The FARC Petroleum Company
Raúl Reyes fue abatido por fuerzas militares colombianas mientras acampaba en territorio ecuatoriano.
Igual que en el famoso chascarrillo gramatical, a Reyes lo sorprendió la muerte, pero quien quedó realmente estupefacto fue el presidente Chávez.
Muchos venezolanos atribuyeron, en un primer momento, la desproporción de Chávez ante la noticia de la muerte de Reyes, al mercurial talante de un mandón incontinente a la hora del denuesto y la amenaza.
Un primer indicio de ello lo ofreció la conducta del propio ministro de defensa venezolano, tan sorprendido por la abrupta orden de prepararse para la guerra como cualquiera de nuestros pacíficos conciudadanos.
Confundido entre los demás ministros, forzados comparsas del auditorio del maratónico talk show dominical conducido por Chávez, el general se puso de pie y saludó marcialmente mientras recibía la perentoria orden de enviar diez batallones a la frontera.
Acto seguido, y en lugar de solicitar permiso para retirarse y ocuparse de inmediato de la guerra defensiva, el corpulento y rollizo general volvió a sentarse. Y allí se estuvo, impertérrito, en su sitio hasta el final del programa, sin que los alarmados televidentes notaran ningún amago de echar mano, si no a la pistola, al menos al teléfono celular y retransmitir los designios del Máximo Líder.
Todo lo cual no hizo sino agrandar la perplejidad general ante la idea de una masiva movilización militar venezolana, ordenada como respuesta a un serio incidente fronterizo, es verdad, pero un incidente que, en cualquier caso, tan sólo involucraba a Ecuador y Colombia.
La mayoría de los observadores y “analistas” locales se quedaban de piedra cuando se les pedía alguna explicación. Como cabía esperar, lo atribuyeron todo al proverbial “pantallerismo” del siempre protagónico Chávez. Aunque hubo excepciones, como la de Teodoro Petkoff, el editor del matutino caraqueño Tal Cual, que en uno de sus editoriales interpretó la orden de Chávez como un movimiento preventivo destinado a brindar protección a los cuerpos de las FARC que, nadie lo duda, se hallan en territorio venezolano.
Al punto se registraron “compras nerviosas” por parte de amas de casa inquietas ante la perspectiva de una guerra con un vecino con el que el intercambio comercial se contabiliza en miles de millones de dólares al año. Colombia es nuestro segundo socio comercial, después de Estados Unidos.
Pero la ola de compras nerviosas terminó muy pronto: en realidad, es poco lo que hoy se ofrece en los anaqueles de los automercados. Whisky premium de dieciocho años sí tenemos de sobra, gracias sean dadas a Dios.
Por lo demás, el sentimiento general ante la idea de guerrear con Colombia no tardó en expresarse en las mil formas que puede cobrar la “mamadera de gallo” caribe.
Muchos episodios de comedieta militar entretuvieron la sorna del público, como el de la caravana de tanquetas atrapada en la Autopista Regional del Centro: una manifestación de airados taxistas había bloqueado la vía con sus vehículos. El motivo no era protestar contra la guerra con Colombia, sino contra la inseguridad ciudadana que reina en el país.
La violencia desatada en Venezuela por el hampa común arroja semanalmente cifras de muertes equiparables a las de algunos fines de semana en Iraq. Entre sus víctimas favoritas están, precisamente, los taxistas.
El venezolano de a pie seguramente desconoce el contenido de la Resolución 1373 de la ONU, que prohíbe a todos los Estados miembros brindar apoyo alguno a grupos terroristas en sus respectivos territorios y obliga a compartir cualquier información que sobre dichos grupos puedan obtener.
Pero lo cierto es que la crisis de descrédito que, sobre todo entre sus –antiguos– electores más desposeídos, muchos de ellos colombianos con cédula venezolana, sufre el gobierno de Chávez por su indescriptible ineptitud y corrupción, lleva a mucha gente de los sectores más humildes a repudiar la guerra en términos mucho más duros que los de la clase media.
“Chávez pide un minuto de silencio por ese señor que mataron en Ecuador”, dijo un malhumorado camionero caraqueño a la periodista Cristina Marcano que lo interrogaba sobre sus pareceres. “Si guardara un minuto de silencio por todos los muertos venezolanos que deja la delincuencia en nuestros barrios todos los días –prosiguió–, tendría que callarse para siempre.”
Es muy verosímil que el ataque colombiano fuese guiado por el “chivatazo” de un desertor ávido de la cuantiosa recompensa ofrecida desde Bogotá por las cabezas del “Secretariado” de las FARC. Pero ello no quita mordedura a otro chiste macabro que quiere, con sublime ironía, que fuera una llamada del eficaz Hugo Chávez, ansioso de expresar su contento por la “liberación” de cuatro rehenes, lo que llevó al pez gordo de las FARC a morir por boca ajena.
Algo que claramente preocupa a los medios oficialistas venezolanos –no hablo aquí sólo de Chávez y su inmediato círculo de incondicionales, sino también de gran parte del crecientemente tibio funcionariado chavista– es lo que pueda haber en el disco duro de las laptops capturadas, cuyos datos el gobierno de Colombia ha sabido filtrar.
El canciller Nicolás Maduro, siempre notorio por su obsecuencia, despachó ante el parlamento monopartidista la sugerencia de que Chávez pudiera haber facilitado trescientos millones de dólares a las FARC diciendo que se trata de un embuste demencial pues trescientos millones de dólares, dijo el canciller, es tantísimo dinero que aun todo el hemiciclo de la Asamblea Nacional no alcanzaría para guardarlo.
En esto Maduro parece seguir la lógica de quien lava dinero en efectivo y en billetes pequeños. O desconoce el uso de la transferencia bancaria electrónica. De nuevo, la sorna de la gente no dejó pasar semejante simpleza: “Trescientos millones de dólares caben en una maleta un poquitico más grande que la de los ochocientos mil dólares regalados a la campaña de Cristina Kirchner”, escuché decir en la barra del Mesón de Andrés, un restaurante caraqueño muy frecuentado.
No es fácil decir quién perdió más en este lance que por una semana nos mantuvo al borde de lo impredecible: si Uribe o Chávez. Pero algo sí se ha puesto definitivamente en claro, con o sin laptops capturadas en la selva: después de rendir inequívoco homenaje póstumo al terrorista abatido en Ecuador y amenazar con ir a la guerra por su causa, Chávez ya no podrá describir sus relaciones con las FARC con la ambivalencia de un “mediador de buena fe” en el conflicto interno colombiano, como quiso mostrarse hasta el día en que, como diría la letra de un corrido, mataron a Raúl Reyes.
Con todo, hay en los papeles capturados a las FARC uno que añade materia combustible a esa hoguera que es la cara infernal de la globalización.
Mientras en la cumbre del Grupo de Río, llevada a cabo en Dominicana, la OEA hallaba una solución, digamos, diplomática al impasse colombianoecuatoriano, la policía tailandesa presentaba a la prensa al celebérrimo y letal traficante de armas ruso Viktor Bout. Los agentes estadounidenses pudieron atraer hacia una celada al escapadizo y suspicaz Bout sólo cuando fingieron ser agentes de las FARC interesados en adquirir armamento sofisticado.
Insistir en los vínculos entre el gobierno de Caracas y las FARC podría sonar majadero si nos atuviésemos tan sólo a lo que, muy verosímilmente, dice Bogotá que guardaba Raúl Reyes en su laptop. Pero hay antecedentes suficientemente sólidos para suponer la connivencia entre Caracas y las FARC. Es un hecho conocido que a causa de la presión militar ejercida por Bogotá sobre los “frentes” de las FARC que operan en el oriente de Colombia, estos han hallado santuario al otro lado de la frontera.
Un informe de Jane’s Intelligence Review, escrito por el ex corresponsal en Caracas del Financial Times, Andy Webb-Vidal, y publicado en mayo de 2006, estimaba por entonces que algunas unidades de las FARC habían transportado hacia Venezuela unas ciento ochenta toneladas de cocaína. Uno sólo de esos cuerpos irregulares –el llamado Frente 16– llegó a introducir en menos de dos años más de ochenta toneladas de cocaína por un valor de noventa millones de dólares.
Nada de esto podría llevarse adelante sin la connivencia de altos oficiales corruptos de la Guardia Nacional (Ejército Territorial) venezolana.
Es muy concebible que haya oficiales corrompidos por los munificentes narcoseñores de la guerra que comandan las FARC. Sin embargo, algunos de los documentos hallados en la laptop de Reyes, dados a la prensa, señalan directamente a Hugo Chávez como el cerebro de una operación de apoyo financiero de mucha envergadura y más acorde con la petropolítica que describió Tom Friedman en su ya célebre artículo de Foreign Policy (mayo/junio, 2006).
En el punto 4 de un comunicado fechado el 8 de febrero de 2008, los comandantes “Iván” y “Ricardo” informan al camarada “Tirofijo” y demás miembros del Secretariado de un ofrecimiento hecho de viva voz por el propio Chávez, cuyo nombre código sería “Ángel”:
“Nos ofreció la posibilidad de un negocio en el que nosotros recibimos una cuota de petróleo para comercializarla en el exterior, lo cual nos dejaría una jugosa utilidad.”
Las FARC convertidas, en el mejor de los casos, en una empresa de reventa de petróleo obtenido a consignación da mucho en que pensar. ¿Se decidirá el Secretariado por una operación “aguas abajo” y querrán tener su propia refinería de crudo pesado del Orinoco? ¿O se limitarán a satisfacer cupos de crudo, como armadores de supertanqueros, quizá con una pequeña oficina en Galveston o Dubái, operada discretamente según el patrón conocido como one man, one boat?
En cualquier caso, convertir a las FARC en una empresa petrolera desborda cualquier delirio. Hasta ahora, la única experiencia directa que las FARC han tenido con la industria del petróleo ha sido el secuestro de ejecutivos y la voladura de los oleoductos de aquellas concesionarias extranjeras que se niegan a pagar la “vacuna” de la extorsión.
Pero admitamos que un merger entre las FARC y la estatal rusa Lukoil, por ejemplo, no sería del todo imposible en el país donde don Pablo Escobar pudo comprar un minisubmarino ruso.
Y quizá sería la solución final al conflicto armado: a precios actuales, sólo el petróleo es mejor negocio que el narco. ~
– Ibsen Martínez
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La próxima guerra
Para los venezolanos no fue una sorpresa. Pero el resto del continente, tal vez, sí manoseó más de una perplejidad al observar que, en el conflicto bilateral entre Ecuador y Colombia, quien primero tomó la iniciativa y se declaró en pie de guerra fue Venezuela.
Antes, incluso, que el gobierno del país agredido, el presidente Hugo Chávez reaccionó como si, en realidad, él fuese la víctima; como si hubieran invadido el país, como si acabaran de violar nuestra soberanía. Denunció que la oligarquía colombiana y el imperio norteamericano pretendían detener el sueño de Simón Bolívar. Todo ocurrió en un programa de televisión. Frente a las cámaras, ordenó al ministro de la Defensa movilizar diez batallones rumbo a la frontera, exigió al canciller traer de vuelta a Caracas a todo el personal diplomático que hubiera en Colombia. No podía ser de otra manera. No cambie de canal. No apague el televisor. Nuestra próxima guerra ya está por comenzar.
Probablemente, esta sea una de las diferencias fundamentales a la hora de abordar la confrontación entre Colombia y Venezuela. Mientras en la primera la guerra se ha convertido en una obligada forma de vida, en una cotidianidad que ya casi alcanza sesenta años, en Venezuela –por ahora– sólo es un performance, otra secuencia del espectáculo que el gobierno propone como acción política.
La inadmisible intervención del ejército colombiano en el territorio ecuatoriano, antes que nada, permitió mostrar cómo se dispara Hugo Chávez. Detrás de toda su teatralidad volvió a aparecer su naturaleza militar, dispuesta siempre a la confrontación, desesperada por encontrar un gran enemigo. A la temperatura verbal de Hugo Chávez le urge un poco de violencia real. Necesita algo más heroico que una democracia formal y un Estado millonario. La llamada “revolución bolivariana” recorre el planeta, sedienta; anda por el mundo buscando una épica. Necesita algo más que los dólares del petróleo.
La posición, también militarista, del presidente Uribe, con la mano del gobierno norteamericano detrás, representa una oportunidad maravillosa para Chávez. Por eso convierte lo inverosímil en una práctica gubernamental; por eso es capaz de autoinvitarse a una pelea ajena. Se impone como enemigo, azuzando el conflicto, generando un clima casi prebélico en toda la región. La justificación va a tono con la leyenda que desea construir. Dos siglos después, Chávez se siente llamado a cerrar las promesas que Simón Bolívar dejó abiertas. Dos siglos después, los venezolanos volvemos a tener el mismo turno al bate: otra vez debemos exportar independencias, nuevamente debemos salvar a todos nuestros vecinos. ¡Cuídense! ¡Allá vamos!
No se trata, además, de un plan oculto, fraguado a escondidas, de una guerra contenida debajo de la manga. Chávez lo ha gritado por todo lo alto. Apenas se desató el conflicto, invocó varias veces la batalla de Ayacucho, la última guerra de liberación en Sudamérica, comandada por el general Sucre, héroe venezolano, discípulo preferido de Bolívar. Apeló a esa vieja gloria y aseguró que, en este siglo XXI, era necesario liberar a Colombia, dar un nuevo “Ayacucho” en Colombia, para salir del yugo de la oligarquía y del colonialismo norteamericano. Todo lo ocurrido sólo puede verse y analizarse desde esta perspectiva. No estamos ante un acontecimiento, ante una eventualidad geopolítica. Para Chávez, esto es parte de un designio mucho mayor. Esto es un más allá, está escrito en el firmamento de la historia de nuestro continente.
Son varias las especulaciones que intentan explicar el cambio de actitud de Chávez en la cumbre realizada, pocos días después de iniciado el conflicto, en República Dominicana. En ese escenario apareció un Chávez completamente distinto. Se comportó como un pacifista, como si jamás le hubiera puesto todo el combustible al conflicto. Cantó y sonrió. Como si viera la historia desde un picnic. ¿Este es el mismo mandatario que, hace apenas pocos días, tildó de “mafioso” a Uribe? ¿Es el mismo líder de gobierno que acusó al presidente colombiano de “narcotraficante” y de ser un simple “lacayo del imperio”? ¿Es el mismo Chávez que ordenó mover tropas y amenazó con mandar aviones de guerra sobre Colombia?
Para explicar ese cambio, se habla de la intervención de los otros países de la región, conminando a Chávez a no intervenir en un conflicto –a todas luces– bilateral que no lo toca de manera directa. Se dice, también, que los datos hallados en la computadora de Raúl Reyes realmente lo comprometen de manera personal por su relación con las FARC. Se afirma, también, que el resultado de las encuestas, en el interior de Venezuela, arrojó un rechazo mayoritario a su posición, asunto nada favorable si se toma en cuenta su reciente derrota electoral en diciembre del año pasado… Todas estas variables pueden ser ciertas. Poco importa. Como tampoco parecen importar mucho los casi sesenta millones de dólares que costó la movilización militar dentro del territorio nacional. Nada parece tener demasiadas consecuencias. Todo forma parte de un juego de especulaciones que, quizá, jamás lleguen a probarse. Lo que sí es un hecho irrefutable es la asombrosa capacidad histriónica de Chávez. A prueba de cualquier escenario. Capaz de mutarse frente a cualquier circunstancia. Sin abandonar, obviamente, sus planes. Chávez ha demostrado que sabe soñar a largo plazo. Que sabe esperar.
La cumbre del Grupo de Río, en Santo Domingo, sólo es otro “por ahora”. La confrontación con Colombia no es un evento. Es una misión. La paz sólo es un mientras tanto. ~
– Alberto Barrera Tyszka
(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).