La estética no es tema de actualidad. La belleza, tan difícil de encontrar, no se trata cotidianamente. Vivo en la espantosa mancha urbana de Toluca y he intentado que se valoren los pocos encantos que le quedan. Pero en vano. Hay proclividad a lo feo y lo contrahecho. Hay desprecio por las buenas proporciones y por los árboles frondosos. En Toluca nada cambia, somos la única ciudad que tiene un estadio en el centro sin estacionamientos ni luz eléctrica: la famosa Bombonera. Tenemos la catedral más fea de México, las banquetas más estrechas y la terminal de autobuses más inaccesible, sucia e inoperante. Y cuando algo cambia, lo hace para mal, como cuando el noble Paseo Tollocan fue ensanchado y convertido en un viaducto cualquiera.
Los despojos de “Toluca la Bella”, la del General Vicente Villada, sucumben diariamente ante el embate de azulejos, aluminios, castillitos morados, Oxxos rojos, pollos amarillos y formas caprichosas que no son dignas ni de Las Vegas. ¡Oh reino del mal gusto! Si las fachadas hablaran, Toluca sería una letanía de improperios. Groserías mal pronunciadas, porque literalmente la ciudad toda es un cartel mal escrito, y no me refiero a los grafitos, sino a la costumbre local de escribir anuncios comerciales en las paredes.
Toluca es la materialización del infierno de un esteta. Duele recorrerla, tan fea se ha vuelto. Con dinero y sin dinero, sigue siendo retefeo. La fealdad se impone. A los ricos los caracteriza el amor por la ostentación, a saber: autos grandes y costosos; guaruras grandes y costosos con trajes café; casas grandes de vidrios verdes, bien bardeadas y engalanadas con lucecitas navideñas y, finalmente, viajes regulares al sur de Estados Unidos. Y los pobres, imitando a los ricos, compran autos viejos y voluminosos que no tienen dónde estacionar, colocan vidrios verdes en las ventanas y demuelen el adobe; ponen luces navideñas sobre los nuevos muros de block. Ricos y pobres escuchan la misma música lamentable, muy alto, y dicen ¿vistes? y ¿oístes? con desenfado.
Si de veras fuera de México todo es Cuautitlán y fuera de Boston todo es Las Vegas, fuera de Toluca todo es hermoso. Salir del desaliño de sus calles embrutecidas por autobuses carcachones, es llegar a un oasis. Limpiar la vista de cables y transformadores, de medidores de luz clavados en los árboles de la Alameda, de carteles rojos con la cara del gobernador, es un placer liberador.
No sé cómo decirles a mis alumnos de arquitectura qué cosa tan fea presentan en sus proyectos. Imparto Arquitectura de Paisaje (materia que desaparecerá con el nuevo plan de estudios), pero Proyectos sigue, y seguirá reproduciendo en Toluca el viejo estilo agogó que viene privilegiando desde que se fundó la carrera de arquitectura en 1964. Fue a partir de entonces cuando la liberal Toluca la heredera del Instituto Literario de Tlalpan, de 1828 empezó a demolerse y a abaratarse. ¿Qué clase de estética inspiraba a esos jóvenes profesores arquitectos que, como Atila y los hunos, arremetieron contra la ciudad? ¿Qué clase de estética se enseñó a los alumnos que desde entonces se gradúan en la Universidad Autónoma del Estado de México, y que han producido algunas de las más contrahechas obras de todos los tiempos? Veremos qué producen las universidades privadas que han proliferado recientemente, o si está en el sino de los lugareños crecer y reproducir el mal gusto, porque para Toluca la estética es una peluquería.
Todo es achaparrado, la elegancia de la esbeltez se desconoce. Luis Barragán no pasó por aquí. Las proporciones verticales han desaparecido, las marquesinas horizontales de losa son embutidas a mitad de los antiguos muros, las varillas de acero siguen sobresaliendo oxidadas para envilecer la imagen del volcán, ese Nevado que José María Velasco jamás pintó.
Los olvidados. Eso somos en este valle. Los olvidados de la gracia de la estética. –
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