No hay lugar más extraño,
incomprensible, paradójico,
imposible, recóndito, insoportable,
científico, profundo, infinito
e interestelar que el espacio interior;
es ahí donde hay que explorar.
Cecilia Eudave, Bestiaria vida
El cuerpo despierta y late, palpita, se excita. Pide tocarlo, explorarlo. Eso es lo que le sucede a la más joven de las dos Claudinas que protagonizan la novela autobiográfica Dominio. A la otra, la adulta, ese mismo cuerpo la domina de otra manera: mediante el dolor.
Placer y dolor, ya sea en el propio cuerpo o en el del otro, exigen atención. Al primero se le otorga con gusto, esmero e intención. Al segundo, con fastidio, hastío. Al cuerpo solo se le presta interés cuando goza o cuando duele. Por lo general se ignora mientras funcione correctamente, mientras no exista una emoción fuerte que urja recordar el sistema nervioso.
La trama de Dominio se entreteje con dos líneas narrativas: la de la Claudina adulta con un cuerpo doliente, en convalecencia (durante 2020), y la de la Claudina adolescente que se conoce y reconoce a través del sexo propio y ajeno (en la década de los noventa). Juego de tiempos y espejos que no reflejan de forma fiel lo que se presenta ante ellos porque obedecen a la memoria y el recuerdo, ecos danzantes que configuran y modelan.
La etimología de dominio remite a propiedad, y esta palabra puede interpretarse cabalmente en esta obra en dos de sus acepciones: “Derecho o facultad de poseer alguien algo y poder disponer de ello dentro de los límites legales” y “precisión y exactitud al utilizar las palabras y el lenguaje” (que se extrapola a comportarse o actuar con propiedad en sociedad). “Dominio ante las propias pasiones, Dominio frente al miedo, Dominio en el dolor”, un mantenerse siempre ecuánime, objetiva, impasible. Un absurdo.
Claudina busca el Dominio así, con mayúscula, en su cuerpo adulto doblado ante el dolor. Busca, a veces sin lograrlo, controlar, reprimir, el suplicio que la está subyugando; batalla desigual que transita entre sueños y pesadillas, medicamentos, amistades íntimas y la familia nuclear. Entre problemas económicos y una necesidad de autonomía que es imposible sostener bajo este contexto. Así, dominarse es someterse, fingir sosiego, representar a un personaje “que oculta la mayor parte de nuestra historia”.
Dominio, que no autodominio, porque no se trata solo de gobernarse a sí misma, sino de intentar controlar también lo externo, de darle coherencia u orden a lo que se le presenta como lo “real”, pero que muta al tiempo que lo hacen el dolor y los recuerdos, las emociones, la propia identidad.
El espacio es otro protagonista de esta historia. “El sur: amplio, verde, seminuevo y casi vacío” de una Ciudad de México de hace tres décadas. Claudina nos lleva a recorrer este sur (Ciudad Universitaria, Cuicuilco, el Bosque de Tlalpan, Avenida Aztecas; los Pedregales, que protegen de los temblores a esa zona de la urbe con su lava del Xitle endurecida por siglos), visitamos hospitales y quirófanos, tocamos y nos dejamos tocar, visitamos el cuerpo del otro con la prisa de la transgresión, avanzamos a tropezones en el día a día y de una faceta a otra, de la vigilia al sueño y viceversa.
La ciudad se presenta como un espacio a conocer en soledad; surge un diálogo mudo entre la ciudad y Claudina, entre la arquitectura y la historia y su fascinación y obsesión por imaginar, percibir, presentir o evocar lo que esconden las paredes y así “inventarle trascendencia a las cosas”. Descubrir y, al tiempo, descubrirse en esta ciudad que desde siempre ha albergado la hostilidad de lo masculino, contrastes y contrariedades, una urbe a la que “hay que saberla mirar para descubrir su extraña belleza”, su hermosura decadente de otro siglo, “una ciudad y un país donde la realidad es rocosa y escarpada”.
Presenciamos los años clave de la adolescencia y de la adultez: meses convulsos en los que la vida trastabilla, donde deseo y padecimiento se vuelven acuciantes y el cuerpo se presenta en todo su esplendor y límites, donde lo onírico cobra relevancia a través de sueños tan vívidos que se confunden con la realidad, misma que es cuestionada y reconfigurada. El sueño como lugar sagrado y seguro; lo onírico que narra, desde el subconsciente, a su forma, otra manera de vincularse con la ficción.
La Claudina “precoz, neurótica y peculiar” de Dominio quiere salir de “una aburrida pubertad cómoda”, busca en el sueño de aire (relacionado con la fantasía) lo que no puede asir en la realidad. Su vida es dirigida por adultos, al igual que su cuerpo desesperado, ávido del contacto íntimo con los demás: “solo con la luz de los sueños y la libido es que adquirí consciencia”. Conforme experimenta, descubre otra pasión: más que la literatura, lo que ella llama la vida literaria, sobre la que se “pueda escribir”.
Metaliteratura e intertextualidad urden un pasado que no puede estructurarse de otra manera; sin la ficción, resultaría vano el ejercicio de la memoria. “A mí lo que me interesa es saber qué le pasa a cada personaje en su vida y qué opina al respecto: con qué tono narra su existencia”, afirma una Claudina que busca en lo cotidiano “las imágenes: esa orfebrería semántica que provee a las palabras de filos y terciopelos para que su contacto con la lectura las haga inflamables”.
Estas páginas nos llevan al segundo nacimiento de Claudina, el que llega con el resplandor del sexo y la poesía. Y es precisamente de lo cotidiano de lo que busca escapar desde su renacimiento: “sigo empeñada en que el sexo me rescate de la vida, donde las cosas pueden ir de mal en peor”. Una vida en la que ha logrado transitar gracias al fingimiento, del que se apropia como un talento y donde su cuerpo es “un instrumento mediante el cual una expande los sentidos y es, por unos minutos, libre de toda la prosa de la vida normal”.
El padecimiento de la Claudina adolescente se muestra en muchas formas (la minoría de edad, la inexperiencia, el yugo de los adultos), pero el de la Claudina adulta se expone específicamente en el dolor corporal, describe el padecimiento de un embarazo ectópico, muestra su propio cuerpo como el de un títere, una marioneta que debe aprender a manejar y cuidar además de complacer. Poco después, la muerte roza de nuevo sus cabellos tras una complicación derivada del procedimiento quirúrgico que le salvó la vida año y medio atrás.
El proceso más complejo al que se enfrenta la autora en estas páginas es la aceptación del yo frente a sí misma. El reconocimiento de lo más puro y lo más monstruoso; el hallazgo de una realidad interior frenética, una esencia que se revela ante el sistema patriarcal.
Luego del tránsito estrepitoso entre el placer y el sufrimiento, regresa al sosiego. En sus palabras, “la vida, tras la cercanía con la muerte, vuelve a ser la misma”. La experiencia queda custodiada entonces por la memoria, a merced de la imaginación y el olvido. Es ahí donde Claudina Domingo (Ciudad de México, 1982) escarba y disecciona para ofrecernos estas páginas honestas, cínicas y placenteras. ~