Castro o el dictador inmóvil

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En Cuba, durante el verano pasado, actuando dentro de los límites de la legalidad, un grupo de demócratas dirigido por Oswaldo Payá Sardiñas, candidato al Premio Nobel de la Paz, respaldado por once mil firmas, le planteó al gobierno de Castro la convocatoria a un referéndum para reformar la Constitución y ampliar los límites de participación de la sociedad en los asuntos públicos —el hoy muy conocido "Proyecto Varela"—, pero por toda respuesta sólo obtuvo un "contrarreferéndum" al que, muy sabiamente, los cubanos, en voz muy baja, enseguida llamaron el "Proyecto Stalin".
     En efecto: lejos de tramitar o denegar la petición popular formulada por los disidentes, como señalaba la ley, Fidel Castro encabezó una serie de mítines callejeros para promocionar una reforma al texto constitucional por la que se declarara el carácter irrevocable del actual modelo político cubano y de las leyes que lo sustentaban. Muy obedientes y disciplinados, de los once millones de cubanos que sobreviven en Cuba, ocho y medio —prácticamente todos los adultos que recoge el censo— suscribieron esa petición al parlamento de la república, la Asamblea Nacional del Poder Popular, una curiosa institución que se reúne unos pocos días de cada año para refrendar las medidas tomadas por el Consejo de Estado y el Consejo de Ministros, y en la que jamás se ha escuchado una voz discordante o se ha rechazado una ley propuesta por el Ejecutivo. Naturalmente, "los niños cantores de La Habana", como se conoce a los diputados cubanos por el asombroso afinamiento de ese orfeón ideológico de algo más de quinientas personas —un coro de tamaño heroico para una isla tan pequeña—, sancionaron unánimemente la solicitud del pueblo y concluyeron que Cuba seguiría siendo socialista hasta el fin de los tiempos, sin ningún cambio que modificara su fulgurante presente.
      

¿Socialismo eterno?
Las respuestas de los expatriados más lúcidos no se hizo esperar. Desde Canadá, el historiador Juan Antonio Blanco se preguntó de inmediato si no estábamos ante una suerte de fukuyamismo de izquierda. ¿Había dado Castro con la fórmula de gobierno universal y eterna? ¿En qué quedaba el materialismo dialéctico ante ese súbito fin de la historia? Desde México, otro historiador, Rafael Rojas, también refutaba a Castro con argumentos contundentes: ¿Cuál es el "socialismo irrevocable" a que se refería Castro? ¿El comunismo sin Estado, sin gobierno, incluso sin leyes y sin jueces, que predecía Marx como etapa final y definitiva de la sociedad sin clases, o la dictadura partidista, en la que hay vestigios de propiedad privada en manos extranjeras, como sucede en Cuba?
     Por muy limitada que fuera la capacidad teórica de la cúpula dirigente cubana, furiosamente refractaria a cualquier ejercicio reflexivo, la contradicción no podía ser más evidente: el mismo Fidel Castro que terminaba sus discursos con la consigna feroz de "¡Marxismo-leninismo o muerte!" no podía proclamar el carácter irrevocable del socialismo cubano. El socialismo y la dictadura del proletariado son sólo una etapa penosa en la evolución hacia el comunismo y no un fin en sí mismos. A Marx le hubieran dado los siete males si llega a descubrir que uno de sus seguidores ha renunciado a alcanzar el paraíso de los trabajadores limitándose a suscribir como destino final lo que no era otra cosa que un incómodo recodo en el camino hacia la gloria proletaria.
      

¿Sucesión o transición?
En todo caso, en medio de las penurias que padece esa isla, ¿a qué viene este excéntrico debate teórico sobre la definición del contorno y los fines del Estado cubano? Muy sencillo: por debajo del "Proyecto Varela" y del "Proyecto Stalin" lo que se discute es otra cosa mucho más acuciante para los cubanos: si tras la muerte de Castro comenzará la transición hacia la democracia y la economía de mercado, como pronostica la mayor parte de los observadores, o si el régimen se mantendrá intacto bajo la autoridad del sucesor, sea éste Raúl Castro u otra figura partidaria del inmovilismo, como quisieran el Comandante y su guardia pretoriana.
     Fidel Castro, pues, prepara cuidadosamente su sucesión. Tiene 76 años, y aunque no le gusta pensar en la muerte, sabe que ese suceso inevitable no demorará mucho en producirse. De ahí esos candados constitucionales con los que se propone impedir cualquier clase de cambio que ponga en peligro lo que sus simpatizantes muy pomposamente llaman "el legado histórico de la revolución", y de ahí, paradójicamente, todas las carantoñas que le hace a los Estados Unidos en un intento desesperado por normalizar las relaciones con Washington a la mayor brevedad posible.
     Esto último es necesario explicarlo. En el análisis que Fidel Castro hace de las posibilidades de supervivencia de su dictadura más allá de su muerte, siempre comparece un dato clave. Si ahora, con él vivo, consigue el fin del embargo y unos vínculos amistosos con el gobierno norteamericano, el mensaje subliminal que estará transmitiendo al resto del planeta y a su propia y muy nerviosa cúpula dirigente es obvio: "No tenemos que cambiar, ni nadie espera que cambiemos, pues a nuestro modelo de Estado y gobierno lo aceptan internacionalmente tal y como hoy lo tenemos."
     Fidel Castro sabe que, de morir a corto plazo, con una situación internacional como la actual, en la que Estados Unidos le niega la sal y el agua a menos que el país se democratice; y en la que la Unión Europea, el Grupo de Río y la OEA le aplican la "cláusula democrática", las presiones sobre la isla se multiplicarán sustancialmente a la espera de que comiencen a producirse cambios y aperturas sustanciales. Él, Fidel Castro, tiene suficiente autoridad —el peso enorme de los caudillos— para impedir hoy esos cambios mediante una combinación de intimidación y terquedad, pero ni su hermano Raúl ni nadie en la estructura de poder pueden ponerle puertas a la historia y heredar esa capacidad de frenar el curso de las corrientes ideológicas contemporáneas.
      

Razones del inmovilismo
En medio de esta no tan secreta batalla por mantener a Cuba congelada en un periodo de su historia, inevitablemente salta una pregunta que acaso pertenece al ámbito de la psiquiatría: ¿Por qué los castristas más dogmáticos se aferran al inmovilismo con esa pasión enloquecida? Fidel Castro y sus acólitos más fieles repiten dos coartadas teóricas en alguna medida contradictorias para explicar esta conducta. La primera tiene que ver con la superioridad moral del "sistema cubano". Ésta es la que defienden los ideólogos, con Fidel Castro y Ricardo Alarcón a la cabeza. Sin ningún pudor, y hasta con convicción furiosa en los momentos de mayor delirio revolucionario, afirman que Cuba es el país más democrático del mundo y su sistema electoral el más abierto y participativo. Cuba, pues, no tiene que imitar a ninguna nación. En todo caso, lo aconsejable sería que los daneses o los británicos estudiaran cuidadosamente ese maravilloso e innovador "modelo cubano" que tanta felicidad y prosperidad les ha llevado a los habitantes de la isla.
     La segunda coartada es más modesta y en ella la dictadura monopartidista no es un fin deseable sino un mal necesario y pasajero para enfrentarse a la voracidad imperial de Estados Unidos. De acuerdo con esta defensa del inmovilismo, los cubanos sólo pueden evitar ser anexionados o destruidos por el vecino depredador si se mantienen unidos tras un solo partido, un solo jefe y un solo discurso. La unidad es el amuleto mágico contra los conjuros del adversario atroz. En el momento en que la sociedad se "fragmente", el enemigo externo y sus aliados vendepatrias domésticos entregarán el país en bandeja de plata a los imperialistas del norte.
     Pero al margen de estas disquisiciones teóricas o estratégicas, hay otra realidad más práctica y brutal: la cúpula dirigente cubana no quiere perder el poder y sabe que cualquier forma de apertura real a medio o largo plazo es el comienzo de su sustitución por otros grupos políticos emergentes de signo contrario. Es lo que sucedió en Europa del Este y lo que les sucedió a los militares que en el último tercio del siglo XX dominaron en varios países de América Latina. Raúl Castro no quiere terminar sus días como Jaruzelsky o como Pinochet. Todos ellos han visto cómo en ningún caso los pueblos han optado voluntariamente por mantener el sistema y no ignoran que en Cuba sucederá lo mismo.
     Nada de esto quiere decir que la transición a las libertades políticas y económicas signifique necesariamente la muerte cívica o política de los castristas, como hemos visto en todas las naciones que han cambiado de modelo político y económico tras el agotamiento del comunismo, sino, simplemente, que los castristas perderían el poder absoluto que hoy detentan y tendrían que jugar con otras reglas, y aceptar someterse a la voluntad popular, pero no parece que la clase dirigente cubana esté dispuesta a la menor concesión en esa dirección. En privado, con un sentido patrimonialista del Estado y adoptando una actitud mafiosa, como si el control de la república fuera un botín obtenido como recompensa permanente tras una victoria militar, rechazan el método democrático con una frase mil veces pronunciada: "Si quieren gobernar que nos quiten a tiros el poder. Así fue como nosotros lo conquistamos."
     En el caso personal de Fidel Castro sus motivaciones son de otra índole. Al margen de que no está dispuesto a compartir el poder, y mucho menos a cederlo en unas elecciones libres, estamos ante una muestra extrema de psicología "narcisista". Alguien convencido de su singularidad, de su inteligencia, de la certeza de sus juicios, de la justicia final de sus actos, y aun de los más crueles porque la crueldad a veces le parece necesaria para castigar a los rebeldes y disciplinar a los díscolos. Tiene, además, una noble misión que desempeñar: cambiar las normas por las que se rige este imperfecto mundo nuestro y someterlo a su forma particular de entender la realidad. Es un mesías. Su autopercepción es la de la figura viva más descollante del planeta y una de las más grandes de la historia, fatalmente limitada por algunas circunstancias que escapan a su control: la mediocridad de la sociedad cubana en la que vino al mundo, la traición de los soviéticos cuando tenían prácticamente ganada la Guerra Fría y la cercanía de Estados Unidos, ese dragón al que ha debido enfrentarse todos los días de su existencia.
     Alguien con esos rasgos psicopatológicos —los de Hitler y Mussolini, por cierto— no está dispuesto a cambiar porque hacerlo sería traicionar la esencia de su vida. Y tampoco a renunciar a un sitio glorioso en la historia junto a Alejandro Magno, Julio César, Napoleón, Bolívar o cualquiera de las figuras señeras que han dejado su sello permanente en la memoria de la humanidad. Y para Castro, dar paso a una transición en la que su obra será negada, o pensar en que sus herederos harían algo de esa naturaleza, sería una forma de invalidar su memoria y borrar las huellas de su paso por la vida.
     Castro no forma parte de los políticos capaces de repetir "Después de mí, el diluvio". Esa afirmación le parece una cobardía, una forma de desertar en medio del combate, porque él, como el Cid, se propone continuar ganando batallas después de muerto. Quiere clavar su yo en la historia para siempre. Su lema es: "Después de mí, mi obra". ¿Y cuál es su obra? Hasta 1989, era la destrucción del injusto mundo capitalista y liberal y su sustitución por un orden concebido con arreglo a las normas comunistas. Tras la desaparición del bloque del Este ha añadido una variante que satisface su necesidad psicológica de realizar hazañas inconmensurables: resistir hasta que el comunismo se revitalice, vuelva a la ofensiva, y, finalmente, liquide a su secular enemigo. Ésta es la frase lapidaria que Castro querría que se leyera en el próximo milenio sobre su monumento funerario: "Revolucionario cubano que luchó denodadamente contra elcapitalismo y los Estados Unidos hasta conseguir derrotarlos varias décadas después de su muerte. La humanidad agradecida le reconoce haber resistido valientemente el acoso de sus enemigos y haber mantenido viva la doctrina comunista en su heroico país hasta cambiar el destino del mundo".
      

La dimensión internacional de esta disputa
Esta batalla cubana a favor de la transición o a favor del inmovilismo (que es también una batalla entre la sensatez y el voluntarismo irracional) se librará, como todas, no sólo en la isla sino en el terreno internacional, y, como lleva ocurriendo desde hace más de cuatro décadas, los servicios secretos cubanos metódica e incansablemente reclutarán sus huestes en el exterior para fortalecer la tendencia inmovilista, especialmente entre intelectuales, periodistas y políticos —todo el que tenga unatribuna es útil para La Habana—, mediante una combinación de halagos, favores, publicaciones e invitaciones a practicar turismo revolucionario en la bonita isla caribeña.
     Afortunadamente, ya no hay demasiadas voces al servicio de la dictadura cubana y se ha producido un fenómeno ideológico muy saludable: la condena al castrismo ya no es sólo una postura de los conservadores y los liberales. También la izquierda más sensata y coherente no cesa de denunciar la falta de libertades que padecen los cubanos, mientras la defensa del castrismo ha quedado reducida a grupos marginales a los que también se les ve merodear con simpatías los predios del antisemitismo, ETA, Al Qaeda, y otras organizaciones terroristas caracterizadas por su odio profundo a Occidente.
     Para los cubanos que deseamos para nuestro país las libertades democráticas es muy importante que aumente el clamor internacional en defensa de la transición y en contra de la sucesión inmovilista. Hay una dimensión psicológica muy importante en este conflicto, y es vital que quienes hoy detentan el poder en Cuba, o quienes hereden el poder tras la muerte de Castro, sientan una fuerte presión internacional que los encamine en la dirección del cambio. Eso eventualmente va a suceder, pero mientras más rápida, pacífica y civilizadamente ocurra, mejor será para todos. ~

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(La Habana, 1943) es periodista y ensayista. En 2010 recibió el Premio Juan de Mariana en defensa de la libertad. Su libro más reciente es la novela La mujer del coronel (Alfaguara, 2011).


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