hablara acerca de este asunto. Bangladesh ha recibido ayuda de los países que tienen excedentes. No debo comentar nada sobre el particular.
Un país que fue de esclavos
¿Cree usted que ha sucedido al colonialismo un imperialismo financiero con formas de explotación antes desconocidas?
La situación económica mundial ha mostrado que existen muchos problemas para los países en vías de desarrollo y que los países avanzados siguen teniendo una situación privilegiada. Las dificultades de países como Bangladesh y mis propios sentimientos están reflejados en la Declaración de Argel. Bangladesh, como los países del Tercer Mundo, ha sido afectado por la inflación universal, que significa alza en los productos manufacturados e iguales precios para nuestras materias primas de exportación. Esta situación, que agrava la miseria de los pobres, crea un mundo todavía más injusto. Las naciones en vías de desarrollo deben adoptar medidas y resoluciones conjuntas. Las naciones poderosas deben entender que el mundo es uno solo y que los problemas, a la larga, afectarán a todos, sin salida posible para unos cuantos.
¿Es la inflación, en sus consecuencias, una forma de colonialismo?
Imposible negar que la inflación impone nuevas y más pesadas cargas a los países en vías de desarrollo. Pobreza sobre pobreza, miseria sobre miseria.
¿Por qué existe un contraste abrumador entre Europa y Estados Unidos, por una parte, y Asia y América Latina por la otra, en cuanto a desarrollo técnico, adelanto científico y energía creadora? ¿Qué ha hecho de Bangladesh una de las regiones más atrasadas de la Tierra?
Es la herencia histórica del colonialismo. Es también el destino de Bangladesh, que enfrenta los resultados de una explotación secular. La historia del colonialismo ha sido una constante transferencia de recursos del país explotado al país colonialista. En este subcontinente hay mucho algodón. Inglaterra se lo llevó todo y no desarrolló la industria nativa, pero sí su industria en la metrópoli. Después de Inglaterra fue Pakistán el país explotador. La Junta Militar tenía su sede en occidente y de manera sistemática trasladaba allá los recursos que extraía de lo que hoy es Bangladesh, el antiguo Pakistán Oriental. El setenta por ciento de las exportaciones de yute, fuente de divisas, iba para Pakistán Occidental. Para nosotros quedaban el sudor y el atraso, la quietud de los siglos. Construyeron con nuestros recursos obras y presas para el control de inundaciones, en su territorio. En Pakistán Oriental, nada. Nuestros campos se inundaban y se inundan como usted ha visto, el país bajo el agua. Podríamos tener tres cosechas anuales, pero Pakistán no estaba interesado en el desarrollo de hombres a los que trataba como esclavos. En un sentido vivimos en el principio de la creación; en otro, al término de los siglos.
Una raza a la que hay que subyugar
Un pueblo que permanece rezagado también debe atribuirse algunas culpas. ¿Cuáles serían las culpas de Bangladesh en su hambre crónica y su atraso secular?
Tenemos que agruparnos y formar equipos que trabajen en los distintos campos de la producción. Hace apenas tres años conquistamos la independencia.
Bangladesh conquistó la independencia, pero no conquistó la libertad para sus hijos, que mueren de hambre. La independencia para el Estado, el hambre para los ciudadanos. ¿No es una paradoja cruel?
¿Pero usted sabe, imagina usted lo que es la independencia política para Bangladesh? Es la oportunidad para desarrollar la independencia económica y la libertad personal. La independencia política es el primer paso y la libertad personal la suma de todos los pasos, el recorrido completo. Hasta ahora empezarán los bengalíes más pobres, que son casi todos, a desarrollar su personalidad. ¡Cuánta severidad para treinta y cuatro meses de vida independiente y doscientos veinticinco años de esclavitud! Doscientos años fuimos esclavos de los ingleses, veinticinco años de los pakistaníes. En esta situación es difícil juzgar a un pueblo.
El doctor Hossain mantiene los ojos en los ojos de su interlocutor. Hay hechos que no se pueden olvidar: “A finales de siglo se nos decía que los ingleses eran la raza imperial, con derecho divino a gobernarnos y mantenernos en la sumisión; si protestábamos, se nos recordaba que ‘una raza imperial, tiene cualidades de tigre’. Hace tres años, los soldados pakistaníes violaron a nuestras mujeres, tratadas con igual brutalidad las niñas y las ancianas. Doscientas mil contrajeron enfermedades venéreas y doscientas mil se salvaron del contagio. Pero todas pagaron como culpables. Los padres rechazaron a sus hijas, los maridos a sus esposas, los hermanos a las hermanas. Intocables en público, los pakistaníes hicieron públicas las violaciones, secuestradas las mujeres en los cuarteles de la turba. Nuestra independencia fue un parto. La sangre aún está fresca.” ~