Defenderse del Afuera

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La aparición de este anómalo e imprevisible libro en la obra de Verónica Volkow nos debería llevar a leerla de otra manera. La imagen que se tiene de ella, cultivada volumen a volumen por sus títulos de poesía, es la de una escritora preocupada por la inteligencia y el concepto, y que sólo se estremece ante ellos. Por eso la vibración que el lector siente es sobretodo intelectual, se admira ante ese pensar en verso ejercido con una frialdad en la composición digna de Valéry. Pero La noche viuda hace pensar que es una estrategia para defenderse de la exterioridad encarnada en el lector. No es raro que esa frialdad sea defensa ni que ésta se presente como rechazo al lector, pero sí lo es que —gracias a La noche viuda— se pueda intuir que todo lo que ha escrito nace de la intensidad de una experiencia personal. Lo paradójico es que nunca como en este libro, La noche viuda, es mejor y más inteligente escritora.
     Desde sus inicios como poeta, a fines de los setentas, con una deslumbrante La sibila de Cumas, publicada entonces por el naciente Taller Martín Pescador, y que hoy —como un guiño— cierra Oro del viento (Era, 2003), su poesía reunida, llamó la atención de la crítica exigente y de los pocos lectores que tiene el género. Lo hizo sin necesidad de alguna razón externa a sí misma ni con pretensiones de originalidad o de ruptura, ni de vinculación con una teoría en boga o con una reivindicación temática deudora de una militancia (de género, por mencionar la más obvia). La sibila de Cumas era un poema-poema, a secas, y así lo ha seguido siendo la escritura lírica de esta autora a lo largo de treinta años. Con rigor, sin estridencia, con continuidad, pero sin prisa por publicar, con una escritura constante, que se muestra plenamente en Oro del viento.
     Aunque no es estrictamente una poesía reunida ni tampoco una antología personal (tiene rasgos de ambas cosas), sino un libro bien armado en el que se recogen textos publicados anteriormente junto a otros inéditos, con una personalidad que no se exhibe ni se arroja al lector, pero muy segura de sí, su escritura construye el poema como un ente autónomo, autosuficiente, incluso si responde —como sucede a menudo— a un referente expreso (la obra de un pintor, por ejemplo). El texto es redondo: por eso su condición de acabado —de artesanía— resulta una de sus mejores virtudes. Aunque algo en ella lo provoca, se debe resistir el calificarla, incluso si se asume la contradicción implícita en la expresión, como un “escritor profesional”. El verso inicial, ese que —según nos dice el duende— dicta la inspiración, se desarrolla en variaciones que lo hacen evolucionar, caminar hacia el decir, aproximarse al sentido implícito en el primer golpe sonoro, encarnar en una imagen, en un ritmo, en un texto plenamente cumplido.
     En Oro del viento el lector encontrará, más que una idea de la poesía —aunque la hay—, una práctica. El sentido se da más como acumulación que como arquitectura, lo que permite una mayor dimensión y diversión temática, rehúye lo monocorde y el volumen se puede abrir por cualquier lugar. Ese verso inicial mencionado antes no deslumbra sino que da motivo a lo que viene después, se desenvuelve y se hace poema. Su vinculación con la tradición mexicana —en especial con la obra de Paz— se da de manera natural, no como epigonismo o imitación: no quiere romper con nada, no hay rareza ni extrañamiento, no nombra lo no nombrado sino que ejerce la pertinencia del adjetivo.
     Arcanos es una de sus apuestas más arriesgadas, en donde aplica su admirable artesanía a un proyecto que no depende de ella, y que —en cierta forma— la excede. El erotismo frío, la emoción cristalizada, crece en la línea de los grandes poemas reflexivos de la tradición mexicana. Con un aliento inusual, la frialdad del poema es recorrida por una tibieza sintomática. El texto hace de la persona —del yo— un elemento exterior al escritor, una figura, y hasta lo más propio y vivencial se le adjudica a ese yo, no tanto escenográfico sino textual. Oro del viento es la pesadez de lo ligero, la levedad de lo concreto. En cambio, en La noche viuda la descripción debe ser la inversa.
     En los distintos ¿relatos, fragmentos, capítulos? de La noche viuda, Verónica Volkow se libra a los flujos que vienen de fuera: el viaje, el tiempo, el abandono, la incomprensión, la soledad, incluso la enfermedad y la muerte como factores externos a una vivencia de la corporalidad —en algún momento la voz narradora habla de que su cuerpo está hecho de palabras. Desde el mismo título en el que el sujeto noche y el calificativo viuda crean una sinergia que subraya el contenido doloroso de ambos términos, que tienden a intercambiar funciones —viuda se vuelve sujeto, noche calificativo— para describir una manera absoluta del abandono y de la soledad. Y a diferencia de otras obras suyas, en que se está siempre al borde de la solemnidad, la autora aquí hace gala de gracia y sentido del humor.
     Es posible, como ocurrió líneas arriba, que no se sepa cómo calificar genéricamente estos textos y este libro, pero poco importa ante otros elementos del volumen. Por ejemplo, se trata del más “femenino” de los que hasta ahora ha dado a la imprenta, y lo hace de una manera anómala al reconocer lo femenino en la alteridad (actitud, por cierto, poco femenina). No hay militancia: de lo que se trata es de dejar hablar a los demonios de la cotidianidad, de la amistad, de la rutina, liberados y dimensionados por la muerte. Al fin y al cabo es un duelo la escritura. Me decidiré por llamarlos cuentos, pero no son cuentos de cuentista sino de poeta, con una conciencia de la forma que les viene del verso. Como el extraordinario “La vela”, que abre el volumen, y que adopta la forma de un diario hasta imponerla como tal, o el final, “Fiesta”, cuyo último párrafo es una formulación estética que preside todo el volumen: “Porque la lógica, me decías, no se parece a Dios, y a éste le aburre una preestablecida música. Dios escribe, decías, con el contraste y el abismo, con lo que aparentemente se tuerce y desperdicia.” Lo importante, más allá de la densidad conceptual, es el “me decías”, subrayado por un segundo “decías”. Que se trate de algo referido por un tercero (más bien habría que decir, un segundo) es lo que le da al texto su intensidad.
     Esta interlocución es el elemento clave para diferenciar La noche viuda no sólo de otros títulos de la propia autora, sino entre ella y sus compañeros de aventura generacional literaria. Es precisamente lo que viene del otro lo que se puede interiorizar, mientras que en sus poemas se efectuaba un proceso inverso. Incluso algunos tópicos de libros anteriores, como el saber esotérico en Arcanos, se ven aquí parodiados, o la seducción masculina. Los “cuentos” se sitúan literariamente antes de la revelación y se evaden de la abstracción gracias a la pertenencia: son suyos en la misma proporción en que los poemas deliberadamente no le pertenecían a ella sino a la escritura. Es cierto que la pertenencia (y no en el sentido de propiedad) sólo puede ser una categoría de juicio en la medida que los textos se proponen como obra autónoma de quien los firma. La noche viuda lo consigue con creces, pero sin renunciar a lo personal, y disolviendo allí la frialdad del cristal y liberando la emoción. –

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