Cincuenta años de poesía vertical

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Se debe a Octavio Paz la primera mención de Roberto Juarroz en México (seis poemas que por él se publicaron a fines de 1960, en el número 16-18 de la Revista Mexicana de Literatura, dirigida por Tomás Segovia y Juan García Ponce). Los dos se conocieron a comienzos de esa década en París; allí tenían una amiga común, Alejandra Pizarnik, quien, al parecer, los presentó. A Paz le impresionaron los poemas de Juarroz por su “concentración y nitidez”, según cuenta en la nota que escribió para La Nación (9 de abril de 1995), con motivo de la muerte de Juarroz. Era la revelación de la imagen poética, de ahí su oscura claridad: catorce poemarios con el nombre de Poesía vertical, numerados en forma sucesiva para diferenciarlos; más de mil doscientos poemas sin título, en libros sin epígrafes, escuetos, sobrios, el primero de los cuales se imprimió en Argentina el 14 de agosto de 1958.

Juarroz organizó su escritura como pasaje de imágenes que encontraron su secuencia de manera, si no indecisa, por lo menos arriesgada, cerca del secreto, porque si el poder de un poeta se mide por su ambición y lucidez, al experimentar con las zonas oscurecidas de sí, sintiéndose, trabajando solo, abriéndose paso, cavando, haciéndose a medida que la poesía –percibida como intensidad inextinguible– se hacía en él, Juarroz propuso una obra ambiciosa y lúcida. Su buscar introspectivo no fue la pose del intelectual desdeñoso, sino la forja donde la realidad, el reservorio de imágenes intentan evocar la hondura que reciben los hombres al reconstruir el tránsito en que la luz, el ascenso y la plenitud muestran su envés: “Yo me siento en el mundo –decía a Carlos Sosa en 1984– con mucha más claridad que los demás. Para mí el mundo no es sólo lo aparente, sino también lo que acompaña a lo aparente. Todo. Lo profundo de las cosas: ¡lo ilimitado de las cosas! A menudo, he dicho que la poesía es el mayor realismo posible. Sacar la realidad de ese emplazamiento forzado, en un mundo limitado, torpe. La poesía pone las cosas en su totalidad.”

Para Juarroz no había otra manera de ir tras la conciencia de la riqueza de la vida, si no era por una poesía honda, que perciba la variación del aura de las cosas y que encuentre la fuerza de su motivación en el ir y venir de las formas, de las emociones, de los acontecimientos, pues sus versos expresan una reflexión trascendental y contagiosa que consigue sorprender por su luminosidad. En su poesía los cuerpos, las nubes, los pájaros, los muros, el árbol, las miradas, el polvo, los túneles, el vino, los zapatos no se distinguen nada más por estar ahí (vinculados por la realidad, sitiados por la red verbal), sino que en su celeridad, en su dinamismo, enfrentados unos a otros, subordinados, como quiera que sea, portan en sí la unidad del mundo, esa unidad que la poesía restaura, recupera. Por eso, su estética de matices más que de afirmaciones, que parece imbuida, sellada a consciencia por su lirismo imperativo, que crece entre grietas y desgarramientos, a veces como si, para estar adentro, incubándose, la poesía fuera insondable, ingrávida, o, de súbito, su salto opuesto, avidez sin salida, extinción, merece figurar al lado de las voces representativas de la historia de la poesía contemporánea.

Que pudo restaurar lo quebrado, coser la incisión, mostrar que, si algo estaba perdido, su poesía ha logrado delinear, en el eje vertical de donde se expande, la visión de un mundo compacto, lo muestra de manera admirable en el poema 18 de su primera Poesía vertical:

 

 

Tú no tienes nombre.

Tal vez nada lo tenga.

 

Pero hay tanto humo repartido en el mundo,

tanta lluvia inmóvil,

tanto hombre que no puede nacer,

tanto llanto horizontal,

tanto cementerio arrinconado,

tanta ropa muerta

y la soledad ocupa tanta gente,

que el nombre que no tienes me acompaña

y el nombre que nada tiene crea un sitio

en donde está de más la soledad.

 

 

Aparte del prólogo de Julio Cortázar aparecido en Tercera poesía vertical (1965) y del capítulo que Guiller mo Sucre dedicó a Juarroz en La máscara, la transparencia (1975), dándole un lugar al lado de Vallejo, Huidobro, Borges, Lezama Lima y Paz, la crítica literaria en Hispanoamérica ha marginado su obra. Lo demás son artículos más o menos sensibles y unas cuantas entrevistas, como las hechas con Guillermo Boido en Poesía y creación (1980) o con Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo en La fidelidad al relámpago (1990, 1998). Sin embargo, cuatro años después de la publicación de su primer libro en una modesta edición de autor, ya era traducido al francés; inclusive en 2001 Michel Camus escribió un libro en homenaje que aún no está traducido, pero que se puede considerar como el epígrafe de esta pugna en la que, por una parte, se puede hablar de un poeta poco leído y poco comprendido en Argentina y buena parte de Hispanoamérica (hecho que, desde luego, no ha impedido que figure desde hace varias décadas en las antologías de poesía hispánica más importantes), mientras ha ido ganando prestigio en Europa, sobre todo en Francia.

De modo que Juarroz es un punto periférico, una voz solitaria, porque en los años sesenta logró crecer al margen de la poesía coloquial, pintoresca, inmadura, fundando, en la segunda mitad del siglo XX, una expresión poética distinta e independiente a fuerza de expandir, de dar sentido a una obsesión: la idea de la verticalidad; con ella tejió el aliento de lo que está arriba y abajo, en la cara y en el revés, adentro y afuera, visible e invisible, rompiéndose, mutándose. Juarroz puso los ojos adentro del fruto oscuro de la poesía, se abismó, se dejó caer, y si después de ese juego serio sus poemas son la espiral por donde las imágenes de la contemplación ascienden y descienden, esto, que parecía incomprensible, engañoso, evasivo, era el coro de las formas encontrando su comunión. ~

 

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