Cuando eran buenos

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El
17 de enero de 1973 fue un día muy frío en el Este de
Estados Unidos. En Nueva York, a media tarde, la gente caminaba, como
siempre, de prisa. En la intersección de la Quinta Avenida y
la Calle 57 se podían ver banderas nacionales desplegadas,
doblemente engalanadas porque faltaban menos de tres días para
que Richard M. Nixon rindiera la protesta de su segundo mandato. Los
periódicos del día informaban de un gran incremento de
la violencia y la tensión en las calles, y eso era perceptible
incluso en la que es seguramente la zona urbana más cara del
mundo y la mayor depositaria de riqueza, lujo y esperanza. Entre la
57 y Quinta, la gente esperaba el cambio en la luz del semáforo
y cuando de golpe se cruzaban las miradas, se sentía la
violencia. ¿Qué miras? ¿Qué quieres? La
gente no se aguantaba la mirada, estaba nerviosa, irritada, violenta.

La
Guerra de Vietnam fue un gran fracaso. Para el 17 de enero de 1973,
más de un cuarto de millón de estadounidenses habían
sido obligados a ir a luchar no se sabía muy bien por qué,
y varios miles habían huido al Canadá, Suecia y otros
países para evitar ser reclutados. Vietnam estaba marcando a
todos los niveles la vida de Estados Unidos. El país se había
vuelto a meter en una de esas guerras, como la de Corea, que
evidentemente no podía ganar y que además estaba
haciendo aflorar las derrotas, las tensiones sociales y las
contradicciones inherentes a la nación desde los tiempos de
los padres fundadores.

A
todos nos cuesta vivir entre el ideal y la realidad. Todos tenemos un
filo de simulación e hipocresía. Estados Unidos es un
país forjado sobre la base de los principios –como establece
su Constitución y como fue el sueño de Thomas
Jefferson– de un pueblo al que se debía garantizar
esperanza, democracia, paz, progreso, felicidad, y sin embargo hay
notorias cuarteaduras entre sus aspiraciones y sus logros.

Estados
Unidos tuvo que intervenir en la Primera Guerra Mundial no por sus
ideales, sino sencillamente porque los alemanes le hundieron barcos y
mataron a soldados estadounidenses; por eso al presidente Woodrow
Wilson –un político bien intencionado, profesor de
Princeton, hombre de Nueva Jersey cuyo universo estaba conformado por
libros y que había sostenido que su país “no entraría
en la guerra”– no le quedó más que enviar a dos
millones de sus conciudadanos a la batalla más allá del
Atlántico, a morir en los campos de Francia para dar el
impulso definitivo a los aliados.

Wilson
nunca entendió que la violencia y el orden que representaba la
potencia de Estados Unidos no permitía un juego de ir y venir,
sino que había que diseñar una política de
presencia; quiso apoyar la creación de una Sociedad de
Naciones y la pertenencia de su país a ella, y murió en
el cargo sin haber conseguido que el Congreso y el Senado votaran su
propuesta. Después de esa experiencia los aislacionistas –la
América profunda, no la que limita con el Pacífico ni
con el Atlántico, sino la que compone el corazón de la
nación–, se dedicaron durante los siguientes años a
echarle la culpa de la corrupción moral por el contagio
extranjero. De esos dos millones de soldados que partieron a Europa,
muchos volvieron y muchos sirvieron de pretexto para que se decretara
la Ley Seca. Estados Unidos había entrado en una degeneración,
en una Sodoma y Gomorra moral, económica y social, y el
gobierno necesitaba castigar por la parte más débil: la
moralidad que se ve y que se siente, no aquella que se practica.

El
gobierno decretó la Ley Seca y con ello dio pie al surgimiento
de bandas mafiosas que se asesinaban en el tráfico de alcohol
por las calles de Chicago, Nueva York, Los Ángeles. Al mismo
tiempo –otra contradicción del país creado bajo la
doctrina de Adam Smith–, no se hizo nada para impedir la
especulación, y el país iba poco a poco caminando,
entre los bebederos clandestinos, por la senda de la especulación
bursátil que culminó la mañana del 29 de octubre
de 1929. Ocurrió el crack
de Wall Street. Estados Unidos estaba quebrado. Había ganado
una guerra y no supo qué hacer con ello; intentó
volverse hacia adentro, fracasó en encontrar su propio camino
y se colapsó.

En
1933 ganó la elección presidencial el gobernador
poliomielítico de Nueva York, que era internacionalista, que
había sido subsecretario de Marina y que tenía un nuevo
trato, un “New Deal
que proponerle a su país: acabar con el capitalismo salvaje y
hacer que el Estado interviniera más para garantizar la
estabilidad y la seguridad, y por lo tanto las condiciones de
supervivencia de sus ciudadanos.

Estados
Unidos no fue a la Segunda Guerra Mundial porque quisiera; en ese
momento era el país que había desencadenado la primera
gran crisis mundial porque desde la Gran Guerra era la potencia
financiera hegemónica. Wall Street había desplazado a
Londres, y aunque no resultaba tan visible como resultó
después, era evidente que la crisis del 29 consiguió
arrastrar a Alemania, Francia, Italia, y por supuesto a Inglaterra.
El Martes Negro de Wall Street fue el principio del fin de las
democracias tal y como se conocían en Europa, y su repercusión
en los problemas estructurales, sociales y políticos de los
países europeos dio al traste, por ejemplo, con la posibilidad
de éxito para la democracia en la República de Weimar.
Regímenes como el de Mussolini tuvieron su gran oportunidad a
consecuencia de la crisis económica, el desempleo y la
inflación que produjo el crack
de 1929.

El
20 de enero de 1933 llegaron al poder, con tres horas de diferencia,
Franklin Delano Roosevelt en Washington y Adolfo Hitler en Berlín.
Comenzaba el gobierno de los hijos del crack
y comenzaban también, aunque nadie lo supiera, los mejores
momentos, los más fecundos, los más importantes de
Estados Unidos. El discurso sobre los ideales y los mandamientos de
las mejores intenciones se iban a cumplir, aunque fuera por
casualidad.

El
ataque de Japón a Pearl Harbor, el 6 de diciembre de 1941 –“el
día de la infamia”, lo calificó Roosevelt–, fue el
punto sin retorno para Estados Unidos. Roosevelt había
prometido en campaña que no entrarían en la guerra,
pero todo cambió con ese ataque. Naturalmente, Roosevelt
siempre quiso entrar en el conflicto armado; sabía que, desde
el punto de vista económico, social y político, esa
guerra le daría el tiro de gracia al Imperio Británico
y configuraría un mundo diferente, basado en dos visiones de
la historia. Una, la de los hijos de los padres fundadores de Estados
Unidos y su modelo capitalista; otra, la de la revolución de
los proletarios y el mundo socialista. En medio quedaba la secuela de
los que habían creado, entre otras cosas, los fenómenos
del colonialismo y el agotamiento de los modelos. En esa guerra
quedaba claro que las potencias europeas tradicionales –con
independencia de que ganaran los aliados contra el monstruo nazi–
desaparecerían simultáneamente. Estados Unidos movilizó
doce millones de soldados para destruir el Tercer Reich.

Ésa
fue una guerra hecha a caballo entre la visión del “New
Deal
” –el mundo se había acabado tal como lo
habían conocido los estadounidenses–, y la intuición
de que los nazis y quienes pregonaban los extremos eran, a la corta o
a la larga, los enemigos mortales del sistema político y
social estadounidense. El mundo podía tener varias
interpretaciones, y en el fondo y hasta el estallido de la Guerra
Fría, que también era previsible, a los estadounidenses
les parecía menos malo compartir su poder con la Unión
Soviética de Stalin que compartir la ordenación del
mundo con el Imperio Británico como primera razón
hegemónica.

Tras
la guerra, mientras que todos los países se habían
arruinado y toda Europa parecía destruida, Estados Unidos se
encontró en una situación que nunca antes pudo siquiera
imaginar: multiplicó por dos su PIB; su armada era por sí
sola superior a todas las demás juntas, incluidas la británica
y la soviética; tenía el doble de aviones que todos los
demás países participantes en la guerra juntos. Además,
la hegemonía del mundo financiero había hecho que los
centros alternativos de Londres, Berlín o París fueran
reducidos a cenizas, y la única garantía de reserva del
ahorro y del sistema financiero internacional radicara en Wall
Street.

Estados
Unidos entró en esa contradicción, hasta aquí
positiva, que usualmente marca sus grandes movimientos en la
historia; tuvo tiempo y ganas de reconocer, aunque fuera sólo
para garantizar su hegemonía, que no podía seguir
subsistiendo sobre la base de un solo esquema y que necesitaba
compartir la responsabilidad, el poder y también la estructura
económica del mundo. Por eso la reunión de Bretton
Woods, dirigida por el economista inglés John Maynard Keynes,
dio origen a un nuevo orden económico con la creación
del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, organismos
destinados a crear elementos disciplinarios que impidieran el
estallido de otra guerra por razones de ruptura, caos o crack
financiero.

En
el orden político, nació, con la carta de San Francisco
de 1947, la Organización de las Naciones Unidas, que era el
organismo destinado a evitar y procurar que nunca más hubiera
situaciones de enfrentamiento que trajeran como consecuencia otra
guerra mundial. Al mismo tiempo se garantizaba la desnazificación
en Alemania y se daba por bueno el botín territorial,
económico, político, militar y personal que debían
ganar la Unión Soviética, el país que más
muertos había aportado al éxito contra los países
del Eje.

La
urrs de José Stalin puso cerca de veintisiete millones de
cadáveres en la Segunda Guerra Mundial, tanto en combate, como
en las eliminaciones masivas producto de la política “de
tierra quemada” ordenada por Hitler (dada la experiencia de guerra
napoleónica, Hitler ordenó que ningún pueblo de
los conquistados tuviera ni una brizna de tierra que pudiera serle
leal a los soviéticos, y por lo tanto todos los habitantes de
los pueblos eran sistemáticamente eliminados luego que los
conquistaban).

Tras
usar, sin excusa ni razón, el holocausto nuclear como arma
para terminar los combates en el Pacífico, la guerra terminó
dándole a Estados Unidos la constancia de que habían
sido buenos, de que habían sido los mejores, de que habían
ayudado a acabar con la representación del Mal, y de que
inevitablemente iban en camino de convertirse en el imperio económico
que hoy son. Pero el país no fue a esa guerra ni la ganó
para ser el primer imperio de la Tierra, ni para ser la economía
dominante, ni para cumplir el papel de líder del mundo.
Seguramente porque sabía que no estaba preparado para ello.

Estados
Unidos construyó los lodos de los polvos que hoy nos aplastan,
al no haber entendido que el baby-boom
y la explosión de tranquilidad espiritual, el crecimiento
económico y la seguridad militar debía acompañarse
con un mayor y mejor conocimiento del mundo que inevitablemente
tendrían que gobernar.

El
17 de enero de 1973 habían pasado más de nueve años
desde la tragedia de Dallas, y el frío que cortaba las caras
esa tarde no despejaba las dudas de quién y por qué
mató a John Fitzgerald Kennedy. También era el
aniversario de un discurso histórico, el último que
pronunció el presidente Eisenhower –el general que liberó
a Europa y, como Ulysses Grant, había ganado una guerra y se
había convertido en presidente– para advertir a sus
compatriotas de que, al margen de los enemigos externos, tendrían
que vencer a un enemigo interno: el poder inmenso acumulado por el
complejo militar e industrial del país. Para el general
Eisenhower, eran ya un poder dentro del poder, y capaces de generar
una dinámica, no en beneficio del país y sus ideales,
sino en beneficio propio.

La
guerra de Vietnam comenzó por el error de valoración de
un funcionario del Departamento de Estado, que realmente pensó
que Mao estaba detrás de los rebeldes y podría ser
imparable en el sudeste asiático; pero continuó y se
consolidó por los intereses del poder militar. Esa tarde de
1973 era inevitable saber que la violencia en las calles de Nueva
York venía de que se había descubierto que el infierno
no estaba en el delta del Mekong, ni lo producían los Charlies
–así se denominaba comúnmente a los guerrilleros de
Vietnam–: el horror se había desencadenado en Hell’s
Kitchen, en el Bronx, en Harlem. No es que los soldados
estadounidenses se estuvieran volviendo brutales por lo que les
enseñaba la guerra: ellos llevaron la brutalidad de sus calles
al escenario de Vietnam, y el principal negocio de aquellos años,
para muchos, consistía en transportar drogas entre las calles
de Nueva York y el sudeste asiático. Había una
contradicción profunda entre todo ese poder, todo ese dinero,
toda esa fuerza y toda esa violencia en las calles. Las cuestiones no
resueltas desencadenaron lo que se veía no solamente como una
errónea aventura militar que costaría más de
sesenta mil jóvenes muertos a Estados Unidos, sino la pérdida
de la razón y el inicio de la degradación para la
sociedad, para el sistema político y para el ejército.

Estados
Unidos no podía ganar esa guerra y lo sabía y sentía.
Nixon, que quería ganar su guerra para pasar a la historia
como un gran presidente, ya había hecho la trampa y Watergate
lo marcaría. Él mismo y Spiro Agnew asumirían
sus cargos habiendo prometido salir del callejón sin salida de
la Guerra Fría y propiciaron un cambio cualitativo, que fue la
apertura hacia China.

Nixon
fue un gran presidente. Era un tramposo y murió, políticamente
hablando, porque cometió el único crimen intolerable en
una democracia que basa su valor en su superioridad moral: hizo
trampas, mintió al pueblo, a los jueces y al Congreso. Su
sucesor, Gerald Ford, la noche que tomó el poder declaró:
“Nuestra larga pesadilla nacional ha terminado.” Eso era verdad
en parte: el monstruo de la mentira y la vergüenza desde el
despacho oval estaba eliminado en su vertiente más visible, la
cara de Richard Nixon; sin embargo, muchas otras cuestiones internas
del país siguieron socavando y destruyendo lo que a estas
alturas resulta fácil comprender. Estados Unidos nunca
entendió cuál era su papel, ni las discrepancias, ni
los costos profundos de tener una moral para su casa, un concepto
moral para su esquina y una total impunidad para sus
responsabilidades en el mundo.

Nixon,
que en 1973 iba a jurar su segundo mandato, era el hombre que había
puesto en marcha el golpe de Estado contra Salvador Allende –que
cambiaría la historia de las relaciones entre los militares en
América Latina–; también había terminado con
la paridad del patrón oro en relación con la cotización
del dólar, lo que provocó un gravísimo problema
en los territorios dependientes de la disciplina del dólar,
que eran todos los países, menos los del Este; además,
estaba en esa esquizofrenia en la que vive normalmente Estados Unidos
entre el mundo árabe y los judíos. Se estaban
preparando la guerra del Yom Kippur y la primera crisis energética
que estrangularía al mundo y que descubriría una nueva
forma de restaurar la legitimidad de los gobiernos árabes, a
través de la factura del petróleo en el orden mundial,
en una nueva visión del juego que, como en los casos de Corea
y Vietnam, afectaba a Estados Unidos, pero menos. Nombres como los de
Saddam Hussein y el jeque Jamani de Arabia Saudita, o el Septiembre
Negro, la OLP y Yasser Arafat eran problemas de seguridad y orden
público que nunca, nunca lesionarían a Estados Unidos.

En
ese enero de 1973, el hijo de un magnate de la construcción de
Arabia Saudita, Muammar Bin Laden, rezaba y estudiaba a los
extremistas sunitas, buscando la perfección espiritual que
descubriría con los misiles “tierra-aire” sólo
quince años más tarde en Afganistán, gracias a
la ayuda y a la financiación del imperio que no supo serlo:
Estados Unidos. ~

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